El mayor acierto de la casualidad
es precisamente ese carácter inocente que se le atribuye, esa aura desdeñosa que
hace parecer que las cosas suceden fruto del azar; como si no hubiera un
algoritmo esperando a la vuelta de la esquina que hace girar las agujas del
reloj de los acontecimientos, como si no estuviese preestablecido que lo que
tiene que suceder acaba sucediendo. En otras palabras, que si el éxito del
diablo fue convencer a todos de que no existía, el de la casualidad ha sido
justo lo contrario: hacer pensar a la humanidad que existe. Sólo así se explica
que, de cuando en cuando, y a causa de ese impostado azar, la vida te lance una
flecha recordándote de dónde vienes en el momento exacto en que estás empezando
a dar pasos hacia el sitio donde vas.
Que 5 años después y sin venir a
cuento alguno, te haga tropezar con una carpeta llena de jurisprudencia con un
único y claro precedente: todo aquello que de ahora en adelante ya nunca serás.
Y que lo haga, además, con tanto disimulo que acabe pareciendo un accidente.