Los optimistas tenemos un defecto de fábrica, y es que
cuando más grande es el muro al que nos enfrentamos, menos miedo nos da el
golpe contra el mismo. El problema es que a veces el muro es insalvable, y el
trastazo inevitable.
Sin embargo, como somos optimistas, no perdemos la cara, nos
rehacemos rápido, y a la mínima oportunidad nos vemos de nuevo montados en una
bicicleta sin frenos lanzada cuesta abajo contra otro muro. “Con suerte, esta
vez no me estrellaré”, pensamos.
Pero no. Nos volvemos a estrellar.
Ocurre que hay una parte que nadie cuenta, porque nadie es capaz
de ver. Y es que, el golpe a veces
merece la pena. Es decir, a veces uno disfruta tanto lanzado contra un muro insalvable,
que acaba perdiendo la perspectiva hasta el punto de no tener sensación de
velocidad. El descenso es tan placentero que nos dejamos llevar, olvidando que
en algún momento, en mitad del camino, el muro se tornará imposible de esquivar,
el golpe devendrá inevitable, el dolor se sentirá infinito.
Pero a veces merece la pena, ya digo. La sola posibilidad de
que el muro no aparezca en el camino, hace que intentarlo sea algo obligatorio.
Luego está la otra parte, la que viene después del golpe. La
de ir pegando cada una de las diminutas piezas en las que te conviertes tras el
impacto contra la pared. La de intentar que el trastazo duela lo menos posible,
y la de colocar todas y cada una de las piezas no sólo lo antes, sino lo mejor
posible.
La experiencia me dice que la experiencia, valga la
redundancia, ayuda a que la recuperación sea más rápida, y sobre todo, menos
dolorosa. Pero por encima de todo, la experiencia, me dice que merece la pena
ser valiente, llegando incluso a ser camicace en ocasiones.
Porque muchas veces encontraremos un muro, o varios, en nuestro
camino. Pero habrá un día que el muro no esté, y ése será el que compense todos
los demás golpes.
El mensaje de esto es claro: no se puede vivir la vida con
miedo. Porque si viviéramos con miedo, dejaríamos de vivir experiencias que nos
enriquecen, que moldean nuestro carácter y nos dejan cicatrices más o menos
grandes, más o menos visibles.
La cuestión, por tanto, reside en encontrar un muro contra
el que merezca la pena lanzarse, cerrar los ojos, disfrutar del camino, y poner
todo lo que esté en tu mano para evitar el impacto.
Habrá muchas veces que aun así, el golpe será inevitable.
Pero habrá una que vencerás al muro. Y entonces sabrás que todas esas cicatrices
han merecido la pena.