Entre viaje y viaje, tecleo y
tecleo, y página y página, de cuando en cuando me paro y pienso. Reflexiono
acerca de esto y de aquello, y trato de llegar a conclusiones que expliquen los
porqués de este loco vaivén que ha marcado la pauta a lo largo de los últimos
meses de mi vida. Examino de forma introspectiva qué es lo que quisiera
mantener de lo que hay y qué me gustaría desechar; por aquello de intentar ser
feliz. Trato de elegir qué equipaje será el que me acompañe de ahora en
adelante en el camino de la incertidumbre. Cuáles, de entre todos mis descabellados
pensamientos, se vendrán conmigo en la maleta a pasar unos días al extranjero
más próximo, a la serena tierra de los planes que quizás un día salgan
adelante. Y todo lo hago, lo pienso y lo planeo de manera potencial, mutable,
provisional. Aceptando que en el fondo esto de vivir no es más que un por si
acaso que no acabo de creerme. Un a saber que nunca encuentra respuestas claras
a medio plazo y que me aboca inexorablemente a constatar la raíz última de
todos mis “problemas”: el enorme sentimiento de transitoriedad que lo embarga
todo.
Así es. Desde hace tiempo vivo en
un extraño impasse marcado por la dificultad de tomar decisiones cuyo alcance
llegue más allá de pasado mañana. Cuando no son unos exámenes es un estado
mental. Estoy atrapado en una hipnótica espiral, imbuido por un halo
involuntario de incerteza que bloquea cualquier movimiento hacia delante de la
ficha en el tablero. Hay días que respiro casi por costumbre. Transito por las
posibilidades que se presentan de manera inmóvil, enrocado, viéndolas pasar como
si fueran trenes que se van y a los que nunca tengo el valor suficiente de
subirme; o las ganas necesarias, quién sabe. Hace ya meses, tal vez años, que
estoy invadido por una suerte de abulia que no me permite atarme a nada, ni —más
recientemente— a nadie, que me obliga a ser frío como el hielo, sin ser yo nada
de eso. Y todo porque allá donde voy (sobre todo al otro lado) me encuentro
siempre de paso, negándome a mí mismo una vida plena por el temor a no regresar
jamás aquí. Con el miedo terrible a aceptar que el cordón umbilical que me une
a este extraordinario estercolero pueda romperse en cualquier momento y me
aísle para siempre de él.
Y sin embargo, vuelvo a este orilla
del Atlántico y todo cobra sentido. Desaparecen la alergia al compromiso y las
ganas de salir corriendo y reaparecen las ganas de dar rienda suelta a las
ideas, de no abandonar el barco a la primera de cambio. De repente llego y
resulta que hay bares bonitos y amigos de antaño con los que tomar cervezas por
primera vez, y calles transitables a cualquier hora sin sentirme amenazado, y
gente que te entiende a la primera y que no tiene una circunferencia imaginaria
de distancia alrededor. Y por un instante, tengo el privilegio de incluso
llegar a echar de más aquello que durante ocho meses al año tengo la desgracia
de echar de menos. Y de pronto, la transitoriedad que paraliza todo lo demás se
diluye como una solución volátil y se transforma en algo distinto, menos
asfixiante y más llevadero. Menos triste. Vuelven las ganas de dejarse llevar
un rato sin el miedo a que todo se desmadre y la juerga acabe en un exilio
definitivo. Y cuando me quiero dar cuenta, estoy de nuevo enganchado a la
vorágine, optimista como antaño, sin plantearme si quiera que algo pueda de
nuevo salir mal y pensando más de lo esperado que hoy sí, y ayer también, por
fin, “fuimos felices un ratito”.