1 may 2022

El último bofetón de la Rosita.

Algunas décadas después de que la doña Rosita de Lorca se quedara soltera y la doña Rosa de Cela repitiera con fruición en su café que nos había merengao, nació mi madre, que también era Rosa y además María. Fue la tercera de siete y lo sigue siendo, porque en mi familia otra cosa no, pero tendemos a la longevidad, como si vivir muchos años fuese una aspiración vital y no tanto una cuita del destino. Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir siempre a él— y mi abuela —que con ochenta y muchos aún no sabe lo que es el descanso— tenían un horno del que, a excepción de mi tío Paquito, sólo salían niñas, así que mi madre creció en un gineceo. 

Enrique San Francisco —que en paz descanse, como diría mi abuelo— tenía un monólogo en el que hablaba de las madres y decía que son el mejor invento del mundo. Mencionaba algunos principios básicos que tenían aprendidos de serie: el no arrastrar los pies, el mantener la habitación recogida, y el taparse la boca para no coger frío. Yo diría que las grandes batallas de la mía siempre han sido la del cuarto y el que no nos ahogáramos masticando algo. Esas, y aguantarnos a mi hermano y a mí cuando llegamos a casa en estado catatónico, que alguna vez ha pasado. 

Fue un mes de julio de hace muchísimos años. Como cada verano, nos íbamos a Torrevieja y había que salir pronto para evitar la dichosa caravana. Recuerdo que salí de casa con una botella de whisky y me prometí a mí mismo retirarme en hora, sin caer en la cuenta de que tan temprano son las dos de la mañana como lo son las siete. Vuelvo pronto, dije. No me llevo coche, recalqué. Acuérdate que a las seis y media salimos para la playa, me respondieron. Sí, sí, no os preocupéis que en un rato estoy aquí, concluí ingenuamente. 

Debían ser las cuatro y media de la mañana cuando me llamó por primera vez. ¿Se puede saber dónde coño estás? Que nos tenemos que ir y todavía llegas tarde. Algo así creo recordar que oí entre la música de la discoteca y el ruido de la gente. Aquel fue el primero de los tres avisos antes del descabello. A las cinco y pico me llamó otra vez. Y a las seis y algo me volvió a vibrar el bolsillo, pero ya no tuve valor a descolgarlo porque sabía que al otro lado se escondía el basilisco y era capaz de arrancarme la oreja de forma telemática. Estoy en un lío, pensé. Y aquel pensamiento fue la primera muestra de raciocinio de la noche.

Supe que la cosa no iba a acabar bien cuando, al subir el último escalón que separaba el interior de aquel antro de la calle, vi que era de día. No un día pálido ni timorato, no. De día, día. Con su sol en lo alto y su alegría veraniega. Con gente ya por la calle acercándose a las tahonas. Me subí en el coche de Pedro, que había aparecido por allí en algún momento de la noche, y doña Rosa la casada —con mi padre, concretamente— me llamó de nuevo para darme cuatro gritos y transferirme algún mensaje que no alcanzo a recordar de forma exacta, pero cuyo contenido venía a implicar que era un borracho y un descerebrado. Debían ser las siete de la mañana, o sea, una media hora más tarde de la hora inicial de salida.

Al llegar a mi casa entré por el garaje, y fue allí, en el tramo de escaleras, que me crucé con mi padre, quien con un gesto de asombro me miró y me dijo: “Ya te vale”. Avancé sigiloso hasta la cocina, donde me esperaba mi madre un poquito contrariada. Buenos días, le dije con una sonrisa, a lo que me respondió, sin mediar palabra alguna, con un bofetón que me puso a bailar. Tras ello, y en un ataque de dignidad, me subí a mi cuarto y me tumbé en la cama a dormir hasta que Pablo, que entonces no entendía nada, vino a despertarme para meterme en el coche. Pero eso es otra historia que contaré otro día.

Ella, que tiene mala memoria cuando quiere, se suele hacer la loca cuando hablamos de aquella mañana y omite interesadamente aquel bofetón, que por cierto fue el último. Y no porque no le haya dado motivos desde entonces. 


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