4 dic 2022

Una cinéfila Navidad.

Mañana me voy a España, así que para mí comienza oficialmente la Navidad. Es curioso, pero desde hace años vivo con la extraña sensación de irme de vacaciones a casa. Como si hubiera algo de exotismo en volver a convivir con mi familia durante unos días después de haberlo hecho más de media vida juntos. Crecer, supongo, es aprender a emocionarse por algo que hasta hace cuatro días había sido cotidiano. Ser capaz de valorar las cosas antes de empezar a echarlas de menos. La propia Navidad, sin ir más lejos, nunca fue mi época del año, pero desde que vivo fuera cobró un sentido de reencuentro. 

Estos días, entre maletas interminables que se hacen a lo panenka y se acaban en el tiempo de descuento, siempre me da por pensar en el cine. Me acuerdo de todas esas películas en las que se refleja este momento del año y pienso en Jorge Sanz y Gabino Diego, Roberto y Alberto en Los peores años de nuestra vida, subiendo un árbol de Navidad gigante por las escaleras de una casa de Madrid mientras María, Ariadna Gil, les ayuda a dar el último empujón de camino al estudio del profesor Tristán. Recuerdo, porque quién podría olvidarlo, esa Gran Vía de Madrid contada por Garci y pienso en Germán Areta paseando por Nueva York antes de que empiece a sonar la trompeta de Gene Ammons al final de El crack mientras veo rascacielos pasar por la pantalla. 



La Navidad, para mí, es la terminal de llegadas del aeropuerto de Heathrow. Es Kevin McCallister hospedado en el Hotel Plaza y caminando por Central Park con un gorro con pompón. Es Plácido desesperado, subido al motocarro y haciendo virguerías por poder pagar la letra por toda la ciudad. Es Pepe Isbert en la Plaza Mayor de Madrid preguntando dónde está Chencho. Es Leo Di Caprio interpretando a Frank Abagnale Jr. y llamando al detective Carl Hanratty, Tom Hanks, la misma noche del 25 de diciembre porque se siente solo y sabe que es la única persona con quien hablar. Son Gremlins campando a sus anchas destrozando la ciudad porque Billy le da un trozo de pollo a Gizmo cuando tiene hambre más allá de la medianoche. Y son, sobre todo, esos días en los que suelo sentirme tan querido por gente a la que apenas veo el resto del año que, a veces, tengo la sensación de que mi vida es, en realidad, una película.


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