28 feb 2022

Diario de un impostor - IV.


Lo cuento aquí porque no creo que lo vaya a poder olvidar.


Hace muchos años, justo antes de mudarme a Estados Unidos y justo después de haber empezado a jugar al golf, me empezó a temblar un dedo de la mano sin motivo. Fui al médico y me dijo que me tenía que hacer una electromiografía, pero como ya no había tiempo porque estaba a punto de irme, lo dejé pasar.

Un año más tarde, no sé muy bien por qué, me intenté volver una rata de gimnasio. Así que allí iba cada día, con mi batido de proteínas y mi pinta de dominguero a levantar pesas como si sirviera para algo. Al volver a España por vacaciones, ya un tanto hinchado por la tontería, fui un día a entrenar. Como lo mío nunca fueron los números, al hacer la equivalencia entre libras y kilos, me pasé de vueltas y me dio un latigazo en la espalda de agárrate y no te menees. 

¿Es una hernia? ¿Es una protusión? Pues ni idea, porque esta vez no fui al médico. Al regresar en enero a Alabama me di cuenta de que no tenía fuerza en la mano. Y como nunca tuve claro cómo funcionaba aquí la sanidad, allí quedó la cosa hasta verano. Cuando regresé a España, de nuevo, me empezaron a hacer pruebas para determinar lo que pasaba. Pero nada. A pesar de que en el hospital se portaron de maravilla y sabiendo que pasaba poco tiempo en casa, me adelantaron pruebas e hicieron todo lo posible por ayudarme, lo cierto es que nunca llegamos a saber qué pasaba.

La mano siguió perdiendo fuerza y en marzo de 2019 ya no podía ni agarrar una tiza para escribir en la pizarra. Volví a tratar de ir al médico para ver lo que pasaba. Una resonancia, pero nunca llegué a saber los resultados. En mayo de 2020 iba a coger el toro por los cuernos, tenía de nuevo cita y estaba decidido a solucionar el problema. En España, claro, porque en Estados Unidos no me planteaba la posibilidad de ir al médico. Es carísimo, pensaba. Es una barbaridad. Error.

Llegó la pandemia y se torcieron mis planes. Ni España, ni médico, ni nada. Llegó noviembre del 2020 y al problema de la mano se le sumó otro más urgente: un colesteatoma. Prueba aquí, prueba allá y opérate, opérate. Así que en enero de 2021 pasé por las armas y tuve mi primer contacto con el sistema sanitario estadounidense. Otro mundo. En cuestión de un mes estaba diagnosticado y operado. Y con mi seguro médico ni si quiera era tan caro. 

En noviembre de 2021, ya acuciado por una mano derecha prácticamente inútil, con lo que eso supone para un diestro, volví al médico. Resonancia de la espalda y un “yo aquí no veo nada preocupante”. Tu problema está en el plexo braquial, vete a ver a este doctor. Así que allí fui, sin esperanza de que tuviera solución, pero convencido de que el problema era algo del brazo. Error. Creo que estoy perdiendo un poco de fuerza en la pierna izquierda, le dije. Te vas a hacer una electromiografía y ver a un neurólogo, me soltó. Y así lo hice.

Enero de 2022. Regreso de España un domingo y el lunes por la mañana voy a hacerme la dichosa prueba. Descargas por aquí, pinchazos por allá. Brazo, espalda, pierna, nervios afectados y músculos inestables. Y una doctora que, muy preocupada me mira y me dice: “Tienes una enfermedad neuromotora”. Tres personas en la sala y las tres, con un rictus muy serio, casi funerario, mirándome con pena. ¿Esto tiene cura?, le pregunto. No, como mucho podemos retrasarlo, pero no se puede curar. Pues nada, pensé, estoy jodido.

Enfermedades neuromotoras hay muchas. La más famosa de ellas es la ELA. Así que salgo del médico asumiendo que me voy a morir. ¿6 años?, me pregunto. ¿Quizás más? ¿Menos? El caso es que estoy enfermo y esto no tiene solución. En el mejor de los casos es una enfermedad degenerativa que acabará afectando mi vida. En el peor, acortándola de manera significativa. Olvídate de formar una familia y verla crecer, pienso. Reevaluación de expectativas casi instantánea. Menos mal que no soy un atleta, pienso. Menos mal que lo que me hace feliz en la vida es leer y escribir, y para eso no necesito casi nada. Me convenzo a mí mismo.

Menos mal que me fui en noviembre a Nueva York a ver a Pablo. Tengo que acabar la tesis. O no. Quiero morir en España. Cuando acabe el semestre me vuelvo. Ideas, todas estas, que me pasaron por la cabeza.

Dos semanas. Ese es el tiempo que pasé prácticamente sin dormir hasta que fui a ver a mi neurólogo, asumiendo que estaba ante los últimos días del Edén. Al llegar, me doy cuenta de que estoy en un centro para el tratamiento de la ELA y se me hace un nudo en el estómago. Me siento en la sala de espera como quien está en el corredor de la muerte. Me llaman. Entro. Empiezo a hablar con el residente y a contarle mis problemas. Que si la muñeca, que si la pierna. Que si, quitando la mano, yo hago vida normal y no he notado grandes cambios en mi estado físico desde hace años. Que si acaso ahora tengo más fuerza y puedo sujetar una raqueta. Que el verano pasado, con todo, jugué al tenis. Y nada le cuadra, claro. Se va. 

Cuando regresa lo hace con mi médico, que me examina físicamente y se da cuenta de que mis síntomas no acaban de cuadrarle con los de la ELA. Algún reflejo más exagerado de lo normal. Una cierta espasticidad en la boca cuando hace frío. Me hace preguntas y más preguntas. Y yo le digo que me encuentro bien, quitando el tema de la mano. Le sugiero enfermedades que he ido encontrando en Google y me va diciendo por qué no le parece. Al final me dice que con mis síntomas que ve, no cree que sea ELA. Que puede estar equivocado, pero no le parece. Vamos a hacer unos análisis de sangre y unas pruebas genéticas, por si fuera la enfermedad de Kennedy. 

A las dos horas me llega un mensaje. Después de examinarte, y a la espera de los resultados de las pruebas, creo que tienes una enfermedad llamada amiotrofia monomélica, también conocida como enfermedad de Hirayama. A las dos semanas de hacer las pruebas me manda otro mensaje: con los resultados en la mano, estoy en disposición de confirmar mi diagnóstico inicial. Creo que es Hirayama. Una enfermedad rara que tiene un curso limitado, es decir, que afecta pero para. Creo que ya ha parado. Lo que tienes ahora mismo no son síntomas, son secuelas.

Alegre por el diagnóstico le pregunto que si puedo empezar a entrenar, levantar pesas y fortalecer músculos. Me responde que sí, que debo. Y añade que la electromiografía, de hecho, muestra síntomas de re-enervación. O sea, que mi cuerpo se está recuperando. Y que hacer ejercicio me puede ayudar a favorecer esa recuperación de los nervios. Es decir, que la doctora que me atendió aquella mañana de enero no sólo no debió de darme un diagnóstico sin tener el resto de las circunstancias en cuenta, sino que además se equivocó en su apreciación.

Un error evitable. Un error innecesario. Un error que me hizo vivir dos semanas de mi vida pensando que me estaba muriendo, a pesar de que mi cuerpo no había cambiado para nada en los últimos dos años. El diagnóstico erróneo no sólo me afectó a nivel mental, sino que además me indujo síntomas que no tenía realmente. 

El viernes pasado fui al médico. Otro. El sexto ya relacionado con este tema. Al tocarme el antebrazo se dio cuenta de que mis nervios cubital y radial tenían un problema. Creo que eres un buen candidato para una cirugía muy simple que podría ayudarte a que los nervios se regeneraran, me dijo. Descomprensión de un nervio y transposición del otro. Si hacemos esto, vamos a facilitar la recuperación de tus nervios. Tu cuerpo está tratando de sanar. Hay algo ahí que se lo impide. Merece la pena probar. Unos 30 minutos de quirófano. No te hace falta ni anestesia general. Si sale bien es posible que recuperes muchísima movilidad en la mano y la muñeca. Así que el martes que viene me opero con la esperanza de poder volver a meter un tiro libre.


Vivid. Vivid todo lo que podáis. Ante la duda: hacedlo siempre. Y quered. Quered mucho. Que estamos de paso.


27 feb 2022

Esa perversa modernidad.

Algo que no venía recogido en el prospecto de la modernidad es que uno de los efectos secundarios del futuro era la pérdida de la esencia. Que con la llegada del progreso, que por cierto nunca acaba de llegar, estábamos mostrándole la puerta de salida al alma de las cosas. Sólo así se explica que cada vez más existan menos diferencias entre sitios que otrora jamás habríamos podido confundir. Ahora da igual donde te encuentres, pues el mundo ha decidido parecerse, evolucionar inexorablemente hacia una misma imagen. Las ciudades, que siempre han sido seres vivos, diferenciables unas de otras, son ahora espacios fungibles donde las calles se podrían intercambiar como piezas de un Lego. Cada vez son menos esos sitios que transportados piedra a piedra no encajarían a la perfección en la estética del lugar de destino. Y lo mismo se puede decir de las ideas. 

En este contexto, el futuro ya no es una simulación. Vivimos en él. Nos relacionamos en él. El abrazo a todo aquello que define lo moderno pasa por una paulatina disolución identitaria, por la pérdida de ese algo que nos define como lo que somos. La esencia de la modernidad es, paradójicamente, la ausencia de esencia. A día de hoy, la estética le ha ganado la batalla al argumento, como si la vida fuese una película mala de Netflix. No importa que lo que representes sea una mierda, literalmente, si lo haces utilizando luces de neón. La trama es lo de menos, lo importante es que de puertas para fuera todo tenga colorido, que aumentes la saturación para que la luz desvíe al ojo de los defectos evidentes de la escena. Tenemos el poder de construir nuestra propia realidad ficticia, pues podemos proyectar la imagen que queramos. Da igual que se ajuste o no a la verdad de la experiencia. Que sea más o menos cierta. O eso creemos, pues no hay filtro de Instagram que maquille la amargura. 

Vivimos en el reino de lo superficial. Para qué vas a indagar en algo si es más fácil digerir información que te llega masticada. Pensar por uno mismo, salirse de la norma imperante se ha convertido en un acto de resistencia personal y política. Ahora lo punk es tener ideas propias y capacidad de disentir. Si el pasado, como decía L.P. Hartley en The Go-Between es un país extranjero, un lugar donde se hacían las cosas de manera diferente, el futuro es un horizonte donde todo tiende a la homogeneización. Vamos enfilados hacia el abismo de lo impersonal. Así que, ya que no podemos devolverle hojas al calendario, habrá que sentarnos en las manecillas del reloj cuando den las nueve menos cuarto y evitar así el paso del tiempo.

20 feb 2022

Los besos en el cine.

“El cine, entre otras cosas, nos enseñó a besar. […] El cine nos enseñaba a besar en primer plano.”



Dice Garci que la primera vez que besó a una chica —una tal África, recuerda— fue en el Parque del Retiro de Madrid y que se quedó paralizado esperando a que sonara la música, como en las películas. Para su sorpresa, no hubo cuarteto de cuerda alguno que entonara ninguna melodía, ni cámara que enfocase en un plano detalle los labios de ella. Fue entonces cuando descubrió que, al contrario de lo que le habían hecho creer todos aquellos largometrajes que veía en aquellas salas vetustas de la Gran Vía, existían dos vidas: la suya y la del cine. Ambas, dice, estaban comunicadas. De ahí que con el tiempo acabase considerando a este último como una vida de repuesto

Hay una escena en Los peores años de nuestra vida en la que Alberto, el personaje protagonista, interpretado por Gabino Diego, le dice María, que es Ariadna Gil, que no entiende cómo dejamos a la improvisación algo tan importante como lo que se dice en una cita. Así que, sentados en un bar, ni corto ni perezoso, agarra un taco de servilletas y empieza a escribirle las respuestas. A cada frase que dice él, allí tiene ella sus líneas preparadas. El método es infalible, claro, y así se lo hace saber su interlocutora. En un momento dado, cansada de tanta preparación, María decide quemar una de esas servilletas y, con una sonrisa, le mira a la cara y le suelta: “No digas nada, confía en mí”. 

A diferencia de lo que sucede en la película, en la vida no existe guion. Vamos, que si la cagas la cagas. No hay posibilidad de reescribir la toma ni de escoger el final de la trama. Si estás flirteando y la cosa sale mal, no puedes pedir que corten y vuelva a sonar la claqueta, como decía Javier Aznar hace poco en uno de los episodios de su podcast. La realidad no permite añadir música al montaje ni repetir la grabación de la secuencia. Viene como viene. Y al contrario que el cine —he aquí una ventaja que se agradece— los besos suelen ser de verdad, aunque no vayan seguidos de fundido a negro ni suene un tema de fondo. 

La vida, como le decía Alfredo a Totó en Cinema Paradiso, no es como las películas. Es más difícil. Sin embargo, existen momentos de escapismo. Instantes en los que como dice Garci, ambas vidas, la real y la del cine, se confunden. Por ejemplo, en el segundo que precede a un primer beso real. Es como si la tierra dejase de girar. Como si automáticamente bajase la intensidad de los focos del mundo y un haz de luz iluminase la escena. De repente el entorno cambia, el ruido desaparece y el resto de las personas no existe. Suena música, una banda quizás. Y de pronto allí están ellos, los dos únicos habitantes de cualquier galaxia conocida, frente a frente, sabiendo que sí, que va a pasar. Ese es el instante en que la vida se mezcla con el cine. Justo cuando se produce la constatación tácita y mutua de que acabará sucediendo lo inevitable y, como en las películas, terminarás besando a la otra persona. Y ese momento se parece bastante a la felicidad. 

13 feb 2022

Larra 213 años después.

“en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza.”

(Vuelva usted mañana, Mariano José de Larra)


Cuando en el año 1833 Mariano José de Larra escribió estas líneas, nada hacía presagiar al lector que cuatro años más tarde acabaría venciendo esa pereza y apretando el gatillo de su pistola. Su temprana e inesperada muerte —sobre la que se ha conjeturado y mucho— unida a su preclara visión de España, le alzaron con el tiempo al Olimpo de las letras patrias. Sin embargo, esto no siempre fue así, pues a la triste noticia de su deceso le siguió un profundo silencio en la prensa (y en parte de la sociedad) española, que tardaría años en reconocerle como la figura que fue. Ya fuera por el desamor que le produjo la definitiva ruptura con Dolores Armijo, o porque como dijo Antonio Machado en boca de Juan de Mairena, “se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda la esperanza de encontrarla”, lo cierto es con su suicidio se convirtió en uno de los miembros fundadores del club de los veintisiete.

La falta de cobertura mediática de su deceso contrastó, no obstante, con la extraordinaria admiración póstuma que mostraron otros escritores de la época. Fueron estos, y no otros, los que costearon el sepelio de Fígaro, tal y como relata Ramón de Mesonero Romanos en sus Memorias de un setentón, donde cuenta, literalmente, que Manuel Delgado “y otros amigos se habían encargado de tributarle los fúnebres honores, para lo cual allegaban en el acto por suscrición los fondos necesarios”. Su entierro fue, de hecho, un lugar de reunión para los grandes literatos de la época, que conocieron en ese momento a un joven poeta llamado al éxito: José Zorrilla, el cual recitó unos versos al borde de la tumba que más tarde le alzarían a la fama. Un testigo indirecto, José Velarde, describió este momento con una lucidez tremenda en el prólogo de Recuerdos del tiempo viejo, del propio Zorrilla, al señalar que: “Aquella tarde fría y nebulosa fue solemne; vio la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso”. Así, tras ser velado en la cripta de la parroquia de Santiago la tarde del 14 de febrero, al día siguiente recibió sepultura en el cementerio de Fuencarral.

Algo que no mucha gente sabe sobre Larra es que aquel camposanto, sin embargo, sería el primero de los tres donde descansaría su cuerpo. En el año 1843 fue traslado al cementerio de San Nicolás, junto a José de Espronceda (fallecido en 1842), donde sus restos mortales estuvieron hasta el año 1902. Fue a principios del siglo XX, con ocasión de la mayoría de edad del Rey Alfonso XIII, que su cuerpo fue exhumado junto con el del propio Esprocenda y el del pintor Eduardo Rosales. Varios periodistas de la época asistieron al momento de apertura de los féretros. En una crónica publicada por El Liberal el 25 de mayo de 1902, José Nogalos apuntó cómo “De un martillazo saltó la herrumbrosa cerradura y, besados por el piadoso sol que alegraba el mundo contemplé, confundidos con un haz lúgubre, los restos del gran satírico, del más poderoso talento social de nuestra época”. El reverencial respeto que destilan estas líneas no es algo excepcional, pues fueron varios los medios que trataron el asunto con una similar sensibilidad. Larra seguía siendo Larra, pero algo había cambiado en España. 

Antes de descansar de manera permanente en el cementerio de San Justo, los restos de Larra —junto con los de Espronceda y Rosales— fueron expuestos, dentro de un arcón, en el ahora Museo del Prado. El Imparcial, en su edición de 26 mayo, narró de manera detallada el boato con el que se sucedieron los diferentes actos: “Desde antes de las diez había un inmenso gentío frente a la entrada principal del Museo de Pinturas. Allí, en el solemne atrio, detrás de la severa columnata, hallábanse los tres suntuosos arcones de roble con parámetros de acero […] Cubríanlos paños de terciopelo rojo y la bandera nacional”. Dice El Liberal de ese mismo día, que “sobre la caja mortuoria de Larra veíanse magníficas coronas ofrecidas por sus nietos”. Tras ello, los tres féretros fueron traslados al Panteón de Hombres Ilustres del XIX que ellos mismos inauguraron. Y es allí donde descansa Larra a día de hoy.

En el año 1909, con ocasión del centenario de su nacimiento, el Ayuntamiento de Madrid inauguró una placa en la que podía leerse: “En esta casa vivió y murió D. Mariano José de Larra. Fígaro”. Junto a este, se siguieron diversos homenajes como una velada en el Ateneo de Madrid. En una columna titulada “Los coevos de Fígaro” y publicada por El Imparcial el 24 de marzo, Mariano de Cavia se quejaba amargamente de la falta de reconocimiento a nivel europeo de la figura de Larra. Acaba sus líneas diciendo “No por eso es menor el puesto que le coloca nuestro culto: pero ¡qué lástima hermanos y cofrades, qué espantosa lástima de Mesías español!” Y no le faltaba razón, pues tras su muerte, lejos de ser reconocido como la mente brillante que fue, sólo hubo silencio. Un eco en la nada que reverberó durante 65 años. El tiempo que tardamos en darnos cuenta de que, efectivamente, era un verdadero hombre ilustre del XIX.


6 feb 2022

Pesimistas, optimistas y expectantes.

Algo que se suele descubrir a medida que se crece es que hacerse mayor conlleva expandir la capacidad de aceptar. Aceptar que muchas de las cosas a las que algún día aspiraste probablemente no se van a cumplir. Aquel niño rubio que soñaba con ser futbolista, pasados los quince se da cuenta de que, por mucho que le guste dar patadas a un balón, siempre hay alguien muchísimo mejor que él. Y lo que es peor aún, con una mayor capacidad de sacrificio. Así que, si es inteligente, acaba por comprender que querer algo no es argumento suficiente para que esto suceda y que entrar en la adultez es, en gran parte, aprender a rebajar expectativas. Que desear ese algo con ganas es sólo el primer paso para acabar perdiéndolo, pensaría un pesimista. 

Al principio de Match Point, en ese interminable intercambio de golpes en el que una pelota de tenis sobrevuela la red, la voz del protagonista impacta un drive de derechas al decir que “Aquel que dijo que más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. Asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control”. Y es cierto. Conforme se suceden los años, se va adquiriendo más y más consciencia de que una gran mayoría de las cosas que nos pasan no están, por desgracia, sujetas al arbitrio de nuestra voluntad. La fortuna siempre juega un papel relevante a la hora de hacer girar las manecillas del destino. Por mucho que la suerte sea algo que se busca, existe una variable de indeterminación que escapa a nuestro dominio. Crecer, por tanto, es tomar consciencia de la existencia de ese algo incontrolable. 

Es, precisamente, en esta asunción serena de los diferentes avatares que suceden donde se encuentra una de las claves de la vida. De este modo, dependiendo de dónde encaje cada uno, le será más o menos fácil de asumir que para que aquel niño rubio fuese futbolista, además de ser buenísimo, le habría hecho falta estar en el sitio adecuado en el momento correcto. Así, en función del momento en el que se interiorice el imposible, será uno clasificado como pesimista u optimista. Los primeros serán cautos, pues viven con el miedo a que no exista un mañana, y atesorarán la idea del fracaso de antemano. Mientras que los segundos —tan temerarios a veces— jamás contemplarán la posibilidad de que no exista el futuro y se estrellarán, quizás, de frente con la realidad. 

Existe, no obstante, un tercer grupo: los expectantes. Rainer María Rilke los definió en sus Cartas a un joven poeta cuando en una de ellas le dijo a su querido señor Kappus: “deje que la vida vaya sucediendo y traiga lo que tenga que traer. Créame, la vida siempre, siempre tiene razón”. 

Tú eliges: pesimista, optimista o expectante.