La foto está tomada en las
escaleras del adosado que mis padres compraron sobre plano justo antes de
casarse en el año ochenta y ocho, en la calle Diana número quince, en Las
Rozas. Pese a que desconozco la edad exacta que tenía en ella, estoy seguro de
que por aquel entonces en aquella casa sólo vivíamos tres: mi padre, mi madre,
y yo. Algún tiempo después vendría mi hermano, y casi al final de nuestros días
en ella llegó Larry, un pastor belga negro que pasó a llamarse Lagún porque así
lo quiso mi abuelo materno, que fue quien se encargó del perro mientras
nosotros vivimos en un piso de la calle Velázquez en San Lorenzo, pueblo en el
que sigo viviendo a día de hoy.
A pesar de que presumo de tener
buena memoria, la realidad es que no recuerdo cuándo se hizo, aunque estoy
seguro de que fue en algún momento del año noventa y uno. Del mismo modo,
tampoco recuerdo quién tomó la instantánea. Aunque según mi padre fue él, lo
cierto es que la podría haber tomado mi tía, pues ambos fueron reporteros
gráficos de mi infancia y de gran parte de mi vida.
La foto para mí es especial por
varios motivos, pero esencialmente porque representa de alguna manera la época
más feliz de la vida de mis padres. Cuando fue tomada, mi padre aún era maestro
de la EGB en Galapagar, y mi madre trabajaba como administrativa en el extinto
restaurante Jockey, de la calle Amador de los Ríos de Madrid. Mi hermano aún no
era siquiera un proyecto por aquel entonces, y yo, por lo que me cuentan, tenía
una especial afición a agujerear las paredes de mi casa a golpe de martillo,
afición que por cierto ya no tengo y que me fue inculcada por mi abuelo
materno, que era cerrajero.
Existen además otros detalles en
la misma, que de alguna forma son irrepetibles. Para empezar porque en ella aún
soy rubio y tengo el pelo largo y a tazón. Y para seguir porque llevo puesto un
chándal, cosa que a día de hoy resulta francamente impensable. Sin embargo, hay
cosas que veintitrés años después aún no han cambiado, como por ejemplo mi
sonrisa de medio lado, que sigo poniendo cada vez que el objetivo de una cámara
de fotos se cierne sobre mí. O la posición de mis manos con los dedos cruzados,
que sigo manteniendo de cuando en cuando. No ha cambiado tampoco la mirada, los
ojos con los que veía y veo todo, pero sí lo ha hecho el mundo que me rodea. Y
ya no mantengo la inocencia, si es que alguna vez la tuve, como un día me dijo
un profesor en el colegio: “usted no ha sido inocente ni siquiera el día que
nació”.
Es evidente que han pasado los
años, pero de alguna manera sigo siendo aquel niño travieso y cabroncete que le
daba las llaves de mi casa en un llavero verde de Caja Madrid, a través de la
valla del jardín a Poti, el perro de mi vecina de Pontevedra, para ver si se
las comía. Sigo siendo el mismo al que su madre un día le pilló sentado en el
poyete de la ventana observando hacia la nada con unos prismáticos cuyas lentes
no alcanzaban más allá de su propia imaginación. Aquel que fregaba la cocina
intentando echar una mano, y la dejaba encharcada. Ése que se quedó sin
triciclo porque sólo a su madre se le ocurrió montarse para hacer la gracia en
el salón.
Ahora tengo el pelo un poco más
moreno (tampoco mucho) y algo más de barba (a veces), no utilizo chándal ni
para ir al gimnasio (las pocas veces que voy), y de aquello dudosa inocencia no
queda ni rastro (creo). Conduzco un coche diésel que me regaló mi padre, en
lugar de un tractor eléctrico que me regalaron los Reyes Magos, y he cambiado lo
de ver el Cartoon Network en inglés por otro tipo de aficiones algo menos
confesables. Ya no amenazo con matar moscas con un bote de esmalte de uñas de
mi madre mientras mi padre me graba comiendo jamón en el jardín, y tampoco
canto la canción de “a mi burro”.
Sin embargo, y aunque un poco más
mayor, de alguna manera sigo siendo -y espero siempre ser- el niño de la foto.