La primera vez que me fui a vivir solo aún no había cumplido los 30. Tenía cuatro cajas, tres bolsas con libros, dos maletas y una cama. Un retrato de Hitchcock, un cuadrito de Miró, y una mesa y una silla. Apenas una sartén de Ikea que había traído de España en diciembre y ni un solo tenedor. Mi vida entera en Nashville cabía en dos metros cuadrados. El apartamento, un bajo, tenía todo lo que yo necesitaba. Una cocina con lavavajillas, mínima pero suficiente. Un salón pequeño que dejaba entrar muchísima luz natural y al que acompañaba un comedor que yo usaba como oficina. Y por último, una habitación, un baño y poco más. Escasamente cuatro instancias principales en las que convivir con mis manías.
Algo que recuerdo del principio y del final —con diferente sentimiento, eso sí— es que las casas vacías tienen eco. También, que al llegar allí ese espacio diáfano me parecía lleno de posibilidades. Así, los muebles fueron poco a poco llegando y rellenando el vacío, haciendo desaparecer la reverberación de las palabras. Aquellos retales que fui adquiriendo de naufragios extraños, de personas que en su mayor parte dejaban la ciudad, se convirtieron en mi ecosistema. El primero en hacer acto de presencia fue el sofá, sobre el que tantos recuerdos acabarían pesando. Llegó justo el día que me mudé, como un golpe de suerte del destino. A él le seguirían una tele y una lámpara, unidas a una mesa de café y una estantería sobre la que poner los libros que hasta entonces habían alzado el televisor.
Con el tiempo el sitio cobró vida. Algún que otro cuadro más. Una tostadora de la que me acabé deshaciendo hace no mucho. Una cafetera que sustituyera a la italiana, nada amiga de la vitrocerámica de casa. Y un microondas que me regaló mi madre, siempre al quite. En cuestión de unos meses el apartamento era un sitio confortable donde pasaba las horas, bien leyendo o bien pensando, sin demasiado éxito, en qué quería hacer con el resto de mi vida. Como si el espacio hiciera a la persona y no al revés.
Pasó el verano y España. Y aquel lugar dejó de ser mi futuro nidito de amor para convertirse en mi entonces pisito de soltero. Llegó agosto y con el comienzo del curso empezó también una nueva fase de mi vida. Perdido como estaba, aquellas cuatro paredes fueron la guarida donde me refugiaba de mí mismo en los días grises. El respaldo en que relajar la conciencia cuando los fantasmas recientes atacaban. Un oasis, muchas veces, donde recuperar el aliento en medio del desierto de tristeza en que me hallaba. Donde aprendí, al fin y al cabo, a reinventarme y reescribir expectativas, esta vez sí, de mi propio puño y letra.
En aquel piso aprendí a ligar. Fue allí donde pasé meses cocinando tortillas de patatas y croquetas. Descorchando botellas de vino de denominaciones de origen imposibles. Cortando queso y tostando pan en el horno antes de restregarlo con tomate y empaparlo con aceite para satisfacer a mis visitas. Haciendo marca España como método de flirteo mientras ejercía como mi propio embajador con múltiples visitas que llegaban pronto y a menudo se iban tarde. Algunas, las más intrépidas, alargaban la estancia hasta el café del desayuno. Otras, acaso un tanto menos convencidas, cerraban la puerta por fuera para no volver jamás. Todas ellas importantes, me enseñaron precisamente algo que hasta entonces no sabía: que en el fondo no valgo para ser maestro de ceremonias de diferentes espectáculos varios días a la semana.
Pasó el tiempo y en frente del pisito construyeron un bloque de edificios que lo sepultó por completo. El salón pasó de ser un espacio iluminado a un pequeño búnker desde el que casi podía dar la mano a mi vecino de enfrente. Las personas que en algún momento paraban con frecuencia por allí acabaron desertando de mí, forzadas en parte por un plan de vida que pasaba por acabar el doctorado para regresar a España. La falta de luz terminó por sepultar mi ánimo y al final no quedó otra que salir de ese agujero para recuperar las ganas de brillar. Aquel cuchitril con encanto dio paso a un primer piso mejor, con multitud de fotones traspasando los cristales a diario y paredes de papel. Sin embargo, no pasa un día en que no me asalte la memoria un instante vivido en el bajo B.
Quién sabe si un día, cuando la tesis deje de esperar, no habrá que escribir un libro que se titule Los mejores años de mi vida donde haga acopio de historias y de anécdotas, y donde cuente de una vez por todas cómo aprendí a sobrevivir en soledad a los domingos por la tarde.