22 dic 2022

El décimo.

Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir a él cada vez que hablaba de un difunto— compraba siempre en el mismo sitio, un supermercado mayorista donde se abastecía para el restaurante. Iba allí casi a diario y siempre repetía la misma secuencia: entraba, llenaba el carro, y mientras pagaba le daba las llaves del coche a uno de los gorrillas de la puerta que se llevaba la compra y la colocaba todo en el maletero. Al acabar, cada día tenía lugar la misma transacción: él le devolvía las llaves del coche y el abuelo le daba una propina por ayudarle. 

Aquellos tipos, que nunca supe cómo se llamaban ni de dónde eran, pasaron años echándole una mano, especialmente cuando era ya mayor y cargar palés de cerveza no era lo más apropiado para un señor octogenario. Mi abuelo, que era bastante guasón, bromeaba con ellos y les decía que mi abuela le había dicho que era un roñoso y que tenía que subirles la propina, que aquello que les daba no era suficiente por echarle un cable a cargar todos aquellos víveres. 

Lo que mi abuela no sabía (creo), y yo descubrí en aquellos viajes al super en los que hablábamos de todo, es que cada año, cuando llegaba la Navidad, Macario —que así es como nos llamábamos el uno al otro— siempre les daba un sobre a cada uno de los dos gorrillas. En él, además de ser algo más generoso en sus dádivas que de costumbre, aun a riesgo de que tocase y tuviera que buscarse nuevos socios que le ayudasen a meter la compra en el coche, siempre incluía un décimo de lotería con el mismo número que él jugaba. 

Y yo, no sé por qué, cada 22 de diciembre me acuerdo de aquellos tipos a los que nunca les tocó la lotería, pero jugaron durante años un décimo con aquel señor del bigote que tal vez soñaba con sacarles de pobres. 


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