Un poco antes de que dejase La Genara y se fuese a Del Arte, M. cerraba cada viernes con nosotros dentro. Echaba el cerrojo, nos servía unos tubos de cerveza, y nos sentábamos en la mesa del fondo a que él y Javi preparan la quiniela de esa jornada. Aquello parecía una escena de Goodfellas donde, abrigados por el terciopelo granate y la madera oscura de las paredes, pasábamos el rato sin ser vistos desde el otro lado de la cristalera fronteriza de la galería. Por aquel entonces aún se permitía fumar, o tal vez no, y en aquel ambiente semiclandestino el humo era casi un personaje más de la partida. Eran, claro, otros tiempos.
Lo cuento con cierta nostalgia, no porque pertenezca a un pasado idealizado, sino porque es la primera relación estrecha que recuerdo haber tenido con alguien al otro lado de la barra que no fuese de mi familia. Después vendrían muchas otras, algunas de ellas en el mismo bar, donde pasábamos las tardes de los sábados después de dar patadas al balón con los muchachos del Alfombras. Lo que el fútbol unía, la cerveza terminaba de soldar, y fue así que, hasta que colgué las botas y me hice el petate, echamos horas alternando, pasando de ser meros clientes a reputados parroquianos.
Una vez que salí de España la cosa no fue fácil. Primero en Alabama y luego en Tennessee, tardé años en dar con otro camarero que me hiciera sentir en casa. Fue en el Greenhouse Bar, un invernadero donde servían tragos al que la pandemia terminó de apuntillar, haciendo que fuese traspasado a otra estirpe que nunca lo ha sabido llevar. Allí también pasé horas, unas cuantas de ellas con Sam, con quien, entre pintas de cerveza y chupitos de Jameson, nos calentamos el alma una tarde de viernes que afuera llovía.
Recuerdo muy vivamente a varios de sus camareros, cuyos nombres nunca supe, con los que desarrollé una suerte de simbiosis que sólo se alcanza con el tiempo. En aquella época andaba yo con el alma en proceso de reconstrucción y aquel bar era el escenario de todas mis primeras citas. Algunas semanas, las menos, iba varias veces entre la mirada divertida de quienes allí trabajaban, que me habían visto, tal vez el día anterior, conociendo a alguien diferente. La conexión con aquellos tipos era tal que llegados a un punto me miraban esperando una señal. Si la cosa parecía ir bien, les guiñaba un ojo esperando a que ofrecieran otra ronda. Sin embargo, si no había química, que pasaba con frecuencia, con un simple gesto entendían el mensaje. Así, al minuto se acercaban y decían: “Ready for the checks?”.
Y justo en ese instante de complicidad, se acortaban todas las distancias y me hacían sentir en casa.