Lo cuento aquí porque no creo que lo vaya a poder olvidar.
Hace muchos años, justo antes de mudarme a Estados Unidos y justo después de haber empezado a jugar al golf, me empezó a temblar un dedo de la mano sin motivo. Fui al médico y me dijo que me tenía que hacer una electromiografía, pero como ya no había tiempo porque estaba a punto de irme, lo dejé pasar.
Un año más tarde, no sé muy bien por qué, me intenté volver una rata de gimnasio. Así que allí iba cada día, con mi batido de proteínas y mi pinta de dominguero a levantar pesas como si sirviera para algo. Al volver a España por vacaciones, ya un tanto hinchado por la tontería, fui un día a entrenar. Como lo mío nunca fueron los números, al hacer la equivalencia entre libras y kilos, me pasé de vueltas y me dio un latigazo en la espalda de agárrate y no te menees.
¿Es una hernia? ¿Es una protusión? Pues ni idea, porque esta vez no fui al médico. Al regresar en enero a Alabama me di cuenta de que no tenía fuerza en la mano. Y como nunca tuve claro cómo funcionaba aquí la sanidad, allí quedó la cosa hasta verano. Cuando regresé a España, de nuevo, me empezaron a hacer pruebas para determinar lo que pasaba. Pero nada. A pesar de que en el hospital se portaron de maravilla y sabiendo que pasaba poco tiempo en casa, me adelantaron pruebas e hicieron todo lo posible por ayudarme, lo cierto es que nunca llegamos a saber qué pasaba.
La mano siguió perdiendo fuerza y en marzo de 2019 ya no podía ni agarrar una tiza para escribir en la pizarra. Volví a tratar de ir al médico para ver lo que pasaba. Una resonancia, pero nunca llegué a saber los resultados. En mayo de 2020 iba a coger el toro por los cuernos, tenía de nuevo cita y estaba decidido a solucionar el problema. En España, claro, porque en Estados Unidos no me planteaba la posibilidad de ir al médico. Es carísimo, pensaba. Es una barbaridad. Error.
Llegó la pandemia y se torcieron mis planes. Ni España, ni médico, ni nada. Llegó noviembre del 2020 y al problema de la mano se le sumó otro más urgente: un colesteatoma. Prueba aquí, prueba allá y opérate, opérate. Así que en enero de 2021 pasé por las armas y tuve mi primer contacto con el sistema sanitario estadounidense. Otro mundo. En cuestión de un mes estaba diagnosticado y operado. Y con mi seguro médico ni si quiera era tan caro.
En noviembre de 2021, ya acuciado por una mano derecha prácticamente inútil, con lo que eso supone para un diestro, volví al médico. Resonancia de la espalda y un “yo aquí no veo nada preocupante”. Tu problema está en el plexo braquial, vete a ver a este doctor. Así que allí fui, sin esperanza de que tuviera solución, pero convencido de que el problema era algo del brazo. Error. Creo que estoy perdiendo un poco de fuerza en la pierna izquierda, le dije. Te vas a hacer una electromiografía y ver a un neurólogo, me soltó. Y así lo hice.
Enero de 2022. Regreso de España un domingo y el lunes por la mañana voy a hacerme la dichosa prueba. Descargas por aquí, pinchazos por allá. Brazo, espalda, pierna, nervios afectados y músculos inestables. Y una doctora que, muy preocupada me mira y me dice: “Tienes una enfermedad neuromotora”. Tres personas en la sala y las tres, con un rictus muy serio, casi funerario, mirándome con pena. ¿Esto tiene cura?, le pregunto. No, como mucho podemos retrasarlo, pero no se puede curar. Pues nada, pensé, estoy jodido.
Enfermedades neuromotoras hay muchas. La más famosa de ellas es la ELA. Así que salgo del médico asumiendo que me voy a morir. ¿6 años?, me pregunto. ¿Quizás más? ¿Menos? El caso es que estoy enfermo y esto no tiene solución. En el mejor de los casos es una enfermedad degenerativa que acabará afectando mi vida. En el peor, acortándola de manera significativa. Olvídate de formar una familia y verla crecer, pienso. Reevaluación de expectativas casi instantánea. Menos mal que no soy un atleta, pienso. Menos mal que lo que me hace feliz en la vida es leer y escribir, y para eso no necesito casi nada. Me convenzo a mí mismo.
Menos mal que me fui en noviembre a Nueva York a ver a Pablo. Tengo que acabar la tesis. O no. Quiero morir en España. Cuando acabe el semestre me vuelvo. Ideas, todas estas, que me pasaron por la cabeza.
Dos semanas. Ese es el tiempo que pasé prácticamente sin dormir hasta que fui a ver a mi neurólogo, asumiendo que estaba ante los últimos días del Edén. Al llegar, me doy cuenta de que estoy en un centro para el tratamiento de la ELA y se me hace un nudo en el estómago. Me siento en la sala de espera como quien está en el corredor de la muerte. Me llaman. Entro. Empiezo a hablar con el residente y a contarle mis problemas. Que si la muñeca, que si la pierna. Que si, quitando la mano, yo hago vida normal y no he notado grandes cambios en mi estado físico desde hace años. Que si acaso ahora tengo más fuerza y puedo sujetar una raqueta. Que el verano pasado, con todo, jugué al tenis. Y nada le cuadra, claro. Se va.
Cuando regresa lo hace con mi médico, que me examina físicamente y se da cuenta de que mis síntomas no acaban de cuadrarle con los de la ELA. Algún reflejo más exagerado de lo normal. Una cierta espasticidad en la boca cuando hace frío. Me hace preguntas y más preguntas. Y yo le digo que me encuentro bien, quitando el tema de la mano. Le sugiero enfermedades que he ido encontrando en Google y me va diciendo por qué no le parece. Al final me dice que con mis síntomas que ve, no cree que sea ELA. Que puede estar equivocado, pero no le parece. Vamos a hacer unos análisis de sangre y unas pruebas genéticas, por si fuera la enfermedad de Kennedy.
A las dos horas me llega un mensaje. Después de examinarte, y a la espera de los resultados de las pruebas, creo que tienes una enfermedad llamada amiotrofia monomélica, también conocida como enfermedad de Hirayama. A las dos semanas de hacer las pruebas me manda otro mensaje: con los resultados en la mano, estoy en disposición de confirmar mi diagnóstico inicial. Creo que es Hirayama. Una enfermedad rara que tiene un curso limitado, es decir, que afecta pero para. Creo que ya ha parado. Lo que tienes ahora mismo no son síntomas, son secuelas.
Alegre por el diagnóstico le pregunto que si puedo empezar a entrenar, levantar pesas y fortalecer músculos. Me responde que sí, que debo. Y añade que la electromiografía, de hecho, muestra síntomas de re-enervación. O sea, que mi cuerpo se está recuperando. Y que hacer ejercicio me puede ayudar a favorecer esa recuperación de los nervios. Es decir, que la doctora que me atendió aquella mañana de enero no sólo no debió de darme un diagnóstico sin tener el resto de las circunstancias en cuenta, sino que además se equivocó en su apreciación.
Un error evitable. Un error innecesario. Un error que me hizo vivir dos semanas de mi vida pensando que me estaba muriendo, a pesar de que mi cuerpo no había cambiado para nada en los últimos dos años. El diagnóstico erróneo no sólo me afectó a nivel mental, sino que además me indujo síntomas que no tenía realmente.
El viernes pasado fui al médico. Otro. El sexto ya relacionado con este tema. Al tocarme el antebrazo se dio cuenta de que mis nervios cubital y radial tenían un problema. Creo que eres un buen candidato para una cirugía muy simple que podría ayudarte a que los nervios se regeneraran, me dijo. Descomprensión de un nervio y transposición del otro. Si hacemos esto, vamos a facilitar la recuperación de tus nervios. Tu cuerpo está tratando de sanar. Hay algo ahí que se lo impide. Merece la pena probar. Unos 30 minutos de quirófano. No te hace falta ni anestesia general. Si sale bien es posible que recuperes muchísima movilidad en la mano y la muñeca. Así que el martes que viene me opero con la esperanza de poder volver a meter un tiro libre.
Vivid. Vivid todo lo que podáis. Ante la duda: hacedlo siempre. Y quered. Quered mucho. Que estamos de paso.