24 jun 2022

Cines que cerraron.

Antes de que existieran los sillones reclinables y se sirvieran cenas pantagruélicas con platos dignos de garitos con estrella Michelín, el cine fue otra cosa. Las salas eran sitios normales, con butacas más o menos agradables —a menudo sin entrada numerada— donde podías sentarte a ver una película. Sin más. Si tenías suerte y vivías en algún sitio grande, te llegaban los últimos estrenos nada más salir. Sin embargo, si tu casa estaba en un pueblo pequeño —como lo era el mío—, muchas veces te tocaba esperar a que la distribuidora pasease la copia por todas las demás salas de la cadena. Así, era rara la ocasión en que las cintas novedosas no llegaban con algunas semanas de retraso al malogrado Variedades, que es como se llamaba el teatro donde oteé mis primeros títulos de crédito, y que acabó por echar el telón. Vivíamos, cinematográficamente hablando, en lo que Walter Benjamin llamó el tiempo mesiánico, un período donde el futuro nunca acababa de llegar.

A finales de los 90 internet era poco más que una idea. Una cosa que se conectaba a través de un aparato que sonaba y que se interrumpía cada vez que alguien llamaba por teléfono. Por ello, para ver qué películas ponían sólo había tres opciones: o pasar por delante del cine y ver la cartelera, o llamar por teléfono y escuchar el contestador automático que te decía las sesiones, o comprar el periódico del día y mirar qué era lo que había y donde. Con suerte, alguno de los cines de alrededor de San Lorenzo estrenaba la última película de Spielberg y allí que íbamos, con bastante adelanto, para ponernos en la cola con la esperanza de que no se agotaran las entradas antes de tiempo y las que quedasen no estuvieran en las primeras filas. Cuántas veces me habré quedado con cara de bobo al llegar a la ventanilla de la taquilla porque no quedaban sitios para la sesión de las seis y he tenido que ir a la de las ocho.

El día que estrenaron Casper en España (7 de julio de 1995) se cumplieron siete años del nacimiento del primer hijo de mis padres. Lo recuerdo porque estábamos de vacaciones en la playa y porque aquel año fui por primera vez a un cine de verano. Tardé días en verla, eso sí. Primero, porque tardó semanas en llegar. Y segundo, porque la condición fundamental para ir a una sesión de noche era que tenía que echarme la siesta para no quedarme dormido; algo a lo que nunca fui aficionado. De aquella experiencia recuerdo varias cosas: que se proyectaba en una pared blanca, que el sonido reverberaba en los muros de las casas adyacentes, y que las sillas de plástico blanco descansaban sobre la grava que revestía el suelo de aquel solar vacío en mitad de Torrevieja.

Pasaron los veranos y el ladrillazo acabó por enterrar aquel lugar. El romanticismo de aquel cine al aire libre donde la gente todavía fumaba, comía bocadillos y quién sabe qué más, dio paso a un edificio de viviendas. Aquella ciudad sin ley donde todo estaba permitido —más aún en vacaciones— dejó de albergar una pared donde cada noche se proyectaban sueños. Con su cierre no sólo cayó uno de los recuerdos más vivos de mi infancia, sino que comenzó el declive de un concepto que formaba parte de mi primitiva idea de la civilización. Todavía algunas veces, las muy pocas en que paso por allí, me preguntó si de cuando en cuando Casper no se presentará a dar la bienvenida a los nuevos inquilinos del cuarto.  


19 jun 2022

La importancia del mentor.

Una de las primeras palabras raras que aprendí al comenzar a dedicarme a esto de la literatura fue la de bildungsroman. Salió en una clase donde estudiábamos narrativas sobre la Guerra Civil española, a colación de alguna novela que estábamos leyendo o alguna película que formaba parte del programa. La recuerdo bien porque por fue uno de esos momentos en los que uno tiene la sensación de, por fin, estar aprendiendo algo nuevo. Más tarde descubrí que aquello era un género en sí, lo que en español llamamos la novela de crecimiento, y me di cuenta no sólo de que lo conocía sino que, sin saberlo, yo era aficionado al mismo. 

La premisa del bildungsroman es sencilla: se trata de una narración donde el personaje principal, habitualmente un adolescente, lucha por prosperar en la vida. Muestra las dificultades a las que se enfrenta en su deseo por llegar a la madurez y, por norma general, ve cómo la vida va poco a poco frustrando sus intenciones. Le pasa al Lazarillo de Tormes, al Werther de Goethe, al Holden Caulfield de Salinger, o al Hans Castorp de Mann. Todos luchan por llegar a un lugar que en realidad no existe para ellos, mientras el lector mantiene la esperanza de que el destino les haga un guiño. 

Entre las diferentes características del género, la que más me ha interesado siempre es la existencia del mentor y su importancia en la vida del personaje. Por barrer para casa, en el caso del Lazarillo, no tiene sólo uno, sino que pasa por varios que se afanan en enseñarle algo sobre existir, más allá de descubrirle las virtudes del hambre. Esta figura, a menudo común en todo este tipo de obras, destaca a veces como una voz de la conciencia sobre la que resuenan los pensamientos del protagonista. Como un manual de instrucciones para el fracaso, la mayor parte de las veces. 

Personajes literarios aparte, creo que es importante, especialmente a ciertas edades, contar con un mentor que te guíe en tus desventuras juveniles. Estos días, mientras leía a gente comentar sobre los exámenes de la antigua Selectividad, recordaba aquella etapa de mi vida en la que tuve que elegir lo que se supone que haría el resto de mi vida. Yo no lo sabía, pero incluso entonces ya había ciertas señales de que acabaría dedicándome a la literatura. 

Echando la vista atrás, me habría gustado tener un mentor. Alguien que se sentase conmigo y me explicase lo que implicaba tomar una decisión como estudiar Derecho en ese momento. Incluso después de acabar la carrera, estudiar un máster y encontrar un trabajo en un despacho grande, que es lo que siempre quise, me habría gustado tener una persona que me guiara, que me dijera cuáles eran a largo plazo las potenciales consecuencias de mi elección al dejarlo todo. Que me hiciera ver el envés de mi elección y me permitiera al menos otear las dos primeras etapas de la ruta a la que me enfrentaba si seleccionaba ese camino. 

Y sobre todo, algo que me hubiese encantado escuchar, es lo difícil que resulta regresar después de irte. 

13 jun 2022

Retornar a divergir.

Antes de que todo el monte dejase de ser orégano y las autoridades decretasen la pandemia de la hiperpolitización de la vida, uno podía admirar a la gente por su trabajo. A quien le gustaban las canciones de alguien, simplemente lo escuchaba, sin pararse a preguntar si cojeaba de este o de aquel otro pie, y sin cuestionar el valor artístico de la obra en función de la ideología de su creador. El mundo entonces era un sitio normal donde las personas todavía se reunían en torno a sus afinidades y las ideas de cada cual eran exactamente eso: las ideas de cada cual. Con el tiempo la cosa cambió y comenzamos a creer que con admirar la obra no era suficiente, sino que había que profesar también asombro por la persona. Y fue ahí cuando la admiración por el trabajo comenzó a desvanecerse y la visceralidad lo infectó todo. Cómo vamos a leer, a escuchar, o a observar lo que hace tal o cual si se encuentra en las Antípodas de nuestras creencias. 

Una de las primeras cosas que comprendí al llegar a Twitter, es que, o aprendía a diferenciar entre el artista y la obra, o muy probablemente acabaría quedándome yo sólo frente a mi espejo. La cercanía propiciada por las redes sociales es, en muchos casos, una ventana abierta para desenmascarar a quien se esconde detrás de ese libro o canción que te ensimisma. Ello conlleva descubrir que, en algunos casos, lo que hay tras la cortina es un abismo en el que no existe coincidencia alguna. Y no pasa nada. Se puede admirar el trabajo de alguien y ello no implica por decreto congeniar con esa persona a ningún otro nivel. A veces tengo la sospecha de que si los clásicos literarios han sobrevivido hasta nuestros días, es en parte porque no tuvieron Twitter. De haberlo tenido, hoy probablemente no leeríamos ni a la mitad.  

Existe una expectativa, muy comúnmente aceptada, de que la gente a la que admiras tiene que caerte bien. Y no siempre es así. Además, algo que parece inundar los tiempos que corren es, a menudo, la exigencia de una ejemplaridad con la que ni nosotros mismos cumplimos. Los escritores, los cineastas, los cantantes, son personas. Y las personas tenemos ideas y creencias más o menos claras, más o menos acertadas. También cometemos errores. Y no pasa nada por cometerlos. Ni pasa nada porque tengamos una opinión divergente en este u otro tema. Hace falta un poco menos de crispación y un poco más de manga ancha a la hora de entender a los demás. Y es necesario dejar de mirarlo todo a través del catalejo de lo ideológico. Si te gusta como canta alguien, escúchalo sin importar en lo que crea. Si te produce placer leer a una cierta autora o ver las series de un determinado creador, hazlo, con independencia de a quién vote.  

Es urgente recuperar la capacidad de divergir entre iguales. Aunque sólo sea en pro de la belleza.

10 jun 2022

Vuelta a la elipsis.

Una cosa que siempre he apreciado en la literatura del XIX es el gusto por la elipsis. El contar algo sin contarlo, vamos. Relatar un hecho sin más ayuda que la imaginación del lector y que aun así la escena tenga perfecto sentido. Pasa mucho en la novela realista, donde jamás se habla explícitamente del sexo, por ejemplo, pero se sabe siempre que ocurre. Los eufemismos para referirse a ello van desde una puerta que se cierra en Gloria de Galdós, hasta una tormenta que se desata en La regenta de Clarín, pasando, entre otros muchos, por un extemporáneo “vístete y vete”, en La prostituta de López Bago. Todas ellas, situaciones que implican un evento que el narrador, que por defecto todo lo sabe, rehúsa a compartir con su audiencia. No es que las cosas no sucedan, sino que como lectores debemos hacer un ejercicio activo por procesar aquello que leemos para poder comprender el alcance real de la escena. 

El gusto por la omisión, sin embargo, es algo que se ha ido poco a poco perdiendo, no sólo en la literatura —cada vez más explícita para poder llegar a un público más amplio— sino en general en la vida. Hemos atracado el barco en un puerto a cuya entrada se puede leer “Cuanto más, mejor”, pasando así, en algo más de un siglo, del Renacimiento al Rococó en cuanto a niveles de exposición pública. Donde antes no había detalles, ahora parece haber demasiados. No es que se haya abierto la puerta y podamos observar lo que sucede dentro de la sala, sino que hay un constante bombardeo por mostrarnos con todo lujo de detalles lo que pasa. La gente, en su ánimo de sobreexponerse mediáticamente, compite entre sí para ser la más observada. 

En esta época de influencers, instagramers y nuevos becerros de oro, echo en falta que alguien se pare y decida no mostrarlo absolutamente todo. Un retroceso hacia el pasado donde el ego no fagocite cualquier identidad y donde la intimidad tenga un precio bastante más elevado que aquel que le otorgamos hoy en día. No hablo de un regreso al puritanismo que omite todos los detalles, pero sí quizás una reflexión sobre lo que mostramos. Un segundo previo al “Enviar” donde pensemos si realmente al mundo le interesa ver lo que estás desayunando esta mañana. Que por otro lado, en la mayor parte de los casos, no es tan diferente de lo que desayunamos todos. 


4 jun 2022

La feria del libro.

Todos los años, allá por finales de mayo, escogíamos una mañana de finde o una tarde entre semana y nos bajábamos al Retiro. El plan era sencillo: caminar entre casetas y escoger algunos libros, unos cuantos de ellos firmados, para llevarnos de vuelta a casa. A veces, si había suerte, coincidíamos con algunos autores que me sonaban de algo y charlaba con ellos un momento, lo justo para que me estamparan una dedicatoria en la primera página. Así, entre otros, conocí brevemente a Luis Alberto de Cuenca, o a Lorena Berdún, con cuya voz me dormí muchas noches durante los primeros años de mi adolescencia. Fue allí, comprando un ejemplar de Manu, que Ale le preguntó a Jabois cómo se pronunciaba su apellido. Y fue allí también donde descubrí quién era un tipo llamado Salman Rushdie y lo que era una fatwa. Cosas ambas que no me han servido de mucho.

A mí me gustaba ir a la Feria del libro antes incluso de aprender a leer. Allá por el noventa y tantos recuerdo una mañana de sábado en que mi padre me compró la colección entera de Pepa y Misi, unos cuentos muy cortos, con expresiones ínfimas, con los que comencé a unir sílabas. Fue ese, y no otro, supongo, el momento en el que sin saberlo me empecé a aficionar a esto de pasar páginas. Bien pensado, muy probablemente sean esos cuadernitos el origen de todo lo que pasaría después. Siendo causalista, no sería desatinado decir que estoy escribiendo esto porque a mi padre un día se le ocurrió comprarme aquellas historias cortas y simplonas.

Estas semanas, mientras observo en Twitter desde la lejanía cómo la gente va y viene de la feria, con sus libros firmados y sus ilusiones de ver de cerca a sus escritores favoritos, me acuerdo de todas aquellas visitas mano a mano con mi padre. En los últimos ocho años, desde que emprendí la huida, pocas han sido las ocasiones en que he podido pasear por el Retiro entre casetas. Este año, por ejemplo, me habría encantado poder saludar a Garci y que me firmase sus Telegramas cinéfilos. Pero no va a poder ser porque, a pesar del nombre de esta columna —casi semanal—,escribir se ha convertido en algo perentorio este verano. 

No sé lo que me deparará el futuro, ni dónde acabaré después de este año. Pero sea donde sea, me encantaría volver pronto a la feria. Y ojalá que lo haga a firmar.