31 dic 2022

Despedida y cierre.

El uno de enero, mientras veía la Marcha Radetzky en la tele, se me ocurrió que igual era buena idea, ya que nadie me había dado la oportunidad de hacerlo en un medio ajeno, de escribir una columna cada domingo en mi blog. Así que, como no sabía dónde me metía, me propuse publicar unas cuantas palabras cada semana, a ver si así algún ojeador de estos que tienen los periódicos —es tal mi desconocimiento que imagino que funcionan como un equipo de fútbol— se fijaba en mí y me dejaba debutar. El resultado es que al final he acabado escribiendo 52 textos (contando este) de diversa factura y no tiene pinta, a 31 de diciembre, de que ningún medio me vaya a invitar a formar parte de su cohorte de plumillas. Otra vez será, Miguel.

Mentiría si dijera que me ofende que no me hayan llamado, pues en el fondo siempre he sido consciente de que la mayoría de estas entradas se corresponden más con un diario personal que con una tribuna periodística. Juro que lo he intentado, pero me resulta casi imposible escapar a la vis atractiva del yo. No tanto porque no me guste todo aquello que no concierne a mi propio ser, sino más bien porque no sirvo para escribir del resto. No sé muy bien si lo que escribo pertenece a algún género o si es un género en sí mismo —un montón de papeles—, pero sospecho que sea lo que sea no tiene cabida en cualquier otro panfleto que no sea el mío. La divulgación de uno, al final y al cabo no es divulgación sino confesión, incluso cuando, como aquí es el caso, muchas veces se hace en clave.

Una cosa que he aprendido en todo este tiempo es que para escribir es fundamental ser capaz de abstraerse de las propias circunstancias, aunque siempre acabes abusando del mí, me, conmigo. Vamos, que algunos días las palabras no salen porque la vida no fluye. A principios de año, con apenas media columna publicada, me hicieron creer que me estaba muriendo bastante antes de lo que me gustaría. Ese domingo, no obstante, publiqué algo que no tenía nada que ver con mí mismo. Fueron varias, de hecho, las semanas que tardé en descubrir que fuese lo que fuese lo que me pasara, no parecía ser algo tan mortal. Y lo agradecí, claro, porque estoy en una época de mi vida cargada hasta los topes de expectativas y cambios, y para qué engañarnos, ahora mismo me viene fatal morirme. 

A quienes pasaron por aquí en algún momento de este año o de los últimos 10: gracias. A quienes lo hicieron suyo y me respondieron, a los que se pasan por Instagram, a los que lo comparten, a los que piensan que es una pérdida de tiempo: gracias. A pesar de que escribo porque me gusta, sería injusto decir que no lo hago para que me lean, de otro modo todas estas palabras permanecerían olvidadas en cualquier cajón. Después de una década y más de doscientas cuarenta entradas, creo que ha llegado la hora de poner montonesdepapeles en stand-by al menos hasta que defienda la tesis, que a pesar del ínclito título de esta saga, ya no puede esperar más. O eso creo.

Feliz 2023. Y feliz vida.



29 dic 2022

La vieja parca florentina.

Hace muchos años, en un viaje de estudios del colegio, puse los pies en Italia, que ya por aquel entonces no era tierra ignota para mí. Estábamos en Florencia y de algún modo, no sé si antes o después de visitar las tumbas de los Medici, acabé perdido entre los puestos del mercado de San Lorenzo, que rodeaba los albores de la iglesia donde se hallaban los sepulcros. Fue allí, paseando en sus puestos como en un bazar gigante, donde di con un tipo que vendía ropa con motivo militar y me compré una parca verde, con banderas de Alemania en cada una de las mangas a la altura de los hombros. El precio fue irrisorio, no sé si antes o después de negociar pagué veinte euros. Y a día de hoy sigue en mi armario.

La parca es una parca cualquiera, no tiene nada de especial. Lleva una especie de forro como de borreguillo verde por dentro que se quita y se pone en función del frío que haga. Si llueve, te empapas, porque en lugar de repeler el agua lo absorbe, deja que la lluvia le cale hasta los huesos que no tiene. No es una pieza de diseño, ni parece especialmente resistente, pero ahí sigue conmigo. Ha sobrevivido a 4 mudanzas y a las constantes fluctuaciones de peso de su dueño, que no han sido pocas. En ocasiones me ha costado abrochar la cremallera, porque el invierno a veces no perdona a quienes llevamos años cultivando ese proyecto de barriga. 

No es que haya puesto demasiado empeño en su mantenimiento, pero lleva conmigo casi 17 años y sigue igual que el primer día. Quizás porque no la uso a diario o porque no siempre que la veo estamos en invierno, ha aguantado tanto tiempo. No sabría decir exactamente cuál es la metáfora que alberga todo esto, pero creo que tiene que ver con el cuidado y la paciencia. Ocurre con las cosas y también con las personas. Hay veces que simplemente hay que estar ahí, sin más, colgado al fondo del armario esperando a que llegue tu momento. Disponible para dar un abrazo cuando llegue el frío.

27 dic 2022

Mujeres de las que me enamoré en el cine.

Me ha pasado muchas veces porque soy de naturaleza enamoradiza. Veo una película o leo un libro y acabo poniendo ojitos a alguna de las personajes que aparecen. Me pasó con Cameron Díaz en Algo pasa con Mary siendo yo muy pequeño y lo corroboré con Jennifer Connelly y su Deborah en Érase una vez en América la primera vez que la vi con diez años, en la Semana Santa del 99. Supongo que debió ser por esa época que descubrí, no sólo que me gustaban las chicas, sino que además me gustaban las chicas guapas, algo que me temo no ha cambiado desde entonces. 

Hace algunos años, viendo El apartamento, me di de bruces con aquella ascensorista que interpretaba Shirley MacLaine y me pareció que tenía la cara más dulce que había visto jamás. Una belleza comparable tal vez a otra de mis grandes musas cinematográficas, Nola Rice, o lo que es lo mismo, el personaje que interpretaba Scarlett Johansson en Match Point. Aquella rubia, extremadamente sexy, a ratos mujer fatal, me hizo cuestionarme muchas veces el papel del personaje de Rhys Meyers, cuya decisión en la cinta nunca terminé muy bien de entender. En caso de duda, la guapa siempre, Chris.

Todas estas chicas de las que me enamoré en el cine, sin embargo, no podían compararse a la atracción que, por alguna razón que desconozco, pues no es mi tipo, despertó en mí Keira Knightley en Last Night. Hay algo en Joanna, una escritora de talento desaprovechado que huye de vez en cuando mentalmente a esa otra vida que podría haber tenido, que me resulta magnético. Es posible que sea su acento británico, o una elegancia de otro tiempo, o quizás su forma de fumar sentada sobre la encimera de la cocina. Hay algo en ella, sea lo que sea, que durante la hora y media que dura la película hace que fantasee con romper y cruzar la cuarta pared. 

Aun a riesgo de que una vez dentro me diga que lo siente mucho, pero que no soy su tipo. Que podría pasar.


22 dic 2022

El décimo.

Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir a él cada vez que hablaba de un difunto— compraba siempre en el mismo sitio, un supermercado mayorista donde se abastecía para el restaurante. Iba allí casi a diario y siempre repetía la misma secuencia: entraba, llenaba el carro, y mientras pagaba le daba las llaves del coche a uno de los gorrillas de la puerta que se llevaba la compra y la colocaba todo en el maletero. Al acabar, cada día tenía lugar la misma transacción: él le devolvía las llaves del coche y el abuelo le daba una propina por ayudarle. 

Aquellos tipos, que nunca supe cómo se llamaban ni de dónde eran, pasaron años echándole una mano, especialmente cuando era ya mayor y cargar palés de cerveza no era lo más apropiado para un señor octogenario. Mi abuelo, que era bastante guasón, bromeaba con ellos y les decía que mi abuela le había dicho que era un roñoso y que tenía que subirles la propina, que aquello que les daba no era suficiente por echarle un cable a cargar todos aquellos víveres. 

Lo que mi abuela no sabía (creo), y yo descubrí en aquellos viajes al super en los que hablábamos de todo, es que cada año, cuando llegaba la Navidad, Macario —que así es como nos llamábamos el uno al otro— siempre les daba un sobre a cada uno de los dos gorrillas. En él, además de ser algo más generoso en sus dádivas que de costumbre, aun a riesgo de que tocase y tuviera que buscarse nuevos socios que le ayudasen a meter la compra en el coche, siempre incluía un décimo de lotería con el mismo número que él jugaba. 

Y yo, no sé por qué, cada 22 de diciembre me acuerdo de aquellos tipos a los que nunca les tocó la lotería, pero jugaron durante años un décimo con aquel señor del bigote que tal vez soñaba con sacarles de pobres. 


18 dic 2022

Los mejores años de nuestra vida.

El día que me dieron las notas de cuarto de primaria, apenas un mes después de hacer la comunión, mi padre se sacó de la cartera una cuartilla con letras moradas que decía algo así como “Formulario de solicitud de socio” y tenía un escudo redondito en una esquina. Era junio del 97. Hasta entonces me había llevado al Bernabéu cinco veces, la primera a un Madrid-Barça de la temporada 95-96 que empatamos a uno, y alguna de las otras cuatro —que ya no alcanzo a vislumbrar en la memoria— a ver a un Betis al que goleamos y donde recuerdo que jugaba Roberto Ríos. Aquel fue el año del doblete del Atleti, y a pesar de que hubo gente en el recreo que cambió la elástica de Raúl por la de Kiko Narváez, yo me mantuve firme en mi empeño de ser madridista. Al fin y al cabo ya tenía una bufanda morada que él me había comprado en mi debut como hincha y un jugador favorito, Michel, cuyo número había yo heredado en mi camiseta del AD Castilla. 

El Madrid es, junto con mi familia más directa, lo único en esta vida a lo que yo le he guardado una lealtad inquebrantable. En todos estos años he cambiado de novias, de universidades, de amigos y hasta de país, pero nunca, jamás, se me ha pasado por la cabeza cambiar de equipo. Ha habido noches gloriosas, algunas de ellas en casa y otras en el estadio, que he tenido la suerte de compartir con la gente que más quiero. Momentos de esos que no podría yo explicar lo que se siente, porque al fin y al cabo los sentimientos comienzan donde acaban las palabras. Y también ha habido alguna de esas tardes desastrosas en las que deseé que no me importase tanto algo que tantos nunca entendieron. 

En septiembre de este año se cumplieron 25 años de la temporada en que mi padre me hizo socio del Madrid, y ayer, después de mucho tiempo esperando este momento, Juan Antonio Corbalán me estrechó la mano y me dio mi insignia de plata. Como no podía ser de otra manera, bajé con don Miguel, que sentado entre el público vio —o intentó ver— cómo, después de un cuarto de siglo, la estirpe madridista continúa intacta en la familia. Lo que no sabe, claro, es que mientras esperaba en la fila a que me la entregaran, lo único que pude pensar fue que ojalá la vida me deje acompañarle yo a él cuando dentro de 14 años haga 50 de socio y le pongan la insignia de oro.


4 dic 2022

Una cinéfila Navidad.

Mañana me voy a España, así que para mí comienza oficialmente la Navidad. Es curioso, pero desde hace años vivo con la extraña sensación de irme de vacaciones a casa. Como si hubiera algo de exotismo en volver a convivir con mi familia durante unos días después de haberlo hecho más de media vida juntos. Crecer, supongo, es aprender a emocionarse por algo que hasta hace cuatro días había sido cotidiano. Ser capaz de valorar las cosas antes de empezar a echarlas de menos. La propia Navidad, sin ir más lejos, nunca fue mi época del año, pero desde que vivo fuera cobró un sentido de reencuentro. 

Estos días, entre maletas interminables que se hacen a lo panenka y se acaban en el tiempo de descuento, siempre me da por pensar en el cine. Me acuerdo de todas esas películas en las que se refleja este momento del año y pienso en Jorge Sanz y Gabino Diego, Roberto y Alberto en Los peores años de nuestra vida, subiendo un árbol de Navidad gigante por las escaleras de una casa de Madrid mientras María, Ariadna Gil, les ayuda a dar el último empujón de camino al estudio del profesor Tristán. Recuerdo, porque quién podría olvidarlo, esa Gran Vía de Madrid contada por Garci y pienso en Germán Areta paseando por Nueva York antes de que empiece a sonar la trompeta de Gene Ammons al final de El crack mientras veo rascacielos pasar por la pantalla. 



La Navidad, para mí, es la terminal de llegadas del aeropuerto de Heathrow. Es Kevin McCallister hospedado en el Hotel Plaza y caminando por Central Park con un gorro con pompón. Es Plácido desesperado, subido al motocarro y haciendo virguerías por poder pagar la letra por toda la ciudad. Es Pepe Isbert en la Plaza Mayor de Madrid preguntando dónde está Chencho. Es Leo Di Caprio interpretando a Frank Abagnale Jr. y llamando al detective Carl Hanratty, Tom Hanks, la misma noche del 25 de diciembre porque se siente solo y sabe que es la única persona con quien hablar. Son Gremlins campando a sus anchas destrozando la ciudad porque Billy le da un trozo de pollo a Gizmo cuando tiene hambre más allá de la medianoche. Y son, sobre todo, esos días en los que suelo sentirme tan querido por gente a la que apenas veo el resto del año que, a veces, tengo la sensación de que mi vida es, en realidad, una película.


2 dic 2022

Reivindicación de lo inútil.

En esta época del big data y los numerazos gordos, en la que cada gránulo de información encierra un misterio que, pasado por los filtros adecuados, puede llegar a convertirse en un elemento productivo, vengo a reivindicar el conocimiento inútil. Es decir, todo aquel dato que nuestro cerebro alberga y no sirve para otra cosa que no sea ganar una partida de Trivial. La culturilla general, que se decía antes. La filosofía en el sentido etimológico del término, y no tanto el encontrar una utilidad inmediata a ese granito de sapiencia. Conocer algo por el mero hecho de conocerlo, y no porque en un futuro próximo vayas a meter esa gota de sabiduría en un fondo a plazo fijo para que te traiga un rendimiento monetario calentito. 

Reivindico los datos inservibles, las estadísticas que tu cabeza almacena sin tú siquiera saberlo, las fechas de acontecimientos históricos que no recuerda ni la Wikipedia, pero que tú, por algún motivo difuso, eres incapaz de olvidar. Los versos que aprendiste en el colegio y que campan desde entonces a sus anchas entre axones, esperando a que les llegue el momento de ser declamados una noche cualquiera entre tragos de ginebra con extraños. Las batallitas que nadie conoce y a nadie le importan porque a nadie le sirven excepto a ti, que de pronto encuentras el momento de añadirlas entre amigos como una imperecedera coletilla. 

Ahora que todo tiene que tener un valor económico, que ya no queda un ápice de amor al arte y que el mundo gira en torno hacia la más espantosa especialización, vengo a defender el valor del saber generalista, del saber de todo sin que el saber tenga un propósito específico. Hay que volver al conocimiento yermo y rebelarse contra esa abominable actualidad que fomenta el mercantilismo de una información que sólo vale si produce. Es necesario reclamar de vuelta la anécdota aparentemente inservible y poner en valor la extraordinaria importancia del conocimiento inútil. Aunque parezca que no sirven para nada.


27 nov 2022

Breve anatomía del tiempo.

Algo que me pregunto con frecuencia es, a partir de qué momento comenzamos a asumir que hay ciertas cosas en la vida que ya no pasarán. O sea, en qué punto entre los 5 y los 35 pierdes la escafandra sin darte cuenta y dejas, de la noche a la mañana, de querer ser astronauta. Un domingo, de repente, después de jugar un partido de fútbol con amigos, de pronto te sobreviene la idea de que en cuatro días te plantas en los 30 y no queda ni rastro de aquel niño que quería jugar en el Madrid. Vas creciendo y, sin quererlo, poco a poco llegas a conocer la temperatura a la que se evaporan los sueños. La vida te va inoculando, gota a gota, de manera tácita, una extraña capacidad para aceptar algo que si bien no siempre es fracaso, a menudo se le parece mucho. 

Debe haber un lugar en la memoria donde se almacenan, tal vez en cajas desordenadas, todos estos sueños, estos deseos felices que el tiempo va poco a poco soterrando. Una especie de biblioteca mental, albergada en alguna esquina del cerebro, donde a lo largo de los años se acumulan las cenizas de todos estos proyectos que quedaron en nada. Un museo de las profesiones frustradas donde uno puede ver, ordenado por años, en qué momento se empezó a torcer la carrera futbolística de uno —si es que alguna vez la hubo— o cuándo decidió que ir a la luna, en el fondo, no le compensaba lo suficiente como para estudiar física. 

Al cambio, existe un cierto placer en mirar hacia atrás y ver lo poco que se parece la vida que tiene con la que en algún momento imaginó. Todos aquellos planes magníficos, de alguna manera mutaron en algo completamente diferente a la escarpada que habíamos trazado. Y a pesar de que no haya balones de reglamento ni cohetes que viajan al espacio, es difícil no sonreír cuando uno ve, después de cierto tiempo, la ingenuidad con la que alguna vez miró a los ojos al futuro. Con suerte, si ha aprendido algo, asume que da igual lo que quiera porque en el fondo la vida le llevará por su propio camino. Y si no ha aprendido nada, como yo, llegará tal vez a los 60 y todavía estará esperando su oportunidad para debutar de corto o abrocharse el cinturón en la cabina de transbordador.  


21 nov 2022

25 consejos a mi yo de 25.

1. Olvídate de ahorrar pasta. Vive. Viaja. Disfruta. El dinero va y viene. El tiempo sólo avanza. ¿Cuándo vas a volver a tener 20 años el tercer viernes de junio? Nunca. Sal, diviértete y no mires mañana lo que te fundiste anoche.

2. Sé sincero pero no seas gilipollas. Es decir, di la verdad pero no seas hiriente. A veces es mejor callarse y hacer como que todo está bien que abrir la boca y romper la armonía del momento. La sinceridad muchas veces está sobrevalorada. 

3. No discutas con extraños. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. No pierdas el tiempo en dar lecciones a gente que no te importa. Es mejor asentir y seguir hacia adelante. Volvemos al punto 1: tu tiempo es limitado. No lo malgastes con idiotas. Huye de quienes te roben la energía.

4. Vete de España. Sal. A donde puedas y como puedas. Ve mundo. Conoce otras culturas. Abandona el pueblo como Totó en Cinema Paradiso y regresa si hace falta, pero vete. Se aprende más viviendo un mes fuera por tu cuenta que en veinte años en casa.

5. Aprende inglés. No porque quede genial en tu CV. Hablar inglés te abre puertas porque es la lengua franca. En inglés te entiendes con casi todo el mundo y te va a hacer falta para ligar, para pasar una aduana y, depende de dónde, hasta para tomarte un café.

6. Cuida tu cuerpo. Esto no significa que no bebas, que no comas de más y que no te fumes un pitillo de vez en cuando. Significa que hagas deporte y que lo introduzcas dentro de tu rutina diaria. Levanta pesas. Corre. Tener un cuerpo sano es clave para disfrutar más de la vida.

7. No tengas miedo a pedir perdón si te equivocas. La soberbia no sirve para nada. Si cometes un error y de verdad lo sientes, dilo. Y aprende del error, aunque lo vayas a volver a cometer. Las disculpas, por cierto, se ofrecen, no se exigen.

8. Y al contrario: perdona a quien te ofrezca una disculpa sincera. Todo el mundo tiene derecho a cometer un error, así que sé comprensivo cuando lo hagan. En algún momento tú también la vas a cagar y agradecerás que hagan por entenderte.

9. La pasión es un valor seguro. Encuentra aquello que te gusta y busca una manera de convertirlo en tu modo de vida, excepto si aquello que te apasiona te va a hacer morirte de hambre. Si ese es el caso, conviértelo en una afición y dedícate a algo que te deje tiempo para disfrutarla.

10. No tengas miedo a equivocarte. Vas a tomar decisiones erróneas, quieras o no. Lo que marca la diferencia no siempre es la decisión en sí, sino tu forma de afrontar las consecuencias de la misma. Casi todo tiene arreglo si lo miras con la perspectiva adecuada.

11. No te tomes demasiado en serio a ti mismo. Por mucho que tu madre te diga que eres muy guapo y muy listo, no eres especial. De hecho, el 99% de la humanidad no lo es y no pasa nada. Tener un ego desorbitado no sirve para nada y además te hará parecer un imbécil. 

12. No juzgues a los demás. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Especialmente porque no sabes qué pueden estar pasando. Cada uno vive como puede o como quiere y tú no eres nadie para opinar sobre lo que hace el resto. Además, recuerda el punto 3.

13. La universidad no es la panacea. Te lo digo yo, que soy profesor. Estudiar está muy bien porque te abre puertas, pero el mejor aprendizaje se adquiere con la práctica. No te ofusques si pasas por Derecho de puntillas, es sólo el primer paso.

14. La gente normalmente no cambia. Quien es idiota, es idiota, y es bastante posible que quien te la juegue una vez te la acabe jugando dos. Pero recuerda el punto 8, todo el mundo merece una segunda oportunidad. Nunca una tercera.

15. No te obsesiones con planificar demasiado las cosas. Salvo que quieras llevarte una decepción, claro. Está bien tener unas líneas maestras, pero es muy posible que el plan salga mal. Vale más tener capacidad de adaptación ante la adversidad que ser un perfecto estratega.

16. Intenta montar tu propia empresa. Y arruínate con lo poco que tengas. Casi seguro va a salir mal, pero vas a aprender un montón sobre cómo no comenzar un negocio. Haz caso a Belén Rubiano.  



17. Aprende a no hablar de más. Es mejor pasarse por defecto que por exceso. Haz que tu interlocutor siempre se quede con ganas de más. Vale para los negocios pero también para ligar. Jamás seas ese que va a una conferencia y hace una pregunta más larga que la ponencia. 

18. Cultiva la disciplina. En el fondo aquí está todo. Si eres capaz de domesticar tus instintos y respetar tu propio orden interno, tienes mucho ganado. La fuerza de voluntad no viene de serie, hay que entrenarla. Hazlo. 

19. Sonríe siempre. Ser agradable con la gente, especialmente con aquellos que te prestan un servicio, ayuda a que consigas tu objetivo mucho más deprisa. No subestimes el poder de tratar bien a los demás y hacerlo con una sonrisa en la cara. 

20. Dedica menos tiempo a pensar en el proceso. Busca siempre la eficiencia en tus esfuerzos, pero no te obsesiones. Corrige sobre la marcha. Y sobre todo, no hagas que el proceso en sí te distraiga de trabajar en tu objetivo. Sobre todo si tu objetivo es escribir una tesis.

21. Prioriza siempre las experiencias sobre las cosas. La gente materialista es un coñazo, nunca tiene suficiente de nada. Cuanto menos necesites para ser feliz, más fácil te resultará alcanzar ese estado. Las cosas se pierden, las experiencias siempre viajan contigo y no pesan al hacer una mudanza.

22. Sé siempre generoso. Aunque no tengas nada. No hay nada más triste en la vida que ser un cutre y un agarrado. Sé espléndido con el resto, especialmente con aquellos que tienen menos que tú. Compartir es vivir, y más si se comparte con amigos.

23. Aprende a disfrutar la soledad. Tener pareja puede ser algo muy gratificante, pero ser emocionalmente dependiente es un coñazo. Para ambos. Si vas a estar con alguien, que sea porque quieres, no porque lo necesitas. 

24. Busca siempre el lado bueno. Nada ni nadie es puramente maldad. Todos tenemos algo bueno y si esperas el tiempo necesario lo acabarás descubriendo. Busca siempre la parte positiva y trata de ver el vaso medio lleno. En el mundo sobran actitudes negativas.

25. Lee. Todo lo que necesitas saber está en los libros. No aceptes consejos de nadie. Y menos de tu futuro yo en un blog.


20 nov 2022

El cascarrabias.

De un tiempo a esta parte, no sé muy bien por qué, he ido evolucionando a un tipo que a menudo se vuelve cascarrabias cuando le traen frías las patatas fritas que acompañan a la hamburguesa. No es difícil salir a comer conmigo, porque en el fondo no soy amigo de los restaurantes con ínfulas que te prometen mucho lirili pero te traen poco lerele. Pero sí es verdad que me gusta jugar, con mi acompañante de turno —jamás le doy la turra al camarero— a ser una especie de Antón Ego que no se contenta casi nunca con nada; de ahí la alegría y la incredulidad de mi contraparte cuando llega algo a la mesa que me parece un acierto. 

En los últimos meses he visitado restaurantes pretendidamente españoles que prometían una experiencia similar, poco menos que, a comerte unas bravas en la calle Meléndez Valdés. Desde uno cerca de casa que te vende un “Trip to deep Madrid” y te mete con calzador unas croquetas de pollo al curry, a otro en Florida donde el camarero —que ni por las pintas ni por el acento dedujo que yo era español— me repitió tres veces que la comida era tradicional. Y no es que se comiera mal en ninguno de los dos casos, pero no era lo que prometían. Alguien debería decirles que cuando la comida está rica, el discurso es lo de menos. Eso, y que mentir está mal.

En Mejor imposible, Melvin, que es el personaje maniático que interpreta Jack Nicholson, va cada día al mismo restaurante, se sienta en la misma mesa, pide la misma comida y espera que siempre se la sirva la misma camarera: Carol. A pesar de que a veces me comparo con él, yo aún no he llegado a ese extremo, entre otras cosas porque no he encontrado un sitio al que volver casi a diario. Pero en el fondo le entiendo, porque no es fácil dar con un lugar que aguante sin fisuras las expectativas de un tipo refunfuñón que le encuentra pegas a todo. 

Hubo una vez, eso sí, que encontré un bar donde regresaba tan a menudo que el camarero, sólo con mirarme, sabía si tenía que traer la cuenta o preguntar si queríamos otra ronda en función de cómo estuviera yendo la conversación con mi cita. El sitio, donde por cierto me sentía como en casa, acabó cerrando. Tal vez porque a la temperatura de la cerveza le sobraba siempre un grado y a mi ligue de turno le sobraba un puntito de algo.


28 oct 2022

El mundo que ya fue.

Hay un mundo que ya fue. Una forma de vivir que se empezó a ir hace tiempo, una manera de existir diferente, donde las galletas se guardaban en una caja después de abierto el paquete y en las casas se reusaban los botes de Colacao para guardar la harina mucho antes de que se implantara la idea del reciclaje. Todavía había teles sin mando en las que para cambiar de canal había que apretar un botoncito que te llevaba, a veces con poca suerte, pues se veía bastante mal, hasta la siguiente cadena. El fútbol, por aquel entonces, aún se jugaba los domingos a las cinco. Todo era parte del principio, pero nada era lo suficientemente reciente como para no tener nombre y tener que señalar las cosas con el dedo, como le pasaba a Aureliano Buendía; aunque es cierto que tampoco andábamos tan lejos de aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Siempre he pensado que aquellos versos de Neruda donde decía que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, eran un cliché manido. Una frase para niños repipis que acaban de descubrir la poesía y el desamor. Sin embargo, hay algo de verdad en ellos. Tal vez habría que enmendarlos y hacer una adenda que diga que no sólo hemos nos hemos transformado nosotros, que somos hijos de nuestro tiempo, sino también lo que nos rodea. ¿Cambió el mundo porque lo cambiamos nosotros o cambiamos nosotros porque cambió el mundo? No lo sé.

Lo que sí sé, eso sí, es que echo de menos la caja de las galletas de casa de la Colasa, el sonido al abrirla y el olor de aquellas María Fontaneda que hace años que no pruebo. Que extraño las teles con culo donde Pablo y yo jugábamos a la Play uno en las noches de verano de hace ya casi dos décadas, a menudo hasta las tantas y a escondidas. Y reconozco, sobre todo, que fantaseo con frecuencia con volver a sentir Madrid como mi casa y escaparme los domingos a las cinco al Bernabéu. Como hacíamos en aquel mundo que ya fue.


16 oct 2022

Activismo de salón.

El otro día, en un clarísimo intento por salvar el planeta, dos activistas montaron una pajarraca de postín en la National Gallery y tiraron zumo de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh. La cosa estaba orquestada, claro, porque había más cámaras de periodistas que muchachas comprometidas con el medio ambiente pegándose al muro con una barra de pegamento Pritt. Aquello más que un acto de protesta parecía una rueda de prensa de presentación de la última de Haneke. Una performance bochornosa que en el fondo no sirvió más que para dar trabajo a los restauradores del museo. Al planeta, como era de esperar, le dio igual el numerito y siguió girando. Y Van Gogh, que a buen seguro se habría retorcido en su tumba de haber podido oír el suceso, ni se inmutó. 

Vivimos un momento en el que todo es repercusión en los medios y balas de fogueo. Actos vacíos que sirven, en el fondo, para que una serie de privilegiados se limpien la conciencia por su modo de vida. Un quid pro quo con la causa de turno que les ayuda a depurar sus responsabilidades para con lo que el manual del buen ciudadano nos dicta en estos días. Cada semana es una nueva. No comas carne porque la producción de vacas afecta a la capa de ozono. No cojas aviones porque tienes una huella de carbono que alucinas. Date a las bebidas vegetales en sustitución de la leche porque la abuela fuma. Usa el transporte público porque así ayudas a la investigación contra la ceguera en los colegios de una región limítrofe con el fin del mundo. 

No sé exactamente qué ha pasado, pero de un tiempo a esta parte el día está repleto de reproches de una gente que se ha convertido en la policía moral del siglo XXI. Activistas de salón que actúan como curas decimonónicos, diciendo al prójimo lo que debe hacer de puertas para afuera mientras, de puertas para dentro, hacen justo lo contrario. Una marabunta de maniqueos, todos muy comprometidos con el último grito en lo que sea. Un tumulto de aquellos tontos del recreo que han crecido, o están aún en ello, y su mayor obsesión es obligarte a confesar tus pecadillos en pro de una nueva religión que defiende, de boquilla, cualquier causa que les sirva para estar entretenidos.


12 oct 2022

La verdadera patria.

En la persistencia de los olores se esconde a veces una niñez que se resiste a salir corriendo. Me ocurre al cortar una naranja, que mi cabeza vuelve a aquel exprimidor manual de acero inoxidable que tenía mi abuela en la cocina y que hacía —será que me traiciona la memoria— los mejores zumos del mundo. Pasaba igual con aquel café que hacía mi tía en la cafetera italiana, que impregnaba con su aroma una casa donde nunca se apagaban los fogones, ni faltaban los platos de sopa para cenar entre semana. Nadie escalfaba los huevos como mi abuela, que empeñada en que tomaras calcio, te atiborraba de leche durante las comidas porque era bueno para los huesos. Y tenía razón, porque nunca nos rompimos uno. 

Algunas tardes bajábamos a su casa, tal vez a jugar al fútbol en la pista de la urba, o simplemente a incordiarla un rato una vez acabada la novela. Recuerdo con mucho cariño que a veces, cuando no había nocilla, sacaba el colacao, la leche y el azúcar, y preparaba un mejunje similar en consistencia que extendía con amor por una rebanada de pan bimbo para prepararnos un sándwich. Es posible que mi abuela no estudiase, pero es que hay gente que no lo necesita porque nace sabia. Quién quiere leer libros cuando puede dedicar su vida a cuidar a los demás. A asegurarse de que nunca les falte de nada. 

Somos lo que somos hoy en día porque quienes nos precedieron fueron con nosotros lo que fueron. Sólo así se explica que yo sea un cocinero intuitivo y que jamás en la vida siga una receta. Esto lo aprendí de ella, como casi todo lo que tiene que ver con los sabores. Un día mientras hacía el arroz de la bisabuela, al preguntarle cuánta agua necesitaba aquello, me dijo: “Lo vas viendo”. Y tenía razón, porque hay ciertas cosas que no se pueden medir en cantidades, son sensibilidades que se transmiten entre generaciones y que exigen plena atención de uno para no desperdiciarlas. 

Volviendo a los olores, con frecuencia me pasa que estoy haciendo algo, casi siempre en la cocina, y me viene una ráfaga de algo que me impregna el momento de recuerdos. Me pasa con sabores, bastante menos a menudo, claro, pues esos son irrepetibles. Pero siempre que sucede, por un instante me parece estar viviendo una regresión en el tiempo a una patria que ya no existe. A un lugar lejano del que por muy lejos que viaje nunca me despego. A casa. 


25 sept 2022

El toque de madre.

Tú llamas a tu madre para pedirle que te pase una receta, y ella, que está a miles de kilómetros, te da los ingredientes, el paso a paso y unos cuantos trucos básicos para no quemarte las pestañas en el intento. Compras todo y te dispones, cual Elena Santonja, con tu delantal, a seguir una por una las instrucciones para reproducir el plato. Te esmeras, porque echas de menos el sabor y probablemente tu casa. Pones atención en cada detalle del proceso porque lo que buscas en el fondo no es la comida en sí, sino la sensación, el comer algo que te teletransporte a la cocina con tu madre mientras ella farfulla que dejes de picar que si no luego no comes. Y entonces, después de un rato poniendo en boga tus propias destrezas culinarias, lo pruebas y… le falta algo. 

Quizás sea que los ingredientes de aquí no son como los de allá, o que esta vitro no calienta como la otra. Tal vez ocurra que la sal de este lado venga de la otra punta del mundo y no conozca Santa Pola ni en los mapas. Es posible que te saltes algún paso importante, que tuestes de más el pan —algo que en mi caso es imposible, pues en mi casa es tradición carbonizarlo por olvido—, o simplemente que no tengas el talento suficiente para freír un huevo sin librar una batalla a vida o muerte con el aceite caliente. Qué sé yo. Sea como sea, por muy comestible que esté el plato, no es igual. Le falta algo que no aparece en la receta y que ni tu madre misma —o tu abuela, que también se da maña, como le decía Manolo a Fernando en Belle époque— sabe describir.

Son gestos, destrezas adquiridas con los años. Saber oler que algo está soso, como me decía Rocío ayer. Reconocer que al arroz le falta agua sólo porque no suena como debería. Es como una especie de instinto que nada tiene que ver con la cocina y que viaja malamente, que no se transfiere de manera inmediata entre generaciones. Algunos dirán que es cosa de experiencia, que cortar algo en brunoise no es algo que se aprenda de la noche a la mañana. Pero yo creo que no. Creo que se trata de un ingrediente que no viene en los libros de cocina ni se aprende en la escuela Cordon Bleu. Es el puntito de amor que uno le pone a las cosas cuando las hace para la gente que quiere. El toque de madre, al fin y al cabo. 


23 sept 2022

El otoño. Otra vez.

Todos los otoños me pasa lo mismo: salgo a la calle un día en manga corta y de repente ya no es verano. El sol ya no calienta como el día anterior y hasta el aire huele distinto. Es como si el tiempo hiciera un cambio de armario y de la noche a la mañana las chaquetas de entretiempo se hubieran alzado en una inoportuna rebeldía que logra acabar con el previsible castañeteo de mis dientes en algún momento de los próximos diez días, que es aproximadamente el tiempo que vivo en constante negación. Doscientas cuarenta horas en las que mi cuerpo, por todos los medios existentes, se resiste a aceptar la realidad. Mis ojos evitan ver las hojas que se amontonan en las aceras, mis brazos rechazan el aire frío que los roza camino a la oficina y mis piernas reciben con sincero agradecimiento el calor de los vaqueros que hasta hace una semana sólo me ponía para ir a trabajar. 

El otoño, al contrario que el verano, que va dando señales de su inevitable llegada, aparece un día, como ese amigo que te sorprende una mañana llamando a tu puerta de forma inesperada. Es una estación traicionera, un quinqui que te espera al otro lado de la esquina con una navaja para llevarse la cadenita de oro de la abuela. Nunca sabes dónde ni cuándo puedes encontrártelo, pero ahí sigue, implacable al desaliento, haciéndose patente conforme pasan los días de septiembre. Llega sin hacer ruido y se va sin dejar rastro allá por diciembre, cuando ya nadie se acuerda de que estábamos en él. Es un mensaje en un contestador que ya nadie escuchará. 

Para mí, esta estación tiene mucho de sad boy con gafitas y camisa de cuadros que escribe a máquina en cafés mientras afuera llueve en un barrio recóndito de Seattle, o al menos así me la imagino después de la última vez que hablé con Trammell allá por primavera. Sea como sea, parece que ya ha llegado y que además lo ha hecho con la idea de quedarse entre nosotros una temporada. Así que no queda otra que aceptar que esta semana se acabó el verano y que, un año más, por fin queda un poco menos para regresar por fin a casa.

11 sept 2022

En la muerte de Javier Marías.

Marías no puede morir, porque los escritores no mueren, si acaso dejan de escribir de manera permanente. Se retiran de la vida pública para siempre, pero nos dejan un legado, que es la mejor forma de irse sin hacerlo realmente. Él lo entendió bien, creo, pues comprendió el laberinto de las emociones mejor que ningún otro y lo retrató también sin que nadie pudiera igualarlo. Supo que su obra le sobreviviría y escribió de manera consciente sobre lo más universal que tenemos y que con mayor frecuencia nos iguala: la condición humana. Y ahí queda todo lo escrito, que prevalecerá mucho más allá que la persona, que se desvanece hoy entre una niebla de septiembre. 

Hace algunos años, entre copas, me contaba Sam que cuando Marías venía a Nueva York, le pedía a su agente que le hospedase en un hotelito pequeño cerca de Times Square donde, a diferencia de en el Waldorf, aún le permitían fumar. Fue aquella vez también que nos pasamos horas comenzando cada frase con un “No he querido…” a cada paso, emulando el principio de su Corazón tan blanco, que siempre será uno de los mejores inicios de una novela en español. Hoy que Javier —que seguro odiaría estas confianzas— se ha ido, parece difícil repetir ese fragmento sin que suene a cliché manido. Pero esa noche, embriagados de vida, cogimos un billete de dólar, estampamos en él la frase, y lo grapamos juntos a los miles de billetes que decoraban las paredes de Tin Roof.

Paradojas de la vida, he sabido de su muerte a través de un pantallazo, ni siquiera una noticia. Un titular estampado en la pantalla de un teléfono para conocer el adiós de un escritor que seguía tecleando en su Olympia Carrera de Luxe. Me pregunto qué secretos quedarán almacenados en un ente sin memoria con el que ha pasado tantos años, tantos tecleos, tantas horas de escrutinio de lo humano entre el humo de interminables cigarros. Esa máquina de escribir que se ha quedado muda y desde hoy nos quema la retina con el blanco de la página intonsa. Qué misterios se habrá llevado consigo Marías y cuáles habrá descubierto después de mirar a los ojos a Caronte. 

Qué putada que ahora que por fin lo sabe todo de la vida, no vayamos a poder leerle hablar del paso al otro mundo el próximo domingo. 


9 sept 2022

De Niebla a Belle époque.

Siempre he pensado que el cura de Belle époque, don Luis, tenía mucho de Augusto Pérez, el protagonista de Niebla. Ese existencialismo socarrón que le lleva a cuestionarse constantemente su lugar en el mundo, unido a su obsesión con don Miguel, como él le llama, creo que delatan a Azcona, que rindió un tributo velado a Unamuno apoyándose en la mano de Agustín González; un actor que lo mismo te hacía de tragaldabas catolicón, que de domador de gallinas. La diferencia entre don Luis y Augusto estriba en lo diferente de sus apetitos, mientras que el personaje de la nivola vive obnubilado por el amor de Eugenia Domingo, el de la peli de Trueba es un devoto de las comidas de Fernandito. 

Don Rafael —que así es como llamo yo a Azcona desde que escuché a Guillermo Arriaga hablar de él en el Hotel Jorge Juan— jugó con el personaje a su antojo, creando un sacerdote más humano que divino. Sus aparentes contradicciones, marcadas por un sorprendente republicanismo, le convierten en una de las atracciones del parque temático que rodea a Manolo. Su presencia en casa de la Apolonia al principio de la película lo sitúa ya dentro del ámbito de lo prohibido, pintando así un religioso jugador que no duda en marcharse con las ganancias a mitad de la partida de “subastao” para dar una extremaunción. Es entonces cuando Juanito le reprocha su presencia en una casa de lenocinio, a lo que él responde con una gracia propia de sí: “Sí señor, precisamente, aquí donde se peca, aquí está mi puesto, a pie de obra”. 

Don Luis es un cura que estriba entre lo anticatólico y lo avant-garde, que desafía las propias normas del catecismo. Es por eso que acaba como acaba, colgado de una viga de su Iglesia con El sentimiento trágico de la vida (otra vez don Miguel) en la mano. Este final, que no puede ser otro dado el carácter existencialista y unamuniano del religioso, cierra el círculo de su conexión con la nivola. Así, es en ambas que Unamuno se perfila como una suerte de Dios que decide el destino de los dos. En Niebla lo hace convirtiéndose en personaje de su propia obra y dialogando con Augusto Pérez sobre su misma muerte. En Belle époque mediante la intercesión tardía de Azcona, que lo introduce en la película como una fuerza invisible que acaba induciendo el suicidio del cura. En ambas, dejando clara una cosa, que nadie puede escapar a los designios de su creador.


2 sept 2022

Elogio de lo simple.

Existe en la aparente sencillez una estructura compleja, subyacente, que irriga el mecanismo de la simplicidad. Un ser sin ser que hace que lo simple nos parezca repetible sin esfuerzo. Se trata de un engranaje tan perfecto que cualquiera diría que hay algo secundario que lo activa, como una palanca invisible que lo mece al compás del silencio. Parece como si fuera un equilibrio improvisado, una genialidad carente de importancia, una forma de existir a lo Panenka. Tiene la ventaja, además, de que no hay que esperarlo, siempre está. El tiempo no le afecta, lo cual le convierte en puntual sin pretenderlo, que es la mejor forma de ser algo: hacerlo sin querer. Lo simple sufre menos, pues no vive pendiente de entender los porqués de lo complejo; ni siquiera se plantea que exista vida más allá de la simpleza. Existe sin más, por el puro placer de existir, y no por contraposición de nada, que es la mejor forma de no tener jamás que desistir. No precisa de nada, pues ahí reside su carácter, en la libertad que le otorga lo inmutable de su esencia. Es algo tan sencillo que, si deja de ser simple, simplemente deja de ser. 

29 ago 2022

El cambio.

Dicen que la única constante en la vida es el cambio, pero es mentira. La verdadera constante es el miedo al cambio, a afrontar nuevos retos y a mirar a los ojos a la incertidumbre sin saber si ésta nos devolverá o no la mirada. Cambiar da miedo, claro, porque supone poner los dedos de los pies al otro lado de un abismo inexplorado. Da igual que uno sepa que lo que viene será mejor, pues no es el cambio en sí lo que atenaza, sino la adaptación al mismo, el despojo de la costumbre y el destierro del automatismo de la comodidad. Cambiamos nosotros y cambian las circunstancias, pero no cambia el pavor que da asomarse al vacío.

Nacemos, y con nacer somos programados para rechazar la duda y huir de la incerteza. Queremos seguridad y tierra firme, no un suelo que nos meza al compás de lo que venga, que haga nuestras rodillas temblar ante la perspectiva de un futuro incierto. Es humano prolongar aquello conocido, a pesar de que no sea siempre bueno, o dicho de otro modo, mejor. Como también lo es el deseo de prosperar, pues en el fondo nadie da el paso creyendo que lo que espera es peor que lo que había. Cambiar es, con frecuencia, un verbo no apto para el club de fans del pesimismo. Y muchas veces no es fácil, por muy de color de rosa que vea uno la vida. Que no te engañen.

Ahora que todo es Mr. Wonderful, empowerment, y la madre que lo parió, no estaría de más que alguien crease tazas con mensajes más sinceros: que cambiar da miedo, que la incertidumbre acojona, o que si quieres… quieres (pero no siempre puedes). Una marca que cogiese el merchandising y nos tratase como adultos, que lejos de vendernos la moto con frasecitas vacías de autoayuda, nos dijera la verdad. Que a veces en la vida las cosas salen mal, pero que no es motivo suficiente para tenerle miedo al cambio. Que da igual lo que hagas porque muchas veces la moneda está en el aire y al azar le importan poco tus deseos. Y mi preferida, que es, ¿qué es lo peor que puede pasar si haces algo?

Pues eso. 


14 ago 2022

El ocaso de los años felices.

Quizás porque Chicho Ibáñez Serrador lo mencionaba cada semana en el Un, dos, tres a finales de los 70, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo se compró un piso en Torrevieja. No lo sé, porque nunca me lo dijo, pero dudo bastante que lo que le moviera fuese compartir vecindad con todos aquellos jugadores de Malta que una infausta noche del 83 se dejaron clavar doce goles en el Villamarín a cambio de una casa en la playa. Sin embargo, allí que se fue, condenándonos —es un decir— sin saberlo a veranear frente al Mediterráneo durante más de treinta años, en una playa cuyo nombre jamás hizo más justicia a la idiosincrasia de una estirpe. En un segundo con terraza desde donde siempre se vio el mar. 

Esta semana, después de muchos años de amenazas con venderlo, han decidido que sí, que se va. Vino un tipo con un cuaderno (o así lo imagino yo), tomó medidas, dibujó planos, hizo tres o cuatro números con la calculadora y llegó a la conclusión de que sí, que ese era el precio. Así que nada, parece ser que tras muchos veranos quejándonos injustamente de aquella casa, es posible que este sea el último que pisamos —que pisan ellos, que yo no estoy— Dinamarca esquina Suecia, que es el punto donde descansa aquel sueño de mi abuelo. Se vende el espacio, claro, pero no los recuerdos. Si las historias vividas allí aumentasen el valor de la vivienda, a buen seguro el tasador nos habría dicho que aquel piso tiene un valor incalculable. Pero no, la memoria no cotiza al alza en el mercado inmobiliario.

Ya sé que la nostalgia es muy improductiva. No obstante, ahora que parece que se acaba aquel capítulo de nuestras vidas, no puedo evitar recordar a mi madre, recién llegada de la playa bailando y cantando el “Mi gato” de Rosario en el salón a media tarde, con la corriente empujando los visillos. Tampoco puedo olvidar las partidas de dominó de después de comer, ni los helados de turrón de la Jijonenca, que quedaban justo debajo de casa. En la memoria quedan aquellos findes clandestinos con Cristina, la última visita con Pablo —que por fin descubrió que había playas más allá de la de Los Locos—, o todos los veranos que desembarcábamos allí en modo comuna con mis primos más pequeños. Pequeñeces todas estas en comparación con mi gran recuerdo: mi abuelo bajo la sombrilla de la playa leyendo el AS mientras observaba, por el rabillo del ojo, cómo dos generaciones después, su linaje chapoteaba feliz en la orilla. 


7 ago 2022

Nashville 2017.

La primera noche que dormí en Nashville tenía cama pero no colchón, así que no me quedó otra que hacerlo tirado en el sofá. Mi nuevo compañero de piso todavía no había vuelto de donde fuese que estuviera y en aquel piso de estudiantes habitaban pelusas centenarias que desafiaban leyes biológicas. Rodaban a sus anchas como solitarios estepicursores en el Valle de la Muerte. El apartamento, que era un bajo, quedaba apenas a unos minutos de la parte este del campus, lo cual me permitía andar hasta allí en un momento en el que no tenía coche. Pasado el trago del primer amanecer —es un decir, pues ni café tenía— di con mi cuerpo en una oficina de correos cercana que albergaba una pequeña caja donde se encontraba el que a día de hoy sigue siendo refugio de mis desvelos.

Algo que no olvidaré de aquellos días es la sensación de ir desbloqueando calles y lugares, como un personaje de un videojuego que va a tientas por el mapa. A cada paso que daba me encontraba un sitio nuevo, diferente del anterior, que quizás más tarde se convertiría en familiar. Había límites, eso sí. Mi ciudad se acababa al norte con West End, al sur con el supermercado, al oeste con el gimnasio y al este con la 12. Todo lo demás estaba habitado por dragones que yacían allí medio dormidos, esperando a que me aventurase a conocerlos. Entonces caminar era la única forma de moverse en un paraje que en agosto aún conserva grados y más grados, almacenados estratégicamente como lenguas de fuego.

En octubre llegó el coche y se acabaron los confines de mi actividad. El radio donde desarrollaba mi vida comenzó a expandirse como un río desbordado. Cambié de hábitos, comencé a moverme ayudado por el móvil y descubrí que existían otros supermercados. Empecé a alejarme de lo que hasta entonces había sido el centro y dejé que sus calles me abrazaran, a sabiendas, eso sí, de que aún no tenía autonomía suficiente para llegar de casa al auditorio sin perderme. O peor todavía, para regresar en caso de que, como me sucedió, el teléfono se me quedase sin batería. 

En febrero del año siguiente crucé al otro lado de la 31, que era algo así como Finisterre, y me mudé al barrio donde he vivido desde entonces. Desde aquí me he pasado los últimos cuatro años y medio renegando de Nashville. Que si no es una ciudad, que si es un pueblo grande, que si no tiene sentido y que si la abuela fuma. Pero aquí sigo. Ahora ya no me desplazo acojonado por si se me apaga el Google maps, ni sé exactamente dónde están mis límites de movimiento. Conozco más o menos las zonas que me gustan, sé dónde tengo que ir para comprar lo que necesito y en algún momento hasta encontré un bar donde me sentía completamente en casa. 

He sido injusto tantas veces con Nashville que necesito rendirme a la obviedad: la voy a echar de menos. Mañana se cumplen 5 años del día que me mudé aquí y, por primera vez desde que empecé el doctorado, no sé dónde voy a estar el próximo agosto. A buen seguro en otra parte. Tal vez ardiendo entre las sombras mientras derribo las murallas mentales que impondrán de nuevo las calles que rodeen mi casa en mi siguiente —espero— ciudad.


31 jul 2022

El extraño viaje sin fin.

El sábado que viene se cumplen ocho años del día que aterricé en Estados Unidos para vivir. Lo hice un poco a tientas, sin saber si quiera a qué venía realmente. Y sin tener ni idea de que aquello, que parecía una aventura temporal, se acabaría convirtiendo en el inicio de un proceso migratorio gradual. Entonces tenía 26 años, una edad como otra cualquiera para coger un avión sin billete de vuelta, y sólo estaba seguro de qué era lo que no quería. Recuerdo el viaje, con un maletón enorme, una mochila y una maleta de mano. Tenía una libreta que me regaló Gabri y que aún conservo donde escribí algunas líneas inocentes, las típicas palabras de un ingenuo que no tiene ni idea de lo que se le viene encima. Aquella fue la sola ocasión que he perdido un vuelo de conexión en todo este tiempo y también la primera y última vez que he volado en primera. 

Una de las cosas que no he podido olvidar en estos años es que aquel día, en el aeropuerto de Barajas —que aún no era Adolfo Suárez— terminé de leer Demian, de Herman Hesse; la última novela que recuerdo haber leído en traducción. Con el paso de los días y vistas las cosas en perspectiva, no deja de resultarme curiosa la oportunidad de aquella lectura. Yo, que estaba a las puertas de la experiencia que me cambiaría para siempre, que me haría crecer a marchas forzadas, di por casualidad con un libro que va precisamente de eso: del salto a la madurez. De los cambios que conlleva convertirse en un adulto y los sacrificios que a veces se deben hacer en el proceso. De lo que implica cerrar la caja de las ideas que pertenecen al pasado y abrir otra donde comenzar a amontonar vivencias. O papeles.

Como Demian en el libro, en estos ocho años he crecido. He aceptado muy a regañadientes que este es un camino de difícil retorno, por mucho que sueñe despierto a todas horas con España. Pero sobre todo he aprendido una cosa: hay que salir. Hay que irse. Aunque no sea para siempre y tengas una red debajo como las de los trapecistas del circo. Hay que vivir fuera para poder seguir creciendo. Hacer la fotosíntesis lejos de casa para descubrir que el sol no brilla igual en todas partes y que existen más que los cuatro muros imaginarios que nos otorga el pasaporte. Es necesario tener esa experiencia, echar de menos los orígenes, incluso si sólo sirve para darle más valor a tu retorno. No te lo van a decir en ningún sitio, pero tienes que irte, como le vino a decir Alfredo a Totó en Cinema Paradiso

Algunos días, cuando la segunda enmienda se me hace bola y me entran ganas de seguir de vuelta el rastro de miguitas de pan, pienso en aquel tipo fumón y regordete que decidió estudiar Derecho. Que tenía un plan muy claro de futuro. Que quería ser abogado y llevar corbatas y pedir venias con la toga puesta. Es entonces cuando doy gracias a la vida por haberme demostrado que a veces hay que saltar al vacío sin cuerda que te asegure la caída. Eso, y que como le decía Irving Feffer a Sandy Lyle en Y entonces llegó ella, las mejores cosas llegan justo cuando menos te lo esperas.


28 jul 2022

Crecer con Calamaro.

El primer vinilo que me regaló mi padre fue un single de Los Manolos que contenía el “Amigos para siempre”. Cansado de que le diera la paliza con la canción, un día se fue a Madrid y volvió con él a casa. Creo que fue entonces cuando aprendí lo que era un tocadiscos y descubrí que si ponías el extremo de aquel brazo metálico sobre el surco, aquello reproducía lo que fuese que hubiera en el disco. Recuerdo años más tarde, en la calle Barquillo, con mi abuelo, comprar una aguja de repuesto para el equipo de música de la casa de la playa; el mismo donde escuchábamos aquel LP de Rosario cuando el día entregaba las armas, ya disuelto el salitre. 

Crecí oyendo a Calamaro, que entonces tocaba en Los Rodríguez, probablemente la banda que más veces he escuchado en mi vida. Mi primer CD, que todavía guardo como uno de los más preciados tesoros de mi infancia, es el Sin documentos. Aún me sé las letras de todas las canciones y lo continúo escuchando a menudo, viajando en el tiempo a una época en la que las desilusiones duraban lo que aquella canción, “7 segundos”. Fue en algún cumpleaños que no recuerdo ya, que mi madre me dejó bajo la almohada una copia del Para no olvidar, su álbum de despedida. Con el tiempo, metido en la guantera del Mégane, la portada acabó amarilleando y los discos de dentro se rayaron. Un poco como la vida, que un día puso el ventilador frente a las manecillas del reloj y acabó alterando el paso del tiempo. 

Han pasado los años y de aquel Andrés que cantaba “Mi rock perdido” —que siempre será mi canción preferida— no sé si queda algo. Veo a través de Twitter que aquel rockero rebelde que llenaba Las Ventas con la montera a cuestas, ahora se acoda entre sus gradas mientras defiende Madrid como el último bastión de la cultura y el jolgorio. Y en el fondo no puedo dejar de esbozar una sonrisa cuando le leo hacerle ojitos a la ciudad de mi vida y le veo desde lejos subirse a un escenario y seguir siendo él, con el capote haciendo medias verónicas mientras el público le jalea a ritmo de olés. Honestidad brutal no sólo fue el nombre de un disco, sino que fue un apellido pagano, un remiendo apócrifo al nombre del artista. Es lo que es: brutalmente honesto. 

Me queda una espinita clavada de aquellos veranos que contaba al principio. Un 10 de agosto de hace sabe Dios cuánto, mientras estábamos en la playa, Los Rodríguez tocaron en concierto en San Lorenzo de El Escorial. Y me lo perdí, claro. Hace unos años fui a comprar entradas para verlo en La Riviera una noche de mayo que coincidía con la final de la Champions y no tuve el valor de ponerme a mí mismo en el brete de elegir qué hacer si el Madrid llegaba a la final. El Madrid llegó —y todos sabemos lo que pasa cuando llega— y Andrés cantó. Este verano, que está de gira y de dulce, que estrena trajes en Marbella y cambia casi cada día el repertorio, yo no estoy en España. Parece que estamos condenados a evitarnos.

A ver si uno de estos años, por fin, a mí me da por volver y a él le sigue dando por cantar. Que como dice el bolero, no quisiera yo morirme, Andrés, sin… verte en directo.


20 jul 2022

Flirteos de los de antes.

Será que ya no salgo como antes. O que el mundo ha cambiado mucho y yo me he despertado del letargo a mitad de la partida. El caso es que ya no se liga como antaño. No yo, ojo, que nunca me he comido ni media. Pero es que ahora todo funciona a base de catálogo y de ego, de deslizamientos con el pulgar y matches. Cada vez quedan menos flechazos en barras de bar, menos números de teléfono que pedir y surgen más cuentas de Instagram que dar. Es difícil conectar de un modo profundo con nadie ahora que todo son prisas y superficialidad. Y no sé muy bien de quién es la culpa, la verdad. Pero tengo claro que el tránsito que va del amor al sexo suele ser más corto que la travesía que va de la cama al mantel. 

Hace poco, saliendo del gimnasio, vi a una pareja jugando al billar. Él, por detrás de su cintura, le abrazaba sosteniendo el taco mientras ella se hacía la tonta, como si no supiera que la bola ocho es siempre la última en entrar a la tronera. El caso es que yo, que en esto del amor soy un escéptico —excepto los sábados de copas a partir de las doce de la noche—, por un momento vislumbré una luz. Tuve esperanza. Pensé que, entre tanto Tinder y tanta foto poniendo morritos sin camiseta, quizás no estaba todo perdido y aquel pájaro sabía aletear a la antigua usanza. Me hizo tanta gracia la escena que cuando pasé a su lado no pude evitar esgrimir una sonrisa de complicidad. Como si hubiera sido yo el que abrazaba a la tía buena de turno y no aquel cachas apolíneo. 

Hay gente que tiene una facilidad inusitada para la atracción. Yo, tímido y rarito por naturaleza —¿quién coño escribe un blog en época de podcasts?— no he ligado en mi vida. Jamás he sabido ser el tipo que se acerca a la guapa en el bar y le hace reír atolondrada hasta que le apunta el número en la mano. Siempre he querido ser un poco como Will Hunting la noche que conoce a Skylar en aquel bar de Cambridge y se la levanta a un coletas de Harvard, sólo que sin discutir con nadie. Empero, al contrario que él, que acababa con la chica, yo con los años he aceptado, no sin cierta resignación, que la barra no es mi arena. Eso sí, y lo confieso aquí, he fantaseado muchas veces con que sea ella quien se acerque y muy disimuladamente, después de media noche cruzando miradas entre tragos, me deje entre los dedos una servilleta con su número. Por si al día siguiente me da por llamar.


14 jul 2022

Como las urracas.

De un tiempo a esta parte es más fácil ver a alguien en porretas que saber exactamente lo que pasa por su mente. El pudor se ha reenfocado hacia algo más psicológico y mucho menos carnal y ello, como es lógico, ha degenerado en una suerte de dilema existencial para los seres complejos. Donde antes hubo pensamientos, ahora sólo queda piel, lo que tal vez haya desembocado en una ausencia de profundidad—sea esto entendido, no desde el pedestal que otorga la pretendida intelectualidad del ignorante, sino desde la grieta de la alcantarilla a donde se asoma el payaso que observa. Como si la observación le diera a uno acceso prioritario al púlpito de la inteligencia. 

Si, como decía el Principito, lo esencial es invisible a los ojos, es evidente que cada día estamos más deslumbrados por lo fulgurante de lo fútil. Un poco como las urracas, que se sienten profundamente atraídas por las cosas relucientes, no necesariamente valiosas. Para estas aves, vale lo mismo un lingote de oro que una moneda de céntimo recién acuñada en la Real Fábrica de Moneda y Timbre. Les da igual el valor, pues lo que de verdad les llama la atención es el brillo. Son como aquellos quinquis de los ochenta que te sacaban una navaja para quitarte una alhaja bañada en golfi de la abuela, pero con alas. No tienen criterio porque no lo necesitan y porque nadie se lo exige. Al fin y al cabo no son más que pájaros impresionables y un tanto folklóricos.

Como sociedad que se supone que avanza, hay una metáfora interesante en esta extraña propensión hacia aquello que reluce, extrapolable sin duda a los tiempos que corren. Ahora lo importante es brillar, con independencia de que uno lo haga como ese valioso lingote o como la insignificante moneda. Lo que verdaderamente es relevante es atraer atención, sin reparar en la pureza del brillo, ni en el medio para conseguirlo. Así, llama la atención que en esta época en la que constantemente surgen de la nada nuevos becerros de oro, no seamos capaces de distinguir, a simple vista, la falta de quilates de algunos de estos tótems. Y lo que es peor, la ausencia de criterio de algunos que se creen cisnes pero en realidad son urracas.


3 jul 2022

La mirada de Ringo.

Me he pasado media vida enfadado con John Lennon. Como si él tuviera la culpa de que Chapman lo acribillara a balazos a las puertas del Dakota. Años pensando que si no hubiera sido asesinado, a lo mejor habría habido otro álbum de los Beatles. Quizás un reencuentro y una gira. Quién sabe. Tal vez sus últimas palabras a McCartney, “Think of me every now and then, old friend”, no habrían sido las últimas, habrían resonado lo suficiente y se habrían reconciliado. Es posible que una vez hechas las paces consiguieran reunir a George y a Ringo y hubieran vuelto a sonar los acordes de "Love Me Do" en los bajos de The Cavern. O tal vez no. 

Hace algunos días comencé a ver Get Back, el documental con el que Peter Jackson ha sacado a la luz sus últimos días como banda. Lo estoy viendo despacio, saboreándolo como pequeñas pildoritas y tratando de añadirle segundos al reloj porque no quiero que acabe; mientras lo veo hay una parte de mí que cree que el grupo sigue vivo. En el vídeo —al menos hasta ahora— se ve a unos genios haciendo música casi sin querer, creando algunas de las canciones más icónicas de la Historia de la música como si aquello fuese lo más común del mundo. Cierto es que no se puede esperar otra cosa de un tipo como McCartney, que soñó con la melodía de "Yesterday" y se pasó semanas tocándosela a George R. R. Martin, a Lennon y compañía antes de adjudicarse su autoría, porque pensaba que la había oído en algún sitio. Pero no.

Hay algo en la mirada de Ringo. Conforme transcurren los minutos, permanece siempre como un personaje silencioso. Alguien que observa, tal vez con una cierta nostalgia futura, los últimos días de aquel grupo de amigos tocando juntos. Una melancolía que vocalizó en el 95, cuando reunidos él, George y Paul, les dijo: “I like hanging out with you guys”. Sus ojos, pegados a un interminable bigote, hablan casi tanto como lo hacen los demás con las palabras. Su manera de mirar transmite un sentimiento que, visto desde ahora, casi sesenta años después, no puede ser otra cosa más que el presagio del final. Mientras que el resto vocaliza lo que quiere, de un modo más o menos explícito, la voz de Ringo sólo se hace patente en momentos muy concretos donde hace constar su aquiescencia con lo que allí sucede. Aquellos ojos expresan una resignación propia de aquel que ya ha interiorizado y asumido la derrota.

A finales de mayo, después de media vida esperando, por fin pude ver a Paul McCartney en directo. Lo hice siendo consciente de que estaba viviendo un momento histórico, que para mí es una forma de disfrutar el doble de las cosas. Y sospecho que durante gran parte del concierto, a sabiendas de que aquello tenía que acabar, compartí esa mirada con Ringo.  


24 jun 2022

Cines que cerraron.

Antes de que existieran los sillones reclinables y se sirvieran cenas pantagruélicas con platos dignos de garitos con estrella Michelín, el cine fue otra cosa. Las salas eran sitios normales, con butacas más o menos agradables —a menudo sin entrada numerada— donde podías sentarte a ver una película. Sin más. Si tenías suerte y vivías en algún sitio grande, te llegaban los últimos estrenos nada más salir. Sin embargo, si tu casa estaba en un pueblo pequeño —como lo era el mío—, muchas veces te tocaba esperar a que la distribuidora pasease la copia por todas las demás salas de la cadena. Así, era rara la ocasión en que las cintas novedosas no llegaban con algunas semanas de retraso al malogrado Variedades, que es como se llamaba el teatro donde oteé mis primeros títulos de crédito, y que acabó por echar el telón. Vivíamos, cinematográficamente hablando, en lo que Walter Benjamin llamó el tiempo mesiánico, un período donde el futuro nunca acababa de llegar.

A finales de los 90 internet era poco más que una idea. Una cosa que se conectaba a través de un aparato que sonaba y que se interrumpía cada vez que alguien llamaba por teléfono. Por ello, para ver qué películas ponían sólo había tres opciones: o pasar por delante del cine y ver la cartelera, o llamar por teléfono y escuchar el contestador automático que te decía las sesiones, o comprar el periódico del día y mirar qué era lo que había y donde. Con suerte, alguno de los cines de alrededor de San Lorenzo estrenaba la última película de Spielberg y allí que íbamos, con bastante adelanto, para ponernos en la cola con la esperanza de que no se agotaran las entradas antes de tiempo y las que quedasen no estuvieran en las primeras filas. Cuántas veces me habré quedado con cara de bobo al llegar a la ventanilla de la taquilla porque no quedaban sitios para la sesión de las seis y he tenido que ir a la de las ocho.

El día que estrenaron Casper en España (7 de julio de 1995) se cumplieron siete años del nacimiento del primer hijo de mis padres. Lo recuerdo porque estábamos de vacaciones en la playa y porque aquel año fui por primera vez a un cine de verano. Tardé días en verla, eso sí. Primero, porque tardó semanas en llegar. Y segundo, porque la condición fundamental para ir a una sesión de noche era que tenía que echarme la siesta para no quedarme dormido; algo a lo que nunca fui aficionado. De aquella experiencia recuerdo varias cosas: que se proyectaba en una pared blanca, que el sonido reverberaba en los muros de las casas adyacentes, y que las sillas de plástico blanco descansaban sobre la grava que revestía el suelo de aquel solar vacío en mitad de Torrevieja.

Pasaron los veranos y el ladrillazo acabó por enterrar aquel lugar. El romanticismo de aquel cine al aire libre donde la gente todavía fumaba, comía bocadillos y quién sabe qué más, dio paso a un edificio de viviendas. Aquella ciudad sin ley donde todo estaba permitido —más aún en vacaciones— dejó de albergar una pared donde cada noche se proyectaban sueños. Con su cierre no sólo cayó uno de los recuerdos más vivos de mi infancia, sino que comenzó el declive de un concepto que formaba parte de mi primitiva idea de la civilización. Todavía algunas veces, las muy pocas en que paso por allí, me preguntó si de cuando en cuando Casper no se presentará a dar la bienvenida a los nuevos inquilinos del cuarto.  


19 jun 2022

La importancia del mentor.

Una de las primeras palabras raras que aprendí al comenzar a dedicarme a esto de la literatura fue la de bildungsroman. Salió en una clase donde estudiábamos narrativas sobre la Guerra Civil española, a colación de alguna novela que estábamos leyendo o alguna película que formaba parte del programa. La recuerdo bien porque por fue uno de esos momentos en los que uno tiene la sensación de, por fin, estar aprendiendo algo nuevo. Más tarde descubrí que aquello era un género en sí, lo que en español llamamos la novela de crecimiento, y me di cuenta no sólo de que lo conocía sino que, sin saberlo, yo era aficionado al mismo. 

La premisa del bildungsroman es sencilla: se trata de una narración donde el personaje principal, habitualmente un adolescente, lucha por prosperar en la vida. Muestra las dificultades a las que se enfrenta en su deseo por llegar a la madurez y, por norma general, ve cómo la vida va poco a poco frustrando sus intenciones. Le pasa al Lazarillo de Tormes, al Werther de Goethe, al Holden Caulfield de Salinger, o al Hans Castorp de Mann. Todos luchan por llegar a un lugar que en realidad no existe para ellos, mientras el lector mantiene la esperanza de que el destino les haga un guiño. 

Entre las diferentes características del género, la que más me ha interesado siempre es la existencia del mentor y su importancia en la vida del personaje. Por barrer para casa, en el caso del Lazarillo, no tiene sólo uno, sino que pasa por varios que se afanan en enseñarle algo sobre existir, más allá de descubrirle las virtudes del hambre. Esta figura, a menudo común en todo este tipo de obras, destaca a veces como una voz de la conciencia sobre la que resuenan los pensamientos del protagonista. Como un manual de instrucciones para el fracaso, la mayor parte de las veces. 

Personajes literarios aparte, creo que es importante, especialmente a ciertas edades, contar con un mentor que te guíe en tus desventuras juveniles. Estos días, mientras leía a gente comentar sobre los exámenes de la antigua Selectividad, recordaba aquella etapa de mi vida en la que tuve que elegir lo que se supone que haría el resto de mi vida. Yo no lo sabía, pero incluso entonces ya había ciertas señales de que acabaría dedicándome a la literatura. 

Echando la vista atrás, me habría gustado tener un mentor. Alguien que se sentase conmigo y me explicase lo que implicaba tomar una decisión como estudiar Derecho en ese momento. Incluso después de acabar la carrera, estudiar un máster y encontrar un trabajo en un despacho grande, que es lo que siempre quise, me habría gustado tener una persona que me guiara, que me dijera cuáles eran a largo plazo las potenciales consecuencias de mi elección al dejarlo todo. Que me hiciera ver el envés de mi elección y me permitiera al menos otear las dos primeras etapas de la ruta a la que me enfrentaba si seleccionaba ese camino. 

Y sobre todo, algo que me hubiese encantado escuchar, es lo difícil que resulta regresar después de irte. 

13 jun 2022

Retornar a divergir.

Antes de que todo el monte dejase de ser orégano y las autoridades decretasen la pandemia de la hiperpolitización de la vida, uno podía admirar a la gente por su trabajo. A quien le gustaban las canciones de alguien, simplemente lo escuchaba, sin pararse a preguntar si cojeaba de este o de aquel otro pie, y sin cuestionar el valor artístico de la obra en función de la ideología de su creador. El mundo entonces era un sitio normal donde las personas todavía se reunían en torno a sus afinidades y las ideas de cada cual eran exactamente eso: las ideas de cada cual. Con el tiempo la cosa cambió y comenzamos a creer que con admirar la obra no era suficiente, sino que había que profesar también asombro por la persona. Y fue ahí cuando la admiración por el trabajo comenzó a desvanecerse y la visceralidad lo infectó todo. Cómo vamos a leer, a escuchar, o a observar lo que hace tal o cual si se encuentra en las Antípodas de nuestras creencias. 

Una de las primeras cosas que comprendí al llegar a Twitter, es que, o aprendía a diferenciar entre el artista y la obra, o muy probablemente acabaría quedándome yo sólo frente a mi espejo. La cercanía propiciada por las redes sociales es, en muchos casos, una ventana abierta para desenmascarar a quien se esconde detrás de ese libro o canción que te ensimisma. Ello conlleva descubrir que, en algunos casos, lo que hay tras la cortina es un abismo en el que no existe coincidencia alguna. Y no pasa nada. Se puede admirar el trabajo de alguien y ello no implica por decreto congeniar con esa persona a ningún otro nivel. A veces tengo la sospecha de que si los clásicos literarios han sobrevivido hasta nuestros días, es en parte porque no tuvieron Twitter. De haberlo tenido, hoy probablemente no leeríamos ni a la mitad.  

Existe una expectativa, muy comúnmente aceptada, de que la gente a la que admiras tiene que caerte bien. Y no siempre es así. Además, algo que parece inundar los tiempos que corren es, a menudo, la exigencia de una ejemplaridad con la que ni nosotros mismos cumplimos. Los escritores, los cineastas, los cantantes, son personas. Y las personas tenemos ideas y creencias más o menos claras, más o menos acertadas. También cometemos errores. Y no pasa nada por cometerlos. Ni pasa nada porque tengamos una opinión divergente en este u otro tema. Hace falta un poco menos de crispación y un poco más de manga ancha a la hora de entender a los demás. Y es necesario dejar de mirarlo todo a través del catalejo de lo ideológico. Si te gusta como canta alguien, escúchalo sin importar en lo que crea. Si te produce placer leer a una cierta autora o ver las series de un determinado creador, hazlo, con independencia de a quién vote.  

Es urgente recuperar la capacidad de divergir entre iguales. Aunque sólo sea en pro de la belleza.

10 jun 2022

Vuelta a la elipsis.

Una cosa que siempre he apreciado en la literatura del XIX es el gusto por la elipsis. El contar algo sin contarlo, vamos. Relatar un hecho sin más ayuda que la imaginación del lector y que aun así la escena tenga perfecto sentido. Pasa mucho en la novela realista, donde jamás se habla explícitamente del sexo, por ejemplo, pero se sabe siempre que ocurre. Los eufemismos para referirse a ello van desde una puerta que se cierra en Gloria de Galdós, hasta una tormenta que se desata en La regenta de Clarín, pasando, entre otros muchos, por un extemporáneo “vístete y vete”, en La prostituta de López Bago. Todas ellas, situaciones que implican un evento que el narrador, que por defecto todo lo sabe, rehúsa a compartir con su audiencia. No es que las cosas no sucedan, sino que como lectores debemos hacer un ejercicio activo por procesar aquello que leemos para poder comprender el alcance real de la escena. 

El gusto por la omisión, sin embargo, es algo que se ha ido poco a poco perdiendo, no sólo en la literatura —cada vez más explícita para poder llegar a un público más amplio— sino en general en la vida. Hemos atracado el barco en un puerto a cuya entrada se puede leer “Cuanto más, mejor”, pasando así, en algo más de un siglo, del Renacimiento al Rococó en cuanto a niveles de exposición pública. Donde antes no había detalles, ahora parece haber demasiados. No es que se haya abierto la puerta y podamos observar lo que sucede dentro de la sala, sino que hay un constante bombardeo por mostrarnos con todo lujo de detalles lo que pasa. La gente, en su ánimo de sobreexponerse mediáticamente, compite entre sí para ser la más observada. 

En esta época de influencers, instagramers y nuevos becerros de oro, echo en falta que alguien se pare y decida no mostrarlo absolutamente todo. Un retroceso hacia el pasado donde el ego no fagocite cualquier identidad y donde la intimidad tenga un precio bastante más elevado que aquel que le otorgamos hoy en día. No hablo de un regreso al puritanismo que omite todos los detalles, pero sí quizás una reflexión sobre lo que mostramos. Un segundo previo al “Enviar” donde pensemos si realmente al mundo le interesa ver lo que estás desayunando esta mañana. Que por otro lado, en la mayor parte de los casos, no es tan diferente de lo que desayunamos todos. 


4 jun 2022

La feria del libro.

Todos los años, allá por finales de mayo, escogíamos una mañana de finde o una tarde entre semana y nos bajábamos al Retiro. El plan era sencillo: caminar entre casetas y escoger algunos libros, unos cuantos de ellos firmados, para llevarnos de vuelta a casa. A veces, si había suerte, coincidíamos con algunos autores que me sonaban de algo y charlaba con ellos un momento, lo justo para que me estamparan una dedicatoria en la primera página. Así, entre otros, conocí brevemente a Luis Alberto de Cuenca, o a Lorena Berdún, con cuya voz me dormí muchas noches durante los primeros años de mi adolescencia. Fue allí, comprando un ejemplar de Manu, que Ale le preguntó a Jabois cómo se pronunciaba su apellido. Y fue allí también donde descubrí quién era un tipo llamado Salman Rushdie y lo que era una fatwa. Cosas ambas que no me han servido de mucho.

A mí me gustaba ir a la Feria del libro antes incluso de aprender a leer. Allá por el noventa y tantos recuerdo una mañana de sábado en que mi padre me compró la colección entera de Pepa y Misi, unos cuentos muy cortos, con expresiones ínfimas, con los que comencé a unir sílabas. Fue ese, y no otro, supongo, el momento en el que sin saberlo me empecé a aficionar a esto de pasar páginas. Bien pensado, muy probablemente sean esos cuadernitos el origen de todo lo que pasaría después. Siendo causalista, no sería desatinado decir que estoy escribiendo esto porque a mi padre un día se le ocurrió comprarme aquellas historias cortas y simplonas.

Estas semanas, mientras observo en Twitter desde la lejanía cómo la gente va y viene de la feria, con sus libros firmados y sus ilusiones de ver de cerca a sus escritores favoritos, me acuerdo de todas aquellas visitas mano a mano con mi padre. En los últimos ocho años, desde que emprendí la huida, pocas han sido las ocasiones en que he podido pasear por el Retiro entre casetas. Este año, por ejemplo, me habría encantado poder saludar a Garci y que me firmase sus Telegramas cinéfilos. Pero no va a poder ser porque, a pesar del nombre de esta columna —casi semanal—,escribir se ha convertido en algo perentorio este verano. 

No sé lo que me deparará el futuro, ni dónde acabaré después de este año. Pero sea donde sea, me encantaría volver pronto a la feria. Y ojalá que lo haga a firmar. 

23 may 2022

Sobre Mbappé y sobre el amor.

Algo que a menudo se ignora del amor es que se rompe. Que un día, de repente, las mariposas dejan de aletear en el estómago y se acabó. Miras una foto del pasado y descubres que no queda ni rastro de todo aquello que un día te atrapó. Comienza entonces una travesía que parte del escepticismo para llegar de nuevo a esa esquinita del tablero que dice cárcel, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar las veinte mil pesetas. Le pasó a Bustamante cuando le dejó Paula Echevarría y nos está pasando a nosotros ahora que Mbappé ha decidido no romper con su ex después de meses dándonos las buenas noches a hurtadillas. Las peores relaciones, en el fondo, son aquellas que jamás terminan de suceder. 

Algo que hemos aprendido estos días es que Kylian tiene alma de folklórica. Y a mí eso me gusta. Se siente el centro de atención y lo disfruta, al igual que lo hacía Lola Flores. En este caso, sin embargo, en lugar de aquella pesetita, le ha caído del cielo un contratazo con más millones de euros que estrellas hay en el cielo. Juega bien sus cartas y jamás se cierra una puerta. Utiliza la callada por respuesta, que es la mejor forma de otorgar y dejarlo todo a la imaginación sin decir nada. Un poco como cuando estás en conversaciones prenoviales y ella te sonríe, como dándote a entender que si tienes suerte y se alinean los planetas, igual te toca algo. Pero no. A una flamenca no hay que creerla nunca. Y menos cuando te mira a los ojos y te dice que te quiere.

A mí en la vida se me ha acabado el amor unas cuantas veces. He dejado y me han dejado, y he seguido. Pero nunca se me había acabado el amor sin llegar si quiera a consumarlo. Me dolió que Cristiano encontrase a otra, pero lo entendí. No hay nada más monótono que acostumbrarse a ganar. Me ha dolido aún más que Mbappé no haya llegado a escogernos para ponerle los cuernos a su patria. Pero no le culpo porque en el fondo le entiendo. En esto del querer no hay nada escrito, excepto por aquel librito de Beigbeder que decía que El amor dura tres años, justo el tiempo que le hace falta a Kylian para darse cuenta de que, como decía Raphael, “como yo te amo, nadie te amará”. 

Y quién sabe, tal vez algún día volvamos a encontrarnos por la calle, salte la chispa y estalle el amor. Que por cierto, se encuentra justo a medio milímetro del odio. 


15 may 2022

Lo inmutable.

Algo que me llama mucho la atención siempre que regreso a casa es que lo esencial siempre permanece. Cambian los dueños de los bares, pero no los parroquianos, que en tres días reconquistan aquella barra que un día les fue propia. Se invierten los sentidos de circulación de las calles, a pesar de que la gente las sigue transitando como antaño, con sus bolsas de la compra y sus pesares cargados a la espalda. Con sus benditas cuestas imposibles. Algunos edificios caen mientras otros, más nuevos, decoran horizontes y engalanan el distrito sin fecha de consumo preferente. Pasan los años y se vota en elecciones. Y a veces se marchan los alcaldes, empero la ciudad sigue latiendo. Un tanto a la inversa de lo que decía Julio Iglesias. 

El que sale siempre es uno, y a menudo, el que regresa suele ser otro. La experiencia, el viaje, te distorsionan la mirada. Te retuercen la perspectiva sin piedad para que al llegar no reconozcas aquello que un día te fue propio. Le pasaba a Camba, aquella rana viajera a la que al volver a España todo le resultaba extraño. Y me pasa a mí cada vez que pongo un pie a este lado del Atlántico, que veo cómo los años van mudando el panorama lo justo como para que me dé cuenta de que, aunque cambie de manos el país, en el fondo seguimos siendo lo mismo. 

Una cosa que no cambia, por suerte, es la gente que te espera. La que sabe que regresas y hace planes para verte tan pronto saben las fechas de tu estancia. Amigos de toda la vida que siempre se alegran de verte y por los que no pasa el tiempo, por mucho que los años continúen desafiando al segundero. Algunos, ya casados, han dado a luz a una nueva generación que ya se une fugazmente a nuestros planes. Otros, a medio camino entre la nada y el futuro, observamos con ojos de ternura cómo se sientan al otro lado de la mesa. Y mientras ellos se entretienen con el pan y nosotros con verlos a ellos, deseamos muy fuerte poder volver un día a este lado —quién sabe si para siempre— para verlos crecer. 


8 may 2022

Vivir y recordar.

Una cosa que a menudo me chirría es esta obsesión reciente por inmortalizar el momento. El estar más pendiente de grabarlo que de vivirlo y acabar renunciando al directo para poder almacenar el diferido por una eternidad perecedera, como si hubiera algo de mágico en revivir algo que está pensado para ser consumido en el acto. Creo que fue Jabois quien contaba cómo un amigo suyo, en una reunión de colegas, había abogado por no hacer fotografías precisamente para que cada uno pudiera recordar ese momento a su manera. Y tenía razón. Por muy evocadora que sea una foto, su recuerdo jamás podrá sustituir al sentimiento que reinaba cuando aquella se tomó. No hay stories de Instagram que capture la verdadera esencia de un reencuentro con amigos. 

Con el amor pasa un poco igual. Hay gente que vive tan ofuscada con compartir su vida que al final se acaba olvidando de vivirla. Personas obsesionadas con decirle al mundo que están enamoradas, como si aquello fuese un requisito sine qua non, una condición constitutiva sin la cual en realidad no existe relación. Son, eso sí, los mismos que se abalanzan prestos a borrar cualquier recuerdo de un pasado en apariencia inexistente cuando aquello se acaba, confirmándole al mundo que donde hubo digo ya no hay Diego, como si sus cuentas fuesen el ¡HOLA! y sus vidas el embarazo de Chabeli. 

Algo que además se olvida con frecuencia es que, además, no todo es digno de ser inmortalizado o compartido. No todos los instantes que se graban con el móvil merecen tener un hueco en el rincón reservado a la posteridad. Y no todas las cosas que se comparten en redes sociales son siempre meritorias de difusión. Tal vez estaría bien que el teléfono preguntara, antes de grabar algo, si esa foto es digna de gastar una bala en un carrete y si realmente ese momento merece besar en los labios al futuro. Que nos recordase que lo que se ve en pantalla, aunque sea un vídeo que grabamos en directo, no es la vida real.

Es fácil: o vivir y recordar, o recordar sin vivir. Tú eliges. 


1 may 2022

El último bofetón de la Rosita.

Algunas décadas después de que la doña Rosita de Lorca se quedara soltera y la doña Rosa de Cela repitiera con fruición en su café que nos había merengao, nació mi madre, que también era Rosa y además María. Fue la tercera de siete y lo sigue siendo, porque en mi familia otra cosa no, pero tendemos a la longevidad, como si vivir muchos años fuese una aspiración vital y no tanto una cuita del destino. Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir siempre a él— y mi abuela —que con ochenta y muchos aún no sabe lo que es el descanso— tenían un horno del que, a excepción de mi tío Paquito, sólo salían niñas, así que mi madre creció en un gineceo. 

Enrique San Francisco —que en paz descanse, como diría mi abuelo— tenía un monólogo en el que hablaba de las madres y decía que son el mejor invento del mundo. Mencionaba algunos principios básicos que tenían aprendidos de serie: el no arrastrar los pies, el mantener la habitación recogida, y el taparse la boca para no coger frío. Yo diría que las grandes batallas de la mía siempre han sido la del cuarto y el que no nos ahogáramos masticando algo. Esas, y aguantarnos a mi hermano y a mí cuando llegamos a casa en estado catatónico, que alguna vez ha pasado. 

Fue un mes de julio de hace muchísimos años. Como cada verano, nos íbamos a Torrevieja y había que salir pronto para evitar la dichosa caravana. Recuerdo que salí de casa con una botella de whisky y me prometí a mí mismo retirarme en hora, sin caer en la cuenta de que tan temprano son las dos de la mañana como lo son las siete. Vuelvo pronto, dije. No me llevo coche, recalqué. Acuérdate que a las seis y media salimos para la playa, me respondieron. Sí, sí, no os preocupéis que en un rato estoy aquí, concluí ingenuamente. 

Debían ser las cuatro y media de la mañana cuando me llamó por primera vez. ¿Se puede saber dónde coño estás? Que nos tenemos que ir y todavía llegas tarde. Algo así creo recordar que oí entre la música de la discoteca y el ruido de la gente. Aquel fue el primero de los tres avisos antes del descabello. A las cinco y pico me llamó otra vez. Y a las seis y algo me volvió a vibrar el bolsillo, pero ya no tuve valor a descolgarlo porque sabía que al otro lado se escondía el basilisco y era capaz de arrancarme la oreja de forma telemática. Estoy en un lío, pensé. Y aquel pensamiento fue la primera muestra de raciocinio de la noche.

Supe que la cosa no iba a acabar bien cuando, al subir el último escalón que separaba el interior de aquel antro de la calle, vi que era de día. No un día pálido ni timorato, no. De día, día. Con su sol en lo alto y su alegría veraniega. Con gente ya por la calle acercándose a las tahonas. Me subí en el coche de Pedro, que había aparecido por allí en algún momento de la noche, y doña Rosa la casada —con mi padre, concretamente— me llamó de nuevo para darme cuatro gritos y transferirme algún mensaje que no alcanzo a recordar de forma exacta, pero cuyo contenido venía a implicar que era un borracho y un descerebrado. Debían ser las siete de la mañana, o sea, una media hora más tarde de la hora inicial de salida.

Al llegar a mi casa entré por el garaje, y fue allí, en el tramo de escaleras, que me crucé con mi padre, quien con un gesto de asombro me miró y me dijo: “Ya te vale”. Avancé sigiloso hasta la cocina, donde me esperaba mi madre un poquito contrariada. Buenos días, le dije con una sonrisa, a lo que me respondió, sin mediar palabra alguna, con un bofetón que me puso a bailar. Tras ello, y en un ataque de dignidad, me subí a mi cuarto y me tumbé en la cama a dormir hasta que Pablo, que entonces no entendía nada, vino a despertarme para meterme en el coche. Pero eso es otra historia que contaré otro día.

Ella, que tiene mala memoria cuando quiere, se suele hacer la loca cuando hablamos de aquella mañana y omite interesadamente aquel bofetón, que por cierto fue el último. Y no porque no le haya dado motivos desde entonces.