21 dic 2021
La seducción vs. El sexo.
14 dic 2021
Diario de un impostor - III.
Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar.
Hace unas semanas, hablando con Pablo mientras regresaba a casa de madrugada después de liar una en Madrid (él, no yo), me di cuenta de que no tenía sentido que viniera a Nueva York y no apareciese yo por allí. Así que, sin que supiera nada, me compré un billete y me planté el viernes después de Acción de Gracias con la connivencia de Bill. Al entrar por la puerta de casa me encontró sentado en un taburete en la cocina, bebiéndome una cerveza y comiendo queso, y después de decirme que no se lo esperaba para nada me confesó que llevaba semanas rajando de mí por no querer subir a verle. Lo cierto es que pensaba escribir la tesis esos días, pero pensé: “Llevo un año para escribirla, no creo que por retrasarlo un poco más pase nada”. Y así fue. Aquí sigo, con la tesis sin escribir, y con la deflagración bancaria típica tras un fin de semana en esa ciudad del demonio.
Aquella misma noche estuvimos en un club de Jazz llamado Smalls escuchando a un cuarteto. Antes de entrar, mientras hacíamos cola a la intemperie, vimos al saxofonista llegar en bicicleta y aparcarla en la puerta. Eran casi las diez y hacía un frío horrible, así que no pude evitar pensar en lo duro que tiene que ser tocar el saxo para ganarse la vida en una ciudad tan descomunal. Ya dentro, nos sentamos a la orilla del escenario y pasamos cincuenta minutos viendo cómo el trombonista, en uno de sus solos, le atizaba en la cabeza a la camarera mientras pasaba frente a él. En primera fila había una chica de unos veinte largos o treinta cortos haciendo vídeos y subiéndolos a su Instagram, y me recordó algo que escuché en un podcast recientemente: que la gracia de ciertas cosas es que existen para ser vividas en el momento y no reproducidas después. También me pareció que tenía un tipo de belleza de otro tiempo y me resultó muy atractiva. Pero eso, claro, quedó entre ella y yo. O entre yo y mí mismo, más bien.
Después de eso fuimos a Bathtub Gin a tomar un trago y me acordé de Garci y Alfredo Landa y aquellos dry martinis neoyorkinos de los que hablan a veces en Cowboys. Me pedí un gintónic y me salió rana (no como los que me bebí allí en julio), y para colmo, la camarera me entendió mal y me acabó sirviendo otro. Así que terminé por hincar el pico y suplicando clemencia para que me llevaran a casa bajo la promesa de que al día siguiente daría la talla. Estos dos, que son unos intrépidos, se fueron a tomar la penúltima tras dejarme en el sofá y a los diez minutos volvieron, congelados y dándome la razón. Todavía no han aprendido que las noches hay que acabarlas siempre en el mejor momento.
Al día siguiente fuimos a ver el iron bowl en un bar de Chelsea donde se reúnen los exalumnos de Alabama para ver los partidos de fútbol. El de la mesa de al lado, un italoamericano que no cumplía los 70 y habría roto un etilómetro a trescientos metros con sólo echar el aliento, se nos acercó muy graciosete y nos dijo: “Can I be honest with you guys? You need to come out of the closet”. Así es que, por no explicarle que la noche anterior habíamos secado el Hudson entre los tres y preguntarle si sabía dónde quedaba Parla, nos levantamos y nos fuimos a Brooklyn a un partido de los Nets. Alabama acabó remontando y ganando en la cuarta prórroga. No así los Nets, que no se comieron un colín. Eso sí, tuvimos la oportunidad de ver a un exjugador de baloncesto como James Harden hacer un triple doble. Algo es algo.
Esa misma noche, ya de vuelta en el Upper West, estábamos tomando una cerveza y comiendo algo, casi listos para irnos a casa, cuando de repente todo degeneró por completo. Andábamos sentados en la barra, que a partir de cierta hora es el lugar donde suceden los milagros. Al girar la cabeza, vimos a Pablo dado la vuelta, hablando con la mujer sentada a su derecha. Y sin saber muy bien cómo, tres horas más tarde estábamos en esa misma barra, ya de pie, con cuatro o cinco cervezas más en el cuerpo, no sé cuántos chupitos de vodka, y dispuestos a subir, junto a ella y su novio, al apartamento de ésta. Yo, que soy desconfiado por naturaleza y poco dado a estos desmanes, me quería ir a casa. Sin embargo, no tuve más remedio que subir. El ascensor, con todos dentro, empezó a pegar tirones y a descolgarse unos metros mientras subíamos y pensé que una de dos: o íbamos a morir en caída libre o aquello era el preludio de un estrepitoso declive. Así que allí acabamos, bebiendo Peroni en un duodécimo piso en Amsterdam con la setenta y seis donde había colgados dos Keith Haring en la pared. De ese rato omitiré detalles varios porque la elipsis es, a veces, la mejor forma de contar. El caso es que en un momento de lucidez conseguí que saliéramos de allí y empecé a dudar seriamente de las intenciones que albergaban nuestros huéspedes. Al bajar a la calle, ya libres, estaban cayendo unos copos como puños y me arrepentí de haberme cortado el pelo el jueves en un momento de locura transitoria.
El domingo ¿hicimos? ¿nos fuimos de? ¿comimos? brunch en un sitio de cuyo nombre nunca me acuerdo y recorrimos Central Park rememorando batallitas de la noche anterior. Lo bueno de salir con amigos es que las aventuras se viven dos veces: cuando las experimentas en el momento y cuando las reconstruyes al día siguiente. Pablo, en su incesante esfuerzo por destrozarnos la vida, se empeñó en comprar cervezas, así que allí fuimos. Al llegar a casa vimos el golazo de Vinícius al Sevilla y después puse Vivir es fácil con los ojos cerrados porque tenía que enseñarla el martes.
El lunes, exhausto, regresé a casa después de patear la ciudad por la mañana con Potuto, comer bagels, beber café y visitar el edificio de Friends. Al meterme en la cama pensé en que estaba tan cansado como feliz. Y me pareció que pasar tiempo con la gente que quieres es, en realidad, la verdadera unidad de medida de la felicidad.
Y que esa era una buena manera de resumir aquellos cuatro días.
14 nov 2021
Soy profesor.
Yo soy profesor, probablemente porque no sé ser otra cosa en la vida. Y lo soy a tiempo completo, no puedo dejar de serlo como quien echa el cerrojo a la oficina y se va a tomar cañas de afterwork. Creo en el diálogo como forma de enseñanza y de aprendizaje. Y lo creo sin imposturas. Casi nunca tengo demasiadas respuestas, pero siempre llego al aula con un saco de preguntas puntiagudas, porque tengo fe en que al salir de mi clase, mis estudiantes habrán descubierto una cosa nueva, se les habrá despertado la curiosidad. No tengo mucho que enseñar, porque no sé mucho de nada, pero pongo mucho amor en lo que hago porque me importa la gente a la que enseño. A veces me equivoco, como todos, pero trato de ser siempre honesto intelectual y personalmente. No engaño a nadie, si no sé algo, reconozco mi impericia y me comprometo a buscarle el cuarto pie a ese gato.
Mi vida es enseñar. Y lo es porque da igual que esté de vacaciones que corrigiendo en la oficina. Si estoy leyendo algo, si estoy viendo una película, siempre estoy pensando en si es algo susceptible de añadir a una de mis clases. Cómo enseñaría yo esto. De qué manera puedo hacer que sea más entendible. Qué problemas me da pie a comentar con mis alumnos. Ser profesor, para mí, es una condición, no una profesión. Es, a menudo, una forma de mirar el mundo. Y enseñar no es adoctrinar, es guiar. Es querer expandir los horizontes personales e intelectuales de quienes se suman a la locura de aprender. No es, desde luego, decirles lo que tienen que pensar, pero sí cómo debe ser el proceso que los lleve a formar una idea. A veces no es fácil, porque el camino hasta tener ideas propias puede ser doloroso, sobre todo si uno no está abierto a desafiar sus propios prejuicios.
Ponerte en frente de una clase no siempre implica escoger eso que te gusta o aquello con lo que estás de acuerdo. También es saber reconocer el valor de ciertas cosas que a uno no necesariamente le agradan, dar visibilidad a ciertos autores o aspectos con los que no concuerda demasiado. Enseñar, en muchas ocasiones, es ser capaz de dejar de lado tus creencias para ponerte al servicio del aprendizaje de los demás. Porque saber disentir, de manera respetuosa e informada, también es necesario. Y porque para estar de acuerdo o no con algo, es necesario tener una opinión. Y para poder tener una opinión hace falta ser capaz de cuestionarse a uno mismo. Con lo difícil que resulta eso hoy en día.
Soy profesor y serlo me hace muy feliz. Así que, si me dejan, espero seguir siéndolo el resto de mi vida.
3 nov 2021
Humanidades.
24 oct 2021
Dario de un impostor - II.
Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar.
Mi abuelo (que en paz descanse, como siempre decía él al nombrar un muerto) contaba que se casó con mi abuela por una apuesta. Que su cuñado le había dicho en una boda que no tenía lo que hacía falta para ligársela. Así que ni corto ni perezoso, se le acercó y le dijo: “Niña, ven, que me voy a casar contigo”. A mi abuela debió hacerle gracia, porque tras ello tuvieron siete hijos y estuvieron sesenta años casados. Lo cuento aquí porque todos tenemos nuestro origen en algún sitio y el de mi familia materna –y en cierto modo el mío, claro—descansa en un “no hay cojones” de manual.
Hablando de amor y de abuelos, la semana pasada terminé de leer Feria. No sé muy bien por qué, pero me hizo pensar en expresiones y palabras que usaba mi abuela paterna, que desde hace algunos años convive con el yugo del olvido permanente. La lectura del libro, que recomiendo a cualquiera nacido en los estertores de la España de los 80, me recordó expresiones como lechuzo o lechucear, que la Colasa usaba para referirse a mí cuando entraba a ver qué se cocía por la cocina. Esa, o “Ay, qué leche de bollitos”, que en mi familia nunca supimos muy bien qué significaba, pero todavía seguimos usando muy de cuando en cuando.
La idea del pasado me ha perseguido esta semana, como casi siempre. El martes volví a ver El crack para discutirla en clase con mis alumnos y me volvió a parecer que hay pocas películas españolas de esa época que hayan envejecido mejor. El jueves hablamos sobre ella y por un momento sentí que sólo por conseguir que mis alumnos –nacidos todos a partir del 2000— supieran quiénes son Alfredo Landa y José Luis Garci ya había merecido la pena ser profesor. Es posible que no aprendan nada este semestre, pero estoy completamente seguro de que van a recordar por mucho tiempo el “Bareta, dame el mechero o te quemo los huevos”. Y a mí me vale.
En la última entrada del diario hablaba de 52, una ballena que vivía incomunicada porque nadie podía oírla. Algo que olvidé mencionar y que la mayor parte de la gente no sabe es que soy prácticamente sordo del oído derecho. Tanto, que si duermo sobre el izquierdo es casi como si llevase tapones. La parte buena es que como nunca he oído muy bien, jamás he tenido un sentimiento de pérdida. La mala es que si suena la alarma por la mañana y me pilla con la oreja mala en la almohada, igual me despierto tarde. Hace un par de semanas me hicieron una prueba con un receptor para ver cómo oiría si me pusiera un implante óseo y la experiencia me resultó tan abrumadora que al salir de allí le dije a mi médico que prefería seguir oyendo en mono y que ya habrá tiempo para el estéreo. El caso es que desde que vi el documental no puedo dejar de empatizar con aquel cetáceo solitario, que al igual que yo, después de toda una vida escuchando los múltiples matices del silencio, un día descubrió que existía el ruido.
11 oct 2021
Diario de un impostor - I.
Lo escribo aquí porque no lo quiero olvidar.
Hace algún tiempo, no sé cuándo ya, Gabri y Marta me dijeron que se casaban en octubre de 2021. Y sí, lo reconozco, lo primero que me vino a la cabeza fue cagarme en la madre que los parió. Búscate un billete en medio del semestre. Cancela clases, si es que puedes. Vete a España para 4 días. Lucha contra el jetlag y cuando ya estés casi adaptado vuélvete a Estados Unidos.
Llevaba desde 2013 sin pisar suelo patrio en octubre. Hasta el jueves pasado, que aterricé en Madrid a eso de las diez y media de la mañana. Me recogió en el aeropuerto mi padre y de ahí fuimos a casa. Hacía un día fantástico, así que pasado un rato nos fuimos a comer con Pablo a una terraza. Después subimos a buscar níscalos a Santa María de la Alameda y encontramos (es un plural de modestia, encontré yo casi todos) cerca de un kilo. Me pegué dos horas caminando entre las jaras como si acabase de salir de la cárcel y me dio por pensar que pocas cosas más baratas me hacían tan feliz.
Esa misma tarde me tomé dos cervezas en el Villanueva con Manolo y, aunque no arreglamos el mundo ni nada, fue como si nunca me hubiera ido. Y esa noche, al llegar a casa, me di cuenta de que no había dormido nada en todo el día y, sin embargo, no estaba cansado. Hay un cierto tipo de energía que sólo te lo da la ilusión.
El viernes nada más levantarme me hice una prueba de antígenos para poder regresar a Estados Unidos el lunes. Después bajamos a Madrid a recoger los chaqués por la mañana y tuvimos la mala idea de no probárnoslos. Al llegar a casa me llamó Manu y me dijo que los de la sastrería la habían cagado con el suyo. Así que esa misma tarde, después de haberme comido los níscalos del día anterior con patatas, regresamos a que nos los cambiaran con David, que dice que somos demasiado educados.
Al volver pillamos un atasco y cuando llegué a casa allí estaba mi madre, recién llegada de viaje. De Extremadura traía unos sobres de jamón, una caña de lomo y un abrazo de esos que sólo se le dan a un hijo que lleva meses fuera de casa. Desafortunadamente esta vez yo no venía con un pan debajo del brazo.
El sábado por la mañana, antes de la boda me dio tiempo a desayunar con Cristina, pasar por la librería a recoger Feria e ir a ver a Conchi a que me cortara el pelo y me arreglase la barba para no parecer un vagabundo en la ceremonia. Como de costumbre, se tiró una hora conmigo y casi llego tarde a tomarme una cerveza a casa del novio antes de ir a la iglesia. Nacho nos subió al Monasterio en el coche de la autoescuela y mientras caminábamos por la lonja, por un momento tuve la sensación de que los turistas nos miraban como si formásemos parte de un decorado. Ya en la misa leí los salmos y cuando a David se le trabó la lengua leyendo las preces, a los testigos del novio nos dio la risa.
Al llegar a la finca, mientras la mayor parte de la gente bebía cerveza yo pedí champagne. Y jamón. Y fui feliz, no os voy a engañar. Nos hicimos fotos. Me reencontré con un montón de gente y pude acariciar la barriga de Paula, que lleva dentro a un tal Gonzalo al que vamos a conocer en enero. Por fin.
Una advertencia: Si alguna vez vais a una boda con mis amigos, jamás se os ocurra poneros una corbata verde, a menos que estéis dispuestos a que nos pasemos el día preguntándote qué tal todo por Tecnocasa.
Ya sentados en las mesas, después del cóctel, aprendí que en México a darse un revolcón con alguien lo llaman cuerpear. Y me recordó lo mucho que me gustan las diferentes formas de hablar el español en Latinoamérica. Y que México, sin haber estado todavía, tiene algo de casa para mí.
En un cigarro entre el primer y el segundo plato, porque en las bodas me permito el lujo de recuperar mi antiguo vicio por un día, le dije a Gabri que el tiempo me había dado la razón y que lo que le solté aquella tarde de 2013 en la estación de Sants era verdad: nosotros somos los que permanecemos. Los amigos son amigos, aunque a veces quieras matarlos. Y nosotros lo somos, aunque no siempre nos hagamos todo el caso del mundo.
Entre el segundo y los cafés comenzaron con los discursos. Manolo llevaba un año escribiéndolo y ensayándolo y se había descargado un teleprompter para el móvil por si acaso. Por decirlo claro, dio el mejor discurso que yo recuerdo haber escuchado nunca en una boda. Hizo reír y llorar a todo el mundo. Apenas habló del amor, porque no le hizo falta. Y yo le dije que si algún día se casaba, o daba yo el speech o le cortaba los huevos.
En las copas el alma de la fiesta fue la novia. Después de bailárselo todo, ya con las luces encendidas, Marta preguntó que si alguien había visto a su novio. Así que tuve que intervenir y explicarle que Gabri ya no era su novio, sino que desde aquella mañana había pasado a ser su marido. No cambia nada el tecnicismo, porque hacen vida de casados desde hace años. Pero qué menos que hablar con rigor del futuro padre de sus hijos.
El sábado al acostarme pensé que el domingo iba a morir. Pero no. Cuando desperté mi cuerpo y mi alma estaban todavía allí, como el dinosaurio de Monterroso. Bajé a desayunar con Pablo y acabamos en casa de la abuela, sin café y sin palmera de chocolate, pero haciendo una visita al último reducto vivo de mi infancia. Al volver a casa mi madre había hecho cocido y me hizo dudar de si no sería buena idea esto de volver a casa un fin de semana largo cada mes.
Por la tarde estuve con el otro David tomándome un café en Croché. Me contó su vida y me puso delante de un espejo. Reconozco que algunos días no sé si me gusta mucho mi reflejo.
Hoy en el avión, donde estoy escribiendo este diario, he coincidido con una profesora de español en el asiento de al lado. Casualidades de la vida, también fue abogada antes de hacer su doctorado. A veces el mundo es una broma. Dice que en su universidad están buscando un instructor de español y que le escriba. Sería gracioso encontrar el principio de un trabajo a treinta y ocho mil pies de altura, la verdad. Y por otra parte, suena mucho como algo que me podría pasar a mí.
Durante el vuelo he acabado de leer Los días perfectos, de Jacobo Bergareche. Confieso que todavía estoy tratando de discernir si me ha gustado mucho o no me ha gustado nada.
Tras acabar el libro me he puesto a ver un documental llamado The Loneliest Whale. The Search for 52. Toda la historia gira en torno a la premisa de que hay una única ballena que se comunica a 52 hercios, de ahí su nombre. Al parecer se trata de una frecuencia que ninguna otra ballena habla, por lo que no puede interactuar con nadie. Ha ido dejando trazos de su presencia por el océano durante años pero nadie sabe en qué bar para estos días.
Al final descubren que (ojo, spoiler, o destripe me sugiere Word) hay al menos dos. Y a mí me ha recordado lo difícil que es en encontrar alguien que hable en tu misma frecuencia, que esté en tu misma parte del océano y que además quiera casarse contigo. Y ya ves, estos cabrones lo han conseguido. Y yo, que me cagué en su madre el día que me dijeron que se casaban en octubre, sólo puedo darles las gracias por traerme, sin saberlo, a pasar algunos de los días más felices que recuerdo.
14 sept 2021
El extraño viaje.
Poco antes de la mesa para dos y la pizza de los jueves, todo esto era desierto. Desde los besos que robaba entre semana a punta de sonrisa hasta la resurrección por triplicado de los viernes; la vida no era más que un tintineo, un ponme otra, que a esta invita el destino. Entonces, el optimismo era salir cerca del ocaso con una botella de vino abrochada al cinturón del copiloto, las gafas de sol en la guantera y pensando: hoy no duermo en casa. La suerte, cómplice a veces, me permitía desayunar sin camiseta y preguntarme en qué momento se había confabulado la galaxia para que un agujero en Matrix me consintiera a mí despertar acompañado en una maraña de sábanas ajenas. Qué improbable conjunción universal me había posibilitado beberme el café dilucidando a partir de qué instante habrían sus labios bajado la defensa y asumido que esa noche nuestra ropa dormiría a la orilla de su cama.
Un día, sin embargo, la cosa cambió y las resurrecciones tres veces por semana dieron paso alborotado a carcajadas sonoras los sábados por la mañana. A café, tostadas con tomate y discos de Aznavour sonando en el imaginario tocadiscos del salón. Poco a poco, y casi sin saberlo, fuimos transitando de lo etéreo a algo más eterno, como si la eternidad fuera una opción para dos personas que no llevan reloj. Las gafas de sol, que otrora dormían en el coche, empezaron a hacer noche en el salón, junto a un manojo de llaves que, como nosotros, se acabó multiplicando. La exigua lista (mental) de conquistas acabó dando paso a la extensa lista (real) de la compra. Aquella botella de vino que me hacía compañía en la autopista terminó por no salir tanto de casa y pernoctar tumbada en el mueble bar. Y esa sensación fantástica de descubrir –muerto de incredulidad— un cuerpo nuevo, acabó, no sin derrotar antes mi firme resistencia, dando paso a otra mejor: ir descifrando a nuestro ritmo en qué demonios consistía eso del amor.
8 sept 2021
La felicidad.
17 jun 2021
Huérfanos de capitán.
13 jun 2021
Hacer planes. O mejor, no hacerlos.
A menudo nos afanamos en hacer planes como si esto sirviera de algo. Y casi nunca reparamos en que establecer un guión predeterminado suele ser el primer paso para incumplirlo. A corto plazo es fácil decidir. Tomar partido por algo cuyo efecto no va más allá de mañana es sencillo. Planear un fin de semana lo hace cualquiera. A medio, las cosas cambian, porque se introducen factores que a veces ya no están en nuestra mano. A largo, olvídate. Puedes tener una meta, un objetivo que te marque la pauta, pero tratar de establecer paso a paso los diferentes hitos que te llevarán hasta allí, la mayor parte del tiempo sólo traerá consigo frustración. No debes hacer planes si no tienes capacidad de adaptación. Ni tomar decisiones de cierta enjundia si no estás dispuesto a que la vida se ría en tu cara en algún momento del juego.
En los últimos siete años, que he vivido en Estados Unidos, creo que he pasado por todas las fases que conlleva establecer una hoja de ruta. Desde la decepción hasta la sorpresa, pasando por la aceptación. He perdido la cuenta de las veces que le he dicho a alguien que jamás me quedaría allí. Del mismo modo que tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que negué que regresaría a España para vivir aquí. No sé en cuántas ocasiones he pensado que mi decisión era definitiva, ni cuántas veces he aceptado que mi futuro a este lado del Atlántico simplemente no iba a existir. He conocido mujeres con las que pensé que me casaría, tendría hijos y pasaría el resto de mi vida. Y la vida siempre se ha empeñado en demostrarme que estaba equivocado. Que siempre hay un paso más. Y que este no siempre depende de nosotros.
Hace unos años regresé a casa en verano y anuncié a bombo y platillo que había tomado la determinación de volver a España, a pesar de que aquí ya nadie me esperaba. Se lo dije a mis amigos más cercanos, convencido de que ese era el plan. Al retornar a Nashville, sin embargo, la cosa empezó a cambiar. Con el tiempo llegó una pandemia, y con la pandemia pasé un año y medio allí. Recluido. Mi perspectiva cambió, claro. Hasta el punto de que me di cuenta de que mi futuro, ese que hacía tiempo había confirmado pasar en la piel de toro, estaba allí. Por primera vez en mi vida acepté que mi familia no crecería al sur de los Pirineos. Que mis hijos hablarían inglés. Y que España, como Marina D’Or, sería mi ciudad de vacaciones.
Y ya ves. Llegado a este punto, resulta que el destino me estaba poniendo a prueba una vez más. Demostrándome que hacer planes no sirve de mucho, porque en el fondo el control que tenemos de nuestra propia vida es limitado. Que en cualquier momento inesperado te suena el teléfono y lo que parecía blanco se convierte en gris. Y que el futuro, que parecía asegurado ya en the land of the free, igual me depara algo que jamás habría pensado. Así que aquí estoy, riéndome de mi ingenuidad cada vez que pronuncio una frase con pretensiones de eternidad. Y aceptando que por muchos planes que haga, al final siempre existe una variable de indeterminación que no puedo controlar. Haciéndome a la idea de que, una vez más, el universo ha tirado una moneda al aire y a mí sólo me queda esperar para saber si es cara o cruz.
6 jun 2021
Nueva York.
Nueva York es una distopía en la que los coches regulan el tráfico a los semáforos y los edificios transitan entre las personas. Es como el libro de arena de Borges, que jamás muestra la misma página dos veces. Da igual cuándo vayas, la ciudad siempre es otra que te escupe y te devora. O al revés. Es inabarcable y tremenda, y parece que se repite, pero es mentira. De una calle a otra cambia de planeta y hasta de siglo. Es un universo paralelo construido sobre los restos de un damero hipodámico vertical. Un lugar donde la decadencia bebe Dry Martinis sola acodada en la barra de cualquier bar. La melancolía estética que destila contrasta con el perpetuo estado presente de su inagotable vida. Allí, el alba y el ocaso se confunden entre sí. Los días avanzan como un tiovivo de saldo que no puede parar de girar. Que no quiere dejar de rotar. En Nueva York no existe el futuro. Sólo cabe un ahora que se acaba de esfumar. El momento desaparece, se evapora por largas chimeneas naranjas que le dan el toque acre a la ciudad. El tiempo, que no es siquiera una forma de medida, trepa por escaleras de incendios huyendo despavorido hacia las llamas que habitan minúsculos espacios. Si la ciudad ardiera, ya nadie tocaría el arpa. Si se hundiera, la orquesta llevaría años durmiendo con los peces. Allí se va a soñar con otra vida paralela, aquella que nunca sucedió. En Nueva York es imposible no querer ser. Al llegar, ya nada queda en ella de uno mismo. Manhattan desafía la lógica espacial y redefine la duración del tiempo. En la Quinta, un segundo dura bastante menos que en París. Caminar por Park Avenue, sin ser Don Draper, es saltar en caída libre y esperar aterrizar de bruces en la cama. Algún día, dentro de siglos, Nueva York será nuestra Roma. Alguien tratará de descifrar el Empire State como si fuera la columna de Trajano y descubrirá que fuimos la nada. Hasta entonces, la ciudad seguirá encendida, alumbrando el camino de almas que vagan entre dos orillas sin saber que en Central Park apenas quedan patos. Ni sueños.
25 may 2021
Roma.
Algo que uno aprende la primera vez que va, es que de Roma nunca se acaba de volver. Salir de ella es como tratar de regresar del otro lado del Aqueronte: imposible. Allí uno es alma errante, rodeado de fuentes repletas de monedas que esperan impertérritas que Caronte las recoja. Sus calles serpentean, sorteando ruinas a cada paso, rompiendo el eje del espacio y desafiando a la barrera del tiempo. Caminar por Roma es desembarcar en el Delorean y desear que nadie invente el plutonio en el futuro. El Tíber limita, casi hace frontera, con lo divino. La delgada línea que separa lo vivo de lo imperecedero. Al otro lado, tras el telón de la bohemia se esconde otra provincia del Imperio. En el Trastévere, que como una matrioshka pareciera ser una ciudad dentro de otra ciudad, es posible encontrarte entre semana a una mujer, sentada sola en medio de una plaza, emulando a Jacqueline du Pré y tocando el Concierto de Elgar un martes cualquiera. Nada resulta extraño en un lugar donde uno parece estar a las puertas del cielo. Un cielo que en el Panteón de Agripa se atisba inalcanzable entre medias de su cúpula. Bajo ella, en las noches de tormenta, la furia de los dioses ilumina por completo media esfera, dejando caer el agua en su interior. Ver llover desde dentro del Panteón es mejor que ver nevar por la ventana en Nueva York. Quien no ha visto un relámpago centellear desde allí dentro debe volver e invocar a Júpiter para que mande un rayo. En Roma, quien nunca creyó al menos dudará, aunque sólo sea por puro mimetismo. En ella caben todos, desde turistas despistados, amenudo fotógrafos improvisados del alma, hasta mujeres de hábito y hombres de alzacuellos. Allí lo eterno se bate en un extraño duelo con la prisa por la inmortalidad. Lo circunstancial no existe, pues en ella nadie es forastero. De ella venimos y hacia ella vamos. No hay pérdida. Una vez, en Roma, sabe a poco. Dos, sigue pareciendo insuficiente. Tres, es simplemente el paso previo a cuatro. Todas las demás ciudades del mundo son preliminares en comparación.
30 abr 2021
Disfrutar la incertidumbre.
Como en las películas, todo empezó en Nueva York. Fue un 18 de octubre de 2013, a eso de las siete de la tarde. Nos hallábamos sentados en un McDonald's mangando wifi y bebiéndonos una coca cola en cuyo recipiente podríamos haber nadado unos largos. Probablemente nos estábamos comiendo unos nuggets; ya no me acuerdo. Teníamos las maletas al lado de la mesa y llevábamos puesta la boina —no el beret, modernos— de no haber cruzado nunca el charco. Y allí estábamos, disfrazados de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, en medio del que para nosotros, en ese momento, era el lugar más inhóspito del mundo y sin saber dónde íbamos a dormir esa noche. Nueva York era un monstruo feísimo enseñándonos los dientes con las mandíbulas desencajadas y, en vez de acojonarnos, nos dio por reírnos, pasarle la seda dental entre los molares y decirle que engullese a otros, que a nosotros no nos asustaba. Y así fue. Reservamos un hotel, caminamos Manhattan arriba, aparcamos nuestro equipaje en el Grace y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos haciendo cola en Burger Joint.
Lo cuento porque ese instante de desamparo es la mayor sensación de libertad que he experimentado en mi vida. Y porque es la primera vez que recuerdo, de manera consciente, disfrutar abiertamente de la incertidumbre de estar vivo. Mirar a los ojos de la duda y decirle, sin titubear y con mucha chulería: esta noche puedes echarme lo que quieras, que no te tengo miedo.
Desde que nacemos nos van poco a poco programando para que queramos tener todo bajo control. La ruta parece estar preestablecida casi desde antes de empezar. Nos convencen de las bondades de hacer planes y sentir que estamos a cargo de nuestra propia suerte. Así que claro, a la mínima que nos salimos un poco de la línea nos entran los soponcios, los disgustos y los ataques de ansiedad. Y alguien debería enseñarnos que no tiene por qué ser así. Que no pasa nada por escribir torcido de vez en cuando. Que la ausencia de certeza, a veces, esconde sensaciones maravillosas. Y que estar perdido en medio de la nada, sin saber dónde dormirás esa noche, puede ser, en ciertos momentos de la vida, la mejor manera de encontrarse a uno mismo.
22 abr 2021
El penúltimo reducto de la infancia.
Pasan los años y las personas se van. Y en uno de esos portazos a la vida, queda la estirpe tambaleándose como un tentempié que no acaba de encontrar jamás el equilibrio. Miras al frente y cuando te quieres dar cuenta hacia atrás no queda nada. El pasado se diluye a la sombra de una parra en una casa rosa, mientras te ves clavando clavos en retales de madera con un martillo cuyo peso tus brazos apenas pueden soportar. La memoria se despeña haciéndose la indiferente, pues a ella el paso del tiempo no le afecta, recordándote aquellos fideos gordos que comías en la casa de la playa. Las partidas de mus que jugaba tu padre con tu abuelo. Los nísperos que colgaban del árbol de la esquina de la calle Esperanto. El melón al que operaba Florencio en la terraza. Las mañanas de verano en la piscina. Comer en la cocina del bar antes de que empezaran las comidas y esperar dos horas en casa hasta hacer la digestión. El futuro entonces no era más que una promesa y el tiempo estaba detenido entre la bruma de la monotonía veraniega. Pasó la vida y poco a poco empezaron a desaparecer los personajes de la historia. Uno a uno fueron dejándose caer del otro lado, llevándose consigo –algunos— una gran parte de mí. Con el tiempo se acabaron secando aquellos limoneros y al dominó se le perdió el seis doble. Y en aquella casa, donde siempre había sopa, sin importar la época del año, se acabaron de un plumazo los últimos días del Edén. Crecimos. Y con crecer fuimos desterrando vacaciones, cada vez más reticentes a despegarnos de los nuestros. Aquel mar que hacía juego con el edificio rojo del fondo dejó paso a los días raros. Elena, que así se llamaba el supermercado de la esquina, acabó echando el cierre y dando paso a un pub irlandés. El niño al que le colgaban los pies mientras bebía zumo de tomate natural sentado en la encimera, se acabó haciendo grande. Y nosotros, que entonces no supimos valorar lo que teníamos, miramos hoy con ojos de nostalgia cómo cae, por desgracia, el penúltimo reducto de la infancia.
3 abr 2021
El amor. O algo así.
Cuando nos conocimos el amor ya estaba inventado. Y sin embargo decidimos retorcerlo, estrujarlo hasta que se convirtió en algo maleable. Nuestro. Hicimos cálculos a ojo y nos dimos cuenta de que sí. Que en este barco de papel cabíamos los dos, aunque a ratos nos tocase achicar agua a estribor. Así que nos pusimos manos a la obra. Sin carta de navegación, sin astrolabio y sin nada. Seguimos nuestro instinto, que no siempre es el mejor, como si hubiese algo de infalible en ser valientes en el fin del mundo. Con el tiempo, tras un sinfín de horas sin silencio, nos hemos dado cuenta de que en nosotros lo uno no siempre va de la mano de lo eterno. Que eso es más bien para el resto. Y está bien. Hemos aceptado no encajar en el molde y, de paso, acordado no hacer apología del modelo; por si alguien se da cuenta de que este amor no hace pie en piscinas de teselas setenteras. En el fondo no somos más que un paso aventajado que todavía está buscando el equilibrio entre mareas. Y nos vale. Porque aunque no encajemos en la definición de amor del diccionario, hemos inventado una baraja en la que sin marcar las cartas ganamos ambos siempre la partida. Nos funciona jugar conforme a nuestras propias reglas aunque de tarde en tarde nos toque cambiarlas en medio del partido. Descubrir a golpe de palabra lo que nos convence y lo que no. Que parece fácil, pero no. A nosotros nos sirve ser conscientes de que no somos perfectos. Nos gusta aspirar a un lugar en el que tiemblen los cimientos de ese amor uno que al resto une y a nosotros a veces nos sofoca. Y no hay nada malo en no ser el tipo de la norma, ni en tratar de respirar por fuera de la escafandra una vez que hemos llegado hasta la luna. Al contrario. Ahí arriba la gravedad deja de ser una constante y la ausencia de fuerza de atracción convierte todo esto en algo menos angustioso. Más ligero. Y se agradece.
25 mar 2021
No pasa nada.
14 mar 2021
Cosas que no.
9 mar 2021
Pequeñas alegrías.
El primer café del sábado. Dormir con la ventana abierta en primavera. El olor a mar. Subirse a un avión. Llegar a casa borracho una noche de agosto. Hacer un arroz negro. Madrugar. Un primer beso. Salir a tomar algo, liarte y regresar a casa al día siguiente. Cambiar de canal y encontrar tu película favorita. El pelo enmarañado. Lo que viene antes del pelo enmarañado. Descorchar una botella de champán. Entrar en unos pantalones en los que hace tiempo no cabías. Hacer un regalo a conciencia. Un gofre con chocolate. Volver a hablar con alguien a quien diste por perdido para siempre. Ir a Roma. Aparcar a la primera. Enviar una postal. Que no se te peguen las tortitas. Estrenar camisa. Encontrar un libro bonito en un puesto de viejo. Las primeras fresas. Regalar flores. Pasear por el Retiro. Descolgar el teléfono y escuchar la voz de tu madre. Abrir un ojo a media noche y darte cuenta de que aún faltan horas para el despertador. Un gintónic bien hecho. Un olor familiar. Regresar a España y plantarte en casa de tus padres por sorpresa. Adoptar un cachorro. Saberte la respuesta a una pregunta del Trivial. Leer un libro y darte cuenta en la tercera página de que no quieres que se acabe. Sentirte turista en tu propia ciudad. Pedir un perdón sincero. Descubrir una canción y sentir que nunca ninguna otra podrá ser mejor que esa. Ir a Nueva York un finde y que al volver ya sea fin de mes aunque estemos a primeros. Levantarse una mañana con el guapo subido. Ver nevar detrás de la ventana. El primer día sin calcetines después del invierno. Cerrar un bar. Y otro. Que a alguien le guste lo que escribes. Un croissant de mantequilla recién hecho. Recordar un nombre que tenías en la punta de la lengua. Que te salgan las cuentas. La ropa planchada. Escribir la tilde de sólo. Y de guión. El primer trago de cerveza. Recibir una carta manuscrita, aunque no sea de amor. Estampar un libro con tu ex libris. El olor del pan recién horneado. Sacar un cinco doble a la primera en el parchís. Tomar una decisión después de un tiempo dándole vueltas a algo. Un corte de pelo y un arreglo de barba de tu peluquera de confianza. Un día de sol después de muchos días grises. Volver a casa después de un año y medio fuera. Visitar Granada. Que te diga que sí, que se casa contigo.
26 feb 2021
Lisboa.
“Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».”
El invierno en Lisboa, Antonio Muñoz Molina.
En Lisboa uno no ha llegado y ya tiene la sensación de que la ciudad ha empezado a despedirlo. Es como aterrizar directo en la nostalgia. Caminar por sus calles es viajar en el tiempo. Sus fachadas rezuman trasiego vital. Humo pretérito. Da igual la hora del día, pues la tristeza parece encontrarse siempre a la vuelta de cualquier esquina. Está impresa en el carácter. En ella se pueden ver la decadencia y la belleza paseando de la mano, como una pareja que acaba de romper pero aun así comparte paraguas. Tiene un color ocre que tinta el ambiente y parece estar preso también en el sonido: el portugués es el idioma del alma. Si lo escuchas al cantar te resquebraja. Las palabras se derriten al ser pronunciadas. El fado es un incendio. Un crisantemo ardiendo que se apaga solo en la celda de un convento. Un llanto que abriga y se atraganta entre los ojos. Como un perdón atravesado en la garganta. Un puñal y un lamento. Como un lunes postrero y afectado. Lisboa es una ciudad que vive indiferente. Que transita entre los días laborables. Hay algo en ella de reloj averiado. De manecilla quieta a las tres de la mañana. De corazón que a veces deja de latir. Es como un susurro. Como un tren abandonado en medio de una vía. Pertenece a otra década. Quién sabe si a otro siglo. Un sitio perfecto para ver llover y apreciar el color de los reflejos en sus adoquines maltrechos. Se la puede echar de menos sin haber estado allí. Es como una especie de melancolía de saldo. Si pudiera elegir ser otra ciudad, todavía sería ella. Y sin estar, y habiendo estado, uno tiene esa extraña sensación de querer volver a un sitio gris donde nunca ha visto el sol. Porque Lisboa no es un lugar. Es un estado de ánimo.
21 feb 2021
Benidorm 1999.
Recuerdo que algunos veranos, casi siempre en julio, pues en agosto se volvían a San Lorenzo hasta pasada la romería, íbamos allí. A veces, manías de mi padre, llegábamos casi sin avisar. Llamábamos cuando parábamos en Juanito y, entre que nos comíamos el montado de lomo y comprábamos la caja de Miguelitos de rigor, les decíamos que estábamos de camino. Al llegar el ritual era siempre el mismo, Florencio bajaba hasta la acera y con un enorme mando gris y rojo que tenía entre los asientos de su coche junto a un Nokia antediluviano, nos abría la puerta del garaje mientras la abuela miraba desde el balcón del Dona I. Una vez aparcados, algo que solía ser difícil, pues siempre hubo menos plazas que pisos, nos acercábamos hasta el zaguán para coger el ascensor. Allí estaba Cristóbal, el conserje que peor fregaba los pasillos de toda la provincia y el que mejor tarareaba rancheras de todo Benidorm. Ya en el cuarto, casi al final del corredor de la derecha, la abuela salía a recibirnos a la puerta, casi siempre con el mandil puesto y una piel áurea, tostada a fuego lento bajo el sol.
Durante nuestra estancia era casi tradición cruzarnos con los hijos del vecino, un par de ganapanes algo más mayores que yo que trabajaban en el supermercado que sus padres tenían en la zona comercial y hablaban idiomas por doquier. Cuestión de tiempo era ir encontrándonos con el resto de la fauna del edificio: la perrona, que era una señora a la que mi abuelo había bautizado así y sobre quien siempre se cernió la sospecha de la calle; el cornudo, marido de ésta y hombre de dudosa inteligencia; y el hijo de éstos, al que le faltaban, como mínimo, seis o siete hervores. Por allí andaba también el tío Félix, una especie de señor Cuesta calvo y gordo, patriarca de todos los anteriores, que siempre ostentaba, voto por delegación mediante, la presidencia de aquella nuestra comunidad.
El barrio no era la colonia de El Viso –porque en Benidorm nada lo es— pero el edificio tenía dos piscinas y una cancha de fútbol donde, a eso de las cinco, que ya daba la sombra del Hotel Poseidón, nos juntábamos los chicos de los dos bloques a dar patadas a un balón. La cosa nunca se alargaba demasiado, pues al rato mi madre me llamaba desde el otro lado de la valla para que subiera a ducharme. Aquella rutina, que se repetía cada día, era el prólogo del paseo de la tarde; algo que a mí me aburría sobremanera, pero que formaba parte de la costumbre del lugar. Algunos días –los menos— si había suerte, dábamos una vuelta hasta la plaza del coño o subíamos hasta el castillo, que a pesar de que la cuesta era empinada, quedaba mucho más cerca de casa que el Rincón de Loix. Otros no quedaba más remedio que resignarse y caminar hasta el final de la playa, algo que a mí me resultaba muy tedioso entre todos aquellos andadores y sillas motorizadas, pero que mis abuelos, que conocían a medio paseo marítimo, disfrutaban con fruición.
Las mañanas eran distintas, aunque siempre empezaban igual. Mi abuela se levantaba y preparaba zumos de naranja para todos. Algunas veces, nunca llegué a saber muy bien por qué, lo mezclaba con zumo de limón, y si las naranjas no andaban muy cristianas, que a veces tenían una acidez del demonio, les echaba un chorrito de edulcorante líquido que lo arreglaba todo. Después de eso, mi abuelo, que no tomaba café y siempre se dejaba un culillo de líquido en el vaso, sin importar lo que estuviera tomando, bajaba a comprar el AS a Choni, una tienda de periódicos que regentaba un tal Juan. Yo, que entonces no leía demasiado, la recuerdo como un lugar donde se vendía de todo: desde libros, periódicos y coleccionables, hasta chancletas, colchonetas hinchables y balones de playa. Ayer, mientras escribía esto, vi en Google Street View que aquel bazar había sido sustituido por un supermercado de esos donde los ingleses hacen acopio de espirituosos múltiples y pensé que el alcoholismo ajeno había ido poco a poco devorando los lugares de la memoria de mi infancia.
Después de comprarlo, Florencio leía el periódico en la playa, entre baño y baño, mientras mi abuela, reposando en la tumbona se enteraba de los entresijos de la vida de Chabeli en el último número del Pronto. Allí, entre hordas de gente, aprendimos mi hermano y yo a orientarnos, sobre todo después de que una vez se perdiera regresando de la orilla y lo encontrásemos intacto con su bañador de Mudito y su botella de agua debajo de un parasol ajeno. Desde entonces, cada día nos fijábamos en el edificio de enfrente para tener así una referencia en caso de extravío. Casualidades de la vida, o no, durante mucho tiempo plantamos la sombrilla justo al lado del KM, lugar de encuentro de borrachos al que años más tarde volveríamos Pablo y yo a deshoras, ya sin nuestros padres, a mezclarnos con la turma entre tragos de ginebra y darnos el lote con alguna rubia de palo.
De vez en cuando –más menos que más, salvo que fuésemos en comandita con la familia de mi padre—, comíamos fuera de casa. Era costumbre ir al mismo sitio, una casa de comidas que nunca supe cómo se llamaba, pues los mayores se referían a ella como “donde Enrique”. Tenía un menú del día en el que, salvo contadas excepciones, siempre comíamos lo mismo: paella de primero y de segundo, y arroz con leche de postre. Algunos días, si había suerte, nos soltaban veinte duros y nos permitían ir a los recreativos que había justo debajo, donde pasábamos el rato jugando al Tekken mientras ellos se tomaban el café en la sobremesa.
La ciudad, como nosotros, siguió creciendo. El Habana, que estaba en frente de casa y hacía un montón de ruido por las noches, cerró. Lo mismo pasó con el Toscana, que hacía la mejor pizza cuatro quesos que yo he probado. La calle por la que entrábamos hasta el garaje se peatonalizó y los abuelos se fueron haciendo más y más mayores. La última vez que fui, ya ni siquiera me quedé en el Dona I, sino que lo hice en un ático desde el que se veía el mar. Cambié los zumos de la abuela por las copas, y pasé de ir a la playa de día a hacerlo de noche para bañarme en pelotas con una pelirroja que seguramente ya se haya olvidado de mí. Al contrario que yo de Benidorm, del que ya todo son recuerdos.
8 feb 2021
Somos cómplices.
El tonto (o la tonta) de turno ha parido un exabrupto. Pasa cada día. Y cada día vamos todos en manada a decirle lo tonto (o tonta) que es. Había dos opciones: dejar pasar la bala y verla rodar virtualmente como un estepicursor en medio del Death Valley, o enfundarnos el antifaz de justicieros cibernéticos y tirar de retranca (en el mejor de los casos) para señalarle sus miserias. Y claro, como somos de gatillo fácil, elegimos la segunda. Vamos a poner en evidencia a este capullo (o esta capulla, Dios me libre de no hacer distingo) que se lo ha ganado a pulso, nos decimos mientras blandimos el diccionario como si fuésemos antidisturbios. ¿Cómo me voy a quedar yo callado ante tamaña idiotez, Señor? ¿Cómo resistirme a decirle algo que, por otra parte, jamás le diría si en lugar de haber una pantalla de por medio lo (o la) tuviese sentado (o sentada) detrás de mí en la barra de un bar? Pues así con todo. Un día tras otro pisamos el mismo charco, como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, sin caer en la cuenta de que en el fondo somos cómplices. No de la chorrada, que pertenece a su legítimo propietario (o legítima propietaria), sino de dar pábulo a un (o una) idiota. De alimentar el ego de un (o una) torpe. De crear un becerro (o becerra) de oro. O de golfi, tampoco vamos a pasarnos, que esto es Twitter.
Venga, vamos a darle una lección a este cretino (o cretina) que escribe con pseudónimo y sólo Dios sabe quién es. Igual un quinceañero (o quinceañera) pajillero (o pajillera) que un (o una) viejales trasnochado (o trasnochada). Y allí que vamos, cargados con el rastrillo de tres dientes y las antorchas, a pecho descubierto, a linchar al (o la) pedales de turno. Erigidos en marabunta, armados con nuestras palabras más dañinas, a dar cera por doquier. Sin recalar, la mayoría de las veces, en que responder a un idiota es, en el fondo, una forma de legitimar su opinión. Y olvidando que ofender es un privilegio que en las redes sociales, a menudo, se otorga de manera demasiado liviana. Y no debería ser así. Debería ser justo lo contrario: que nos resbale todo aquello que no sea expresado por alguien a quien tengamos en consideración.
28 ene 2021
El primer columnista.
El primer columnista que recuerdo es un cura agustino: Leónides Antón de Lucas. Un sacerdote que lo mismo se ponía el alba para celebrar misa, que podaba rosales por Santa Rita allá por mayo, que agarraba la pluma y te escribía una columna en el extinto “Diario Noroeste”. De él tengo grabadas varias cosas en la memoria, en especial un bofetón muy merecido que me dio en un recreo. Fue una hostia de esas terapéuticas que incluso en el momento, tendría yo nueve años, acepté sin rechistar por apropiada. No tengo trauma ni nada, ojo. Al contrario, le estoy muy agradecido. La otra cosa que me viene a la memoria es él, a la entrada del colegio, entregándome un periódico y señalando orgulloso su nombre con el dedo en la segunda página para que leyera lo que había escrito. Yo entonces no debía tener más de diez años y no sabía lo que era una columna, pero con los años me he dado cuenta de que las suyas fueron las primeras que leí.
Desde hace meses huroneo en internet tratando de aferrarme a su legado y recuperar alguno de sus textos para rememorar aquellas mañanas invernales cruzando la lonja del Monasterio. Sin embargo, la hemeroteca virtual no siempre acompaña y le deja a uno tan frío como el viento que le arrastraba camino del aula en aquellos años colegiales. He encontrado un texto, sólo uno, de hace ya casi 21 años. Y lo he leído y releído. Y he constatado con gusto que escribía con tanta destreza como daba bofetones. Aún albergo la esperanza de que alguna hemeroteca de la Sierra madrileña albergue ejemplares sueltos del periódico y me pueda deleitar un poco más.
Estos días, que me faltan las ganas de empezar a escribir la tesis, me he acordado varias veces de él al tratar de hallar el origen último de mi interés por las columnas. Escribía en un diario gratuito y me imagino que de forma desinteresada. Le imagino un columnista puro, de esos que escriben por amor al arte. A saber. En el fondo aquel hombre era un misterio para mí. Un misterio que ahora, espoleado por mi inminente inmersión en el mundo columnístico, ha vuelto a cruzarse en mi camino. Yo sé que lo que viene no es fácil y que habrá días que no me apetezca escribir (hoy fue uno de ellos), pero espero de veras que la inercia de aquel guantazo, que fue la mayor lección de decencia de mi vida, me ayude a seguir tecleando incluso en los días más espesos.