20 nov 2013

Historia de un desengaño.



El 23 de enero de 2010 publiqué una entrada en “Diario de un Cojonazos” –bitácora que por aquel entonces hacía las veces de blog personal- llamada “La Toga”, en la que terminaba diciendo:

“Esa Toga es el único objetivo que no me ha decepcionado en estos años. Porque yo sabía que quería la Toga mucho antes de saber lo que era. La Toga lleva viviendo en mi cabeza cerca de 10 años, y ahora que tengo un brazo metido en ella no voy a dejar que se escape. Porque ha sobrevivido a todo. A mis relaciones, a mis excesos, a mis faltas de constancia. Y no me ha abandonado.

Al contrario, cada día es más mía.”

Hoy, 20 de noviembre, hace un año que por primera vez me puse aquella toga que con tanto esmero había deseado conseguir durante el último decenio. El destino quiso que ocurriera un día de huelga general, lo cual para mí suponía una doble satisfacción: soportar sobre mis hombros el peso imaginario de aquella prenda con puñetas, a la vez que cumplía con mi deber de trabajar precisamente un día en el que la premisa sindical era no hacerlo.

Recuerdo cada uno de los detalles de aquel momento, desde el retraso que –como de costumbre- llevaba el Juzgado aquella mañana, hasta lo que me dijo la juez tras soltarle la retahíla inicial: “Pero  letrado, ¿se ratifica usted en su escrito de demanda? – Sí, señoría, me ratifico”. Fue una audiencia previa sin contrario. Y a día de hoy es el único procedimiento que he ganado (y el único que era ganable de todos los que he defendido).

He de decir que el ejercicio de la abogacía, después de 6 años preparándome para ello entre la carrera y el máster, me ha resultado completamente decepcionante. Me ha roto tanto los esquemas que a día de hoy sigo sin saber qué quiero hacer con mi vida. La abogacía, que tanto deseé durante años, pasó de ser un sueño a convertirse en una pesadilla que arrastró consigo todo lo que había alrededor. Tanto fue así, que el 22 de febrero, la colgué con vocación de eternidad.

Yo, que siempre tuve todo medido al centímetro, que siempre tuve claro cuál era el camino a seguir, me vi reo de mí mismo sin saber qué debía hacer a partir de entonces. Sin embargo, un año más tarde, y tras haber pasado por más de un sinsabor, puedo decir que aquí sigo. Esperando un tren que quizás no pase jamás mientras decido si subirme o no. Buscando aquello que me haga feliz.

Aun así, y por más que la vida me decepcione a veces, no puedo dejar de ser optimista. Y pese a que en este último año la mayoría de las noches no han sido de bodas, no pierdo la esperanza de, en el momento y lugar más inesperado, encontrar otra toga que, aunque no tenga puñetas, me devuelva la ilusión.

12 nov 2013

Once upon a time in America.



Hablemos de nostalgias. De las que pasaron, y de las que, a partir de nuestro aterrizaje en Madrid, vendrán.

Ahora que han transcurrido seis días desde que regresamos a España, y que estoy en disposición de confirmar que una vez más he incumplido una promesa (de actualizar el blog con mayor periodicidad, esta vez), me veo con ánimo de relatar algunos de los pormenores que mi estancia transatlántica me ha deparado. Los posos que tras veinte días en Estados Unidos van cayendo lentamente como si de una taza de café de “I love NY” mi memoria se tratara.

Más allá de los tópicos, en los que a menudo caeré, debo decir que es difícil no idealizar un lugar en el que, por unas cosas o por otras, uno ha sido mucho más feliz de lo que acostumbraba a ser últimamente.

Del mismo modo, es difícil no tener la tentación de fijar mal adrede la hora del despertador en la mañana de partida para –oh, qué mala suerte- perder el avión que le trae de vuelta a casa. Sin embargo –y por desgracia en este caso- ya sea por racionalidad, o por falta de valor, uno no fue capaz de sucumbir a la tentación.

Han sido veinte días en los que hemos cogido siete aviones diferentes para pisar seis estados distintos: Pennsylvania, Nueva York, Nueva Jersey, Georgia, Alabama, y Tennessee. Veinte días que quedarán a fuego en mi memoria, y que han terminado por convencerme de que mi destino a día de hoy se encuentra más cerca de Atlanta que de Madrid. Cuatrocientas ochenta horas comprobando cómo el trabajo que uno desarrolla durante el verano tiene, no sólo su recompensa a nivel económico y vital, sino su eco en el tiempo; y más concretamente en la memoria de los demás.

Hemos constatado que lejos de tener conocidos al otro lado del océano, tenemos amigos. No voy a citar a ninguno (salvo a ese que tiene nombre de ex presidente americano), porque ellos ya saben quienes son.

Estados Unidos, como todo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. No seré yo quien descubra América 521 años después de que lo hiciera Cristóbal Colón. Sin embargo –y quizás soy yo muy impresionable-, reconozco venir impactado por infinidad de cosas con las que me he sentido plenamente identificado.

No sabría, por otra parte, cuál de los tres lugares que he visitado es el que más me ha gustado.

Nueva York es especial por inabarcable, por diferente, por curioso, y por desconocido. Allí vivimos la sensación que se tiene cuando uno está en una gran ciudad a las seis de la tarde, con las maletas en la calle y sin saber dónde dormir. Y retrocedería en el tiempo una y mil veces para volver a vivirla una vez más. Para saborear ese instante en el que nos planteamos dormir en el Waldorf Astoria y no pudimos hacerlo por falta de habitaciones. Para volver a sentir el calor de los focos de Times Square a las diez y media de la noche en manga corta en una noche de octubre.

Tuscaloosa es inolvidable porque además de ser un campus universitario impresionante, está poblada de mucha gente de la que siempre guardaré un recuerdo especial. Es, probablemente, la que escenifique lo que la Universidad de Alabama ha supuesto en mi vida: un cambio de horizontes, una apertura de miras, una oportunidad para soñar. Supuso vivir en quince días la experiencia universitaria (fraternidad incluida) que en cinco años de universidad (seis con el máster) en España nunca pude tener. Constatar con envidia las abundantes diferencias existentes entre un sistema y otro. Anhelar otra vida, o un Delorean, que me permitiera pasar desde los 18 hasta los 22 en esa universidad.

Y Nashville, por inesperada (no entraba en nuestro guión), por sorprendente (no la esperábamos así), y por disparatada, es un lugar que recomiendo visitar al menos una vez en la vida. Llegó en un momento en el que, debido al fall break de la universidad, el viaje corría el riesgo de estancarse y empezar a caer en intensidad, y supuso sin duda alguna la guinda a nuestra experiencia americana.

Pero eso no es todo. Como habréis podido leer, en muchos momentos de este post, hablo indistintamente en primera persona del singular, o del plural. Y no es casualidad. Todo lo que habéis leído, y todo lo que he vivido, habría sido diferente de no tener a mi lado a mi compañero de batallas, que ayer por la mañana se embarcó en un vuelo a Manila para cumplir su sueño de ser futbolista profesional. Ninguno de todos estos momentos inolvidables habría sido igual sin Manolo, que es un cabronazo entrañable y divertido.

A partir de ahora habrá más viajes a Estados Unidos –muchos, con suerte-, pero ninguno será igual que éste. Ya nunca jamás tendremos la sensación de, por primera vez, ver los rascacielos neoyorkinos, o ver un partido de fútbol americano en el Bryant-Denny Stadium. Tampoco pisaremos por primera vez el Honky Tonk de Nashville. Sin embargo, cada vez que repitamos una de estas experiencias, recordaremos que una vez, allá por octubre o noviembre de 2013, vivimos un viaje que cambió para siempre nuestras vidas.