Hay algo de otro tiempo en viajar en coche. Es un poco como de aquella España de los 60 que se subía al 600 y se marchaba a Alicante con la abuela, los niños, las maletas, el perro, la sombrilla y la nevera. En esta época en la que la gente coge el avión hasta para ir al baño, existe un cierto romanticismo en ponerse al volante unas horas para llegar a cualquier parte. Yo a veces lo hago solo, más en Estados Unidos que en España, y es así como he conocido algunos de los lugares (relativamente) cercanos a la zona en la que vivo. Sitios como Rome y Atlanta, en Georgia; Lynchburg y Chatanooga, en Tennessee; Birmingham, en Alabama; u Oxford, en Mississippi. Todos ellos forman parte del exiguo imaginario de mis viajes por el sur.
De estos viajes guardo algunos recuerdos, no sólo de los lugares donde he llegado, sino especialmente de aquellos por los que he pasado. Si la infancia de Machado estaba habitada por la memoria de aquel patio de Sevilla, los últimos años de mis veinte y mis primeros treinta, son pinceladas veloces y a veces desenfocadas de la América profunda. Aquí todo me resulta fotografiable, quizás por la ausencia de familiaridad de un territorio que nunca será el mío, por mucho tiempo que pase. Una imagen, la de la América rural y sureña, que he ido construyendo a lo largo de más de un lustro y está marcada sobre todo por una perpetua sensación de decadencia. Es como una enfermedad que afecta al paisaje sumiéndolo en el olvido, y donde lo único que resiste de forma impertérrita es la naturaleza, que se extiende por todas partes controlada por la mano de un hombre que casi siempre se halla ausente en este cuadro costumbrista de mi mente. Es, por llevarlo al campo literario, una especie de dirty magical realism donde tienen lugar lo aparentemente imposible y lo póstumo al mismo tiempo; como los restos de un Macondo por el que ya pasó la United Fruit Company.
Conducir por carreteras secundarias en el sur es una manera de viajar en el tiempo. En ellas, uno puede sentir el abandono a flor de piel, y a la vez encontrarse con una redefinición del lujo que se caracteriza por un intento de opulencia en la que conviven tractores descomunales, camionetas relucientes y casas estrambóticas con columnas clásicas. Todo ello cabe en un lugar en el que es posible encontrarse con gasolineras abandonadas, roídas por los años, cuyos surtidores un día se secaron para siempre. Vías que siempre apuntan hacia el oeste, y por las cuales hace años que pasó el último tren. Tiendas de antigüedades en las que una veleta soldada a mano corona un tejado rojo, quizás con goteras, y en cuyo exterior se pueden observar piezas decrépitas que alguna vez decoraron un jardín. Plantas madereras donde el tiempo parece haberse detenido, cuyos troncos se observan apilados desde la lejanía. Almacenes de fuegos artificiales que resisten sin demasiado brillo el traqueteo del reloj. Casas abandonadas, que un día fueron habitadas, y decoran el horizonte junto a graneros rojizos, ajados y fantasmagóricos.
Algún día no muy lejano, cuando todo esto pase y mis años en el sur no sean ya más que un rincón en mi memoria, conduciré por otros países –quien sabe si por la izquierda— y recordaré con cierta nostalgia esos viajes interminables escuchando a Jim Croce, John Denver, y James Taylor. Y sólo entonces me daré cuenta de que jamás fui más libre que cuando recorría, milla tras milla en soledad, aquellas eternas carreteras secundarias.