15 may 2020

Carreteras secundarias.

Hay algo de otro tiempo en viajar en coche. Es un poco como de aquella España de los 60 que se subía al 600 y se marchaba a Alicante con la abuela, los niños, las maletas, el perro, la sombrilla y la nevera. En esta época en la que la gente coge el avión hasta para ir al baño, existe un cierto romanticismo en ponerse al volante unas horas para llegar a cualquier parte. Yo a veces lo hago solo, más en Estados Unidos que en España, y es así como he conocido algunos de los lugares (relativamente) cercanos a la zona en la que vivo. Sitios como Rome y Atlanta, en Georgia; Lynchburg y Chatanooga, en Tennessee; Birmingham, en Alabama; u Oxford, en Mississippi. Todos ellos forman parte del exiguo imaginario de mis viajes por el sur.

De estos viajes guardo algunos recuerdos, no sólo de los lugares donde he llegado, sino especialmente de aquellos por los que he pasado. Si la infancia de Machado estaba habitada por la memoria de aquel patio de Sevilla, los últimos años de mis veinte y mis primeros treinta, son pinceladas veloces y a veces desenfocadas de la América profunda. Aquí todo me resulta fotografiable, quizás por la ausencia de familiaridad de un territorio que nunca será el mío, por mucho tiempo que pase. Una imagen, la de la América rural y sureña, que he ido construyendo a lo largo de más de un lustro y está marcada sobre todo por una perpetua sensación de decadencia. Es como una enfermedad que afecta al paisaje sumiéndolo en el olvido, y donde lo único que resiste de forma impertérrita es la naturaleza, que se extiende por todas partes controlada por la mano de un hombre que casi siempre se halla ausente en este cuadro costumbrista de mi mente. Es, por llevarlo al campo literario, una especie de dirty magical realism donde tienen lugar lo aparentemente imposible y lo póstumo al mismo tiempo; como los restos de un Macondo por el que ya pasó la United Fruit Company.

Conducir por carreteras secundarias en el sur es una manera de viajar en el tiempo. En ellas, uno puede sentir el abandono a flor de piel, y a la vez encontrarse con una redefinición del lujo que se caracteriza por un intento de opulencia en la que conviven tractores descomunales, camionetas relucientes y casas estrambóticas con columnas clásicas. Todo ello cabe en un lugar en el que es posible encontrarse con gasolineras abandonadas, roídas por los años, cuyos surtidores un día se secaron para siempre. Vías que siempre apuntan hacia el oeste, y por las cuales hace años que pasó el último tren. Tiendas de antigüedades en las que una veleta soldada a mano corona un tejado rojo, quizás con goteras, y en cuyo exterior se pueden observar piezas decrépitas que alguna vez decoraron un jardín. Plantas madereras donde el tiempo parece haberse detenido, cuyos troncos se observan apilados desde la lejanía. Almacenes de fuegos artificiales que resisten sin demasiado brillo el traqueteo del reloj. Casas abandonadas, que un día fueron habitadas, y decoran el horizonte junto a graneros rojizos, ajados y fantasmagóricos.

Algún día no muy lejano, cuando todo esto pase y mis años en el sur no sean ya más que un rincón en mi memoria, conduciré por otros países –quien sabe si por la izquierda— y recordaré con cierta nostalgia esos viajes interminables escuchando a Jim Croce, John Denver, y James Taylor. Y sólo entonces me daré cuenta de que jamás fui más libre que cuando recorría, milla tras milla en soledad, aquellas eternas carreteras secundarias.

6 may 2020

Historias de la radio.

Yo nací en los últimos estertores de una época en la que todavía había fútbol los domingos a las cinco. Entonces, si tu equipo no jugaba el sábado por la noche en la autonómica o el domingo a las siete y media en el Plus, no lo veías. Era sencillo: o lo echaban en la tele, o ibas al estadio, o te esperabas a ver los goles en el telediario o el resumen largo de por la noche. No había otra. Recuerdo tardes enteras, con los deberes no siempre hechos, viendo a Javier Reyero en Fútbol es fútbol, y envidiando a aquellos que, eternamente ataviados de forma ridícula, iban a la grada de los fans y podían ver los partidos del Madrid.

De aquellos años me acuerdo también de las narraciones de José María del Toro en Telemadrid, y de la Champions, que aún respetaba el sacrosanto horario de las nueve menos cuarto. Por aquel entonces, la Liga de Campeones era otra cosa, pues la daba Televisión Española y la narraban las dos voces más monótonas de la Historia: José Ángel de la Casa y Míchel, que comentaban los partidos con un tono casi onírico; tanto que en ciertos círculos de animalistas se cuenta que las ovejas aún hoy se ponen sus narraciones para poder conciliar el sueño.

En este contexto, la mayor parte de las veces ciego, la radio era los ojos de muchos que, como yo, imaginábamos los partidos a través de las voces del Carrusel. Es difícil olvidar aquel pitido inconfundible del gol, que uno siempre escuchaba con la esperanza de que fuera del Madrid. O el “¡Hola hola!” de Pepe Domingo Castaño. O aquellos versos finales, siempre a las diez y media del domingo, en los que resumía el fin de semana al compás del ‘What a Wonderful World’ de Louis Armstrong. Si mi infancia sonara, probablemente lo haría con la sintonía del programa.

La radio, sin embargo, era para mí algo más que eso. Era bajar a Madrid desde San Lorenzo escuchando la previa, o regresar de vuelta a casa escuchando las reacciones. Era estar en casa, mientras esperaba a que empezase el partido, tratando de enterarme de cómo iba la jornada. Era un gol de Mikel Lasa que no recuerdo si quiera haber visto, pero que se me quedó grabado para siempre en la memoria porque es uno de los pocos recuerdos que guardo de mi primo Álvaro, que vino al salón pegado al transistor para decirnos que el Madrid había marcado.

Con el tiempo el mundo cambió. El fútbol empezó a ser retransmitido por la tele, aunque fuese de pago, y la radio, aunque todavía presente, fue poco a poco quedando en un segundo plano para aquel yo de doce o trece años que escuchaba el En tu casa o en la mía a escondidas en la cama y siempre hasta las diez y media, que era la hora a la que no me parecía descabellado dormirme si al día siguiente había colegio. Con los años, el Messenger y algunos libros fueron sustituyendo el lugar que ocupaba el Hablar por hablar en la vida de aquel tipo con insomnio veraniego, y finalmente mi huida a Estados Unidos y Netflix terminaron por rellenar el hueco que tenía reservado la canción aquella de Benito Moreno que daba sintonía a El Larguero, programa al que acudía siempre y cuando el Madrid hubiera ganado—porque cuando el Madrid gana los días deberían ser eternos.

Estos meses de semi-confinamiento la radio ha vuelto a mi vida con fuerza. Paseo cada día escuchando a Carlos Alsina en diferido, carcajeándome a veces por medio de la calle con alguna barrabasada de David de Jorge mientras la gente me mira como a un loco, sin saber que en realidad lo que me pasa es que me siento en casa por un instante. Y a cada rato, ese sonido tantos años olvidado, me hace viajar en el tiempo hasta una remota mañana veraniega en el salón de la casa de mis abuelos, en Benidorm, donde Florencio escuchaba cada día Protagonistas, de Luis del Olmo. Me transporta a aquellas otras mañanas, por suerte aún no tan lejanas, del último verano que compartimos juntos, cuando mi abuelo Paco y yo íbamos a la compra con Radio Marca de fondo.

Decía L.P. Hartley en The Go Between que el pasado es un país extranjero (“The past is a foreign country”), y puede ser que tuviera razón. Sin embargo, en mi caso, últimamente ese pasado es la radio, y ese país extranjero del que habla, es siempre un recuerdo feliz. Un viaje a un tiempo pretérito que, si se me permite, esta vez sí era mejor.