Cuando murió Florencio, como ya no lo conocía, decidimos dejarla en casa. Total, no se había enterado de que unas horas antes se acababa de ir aquel hombre con el que había compartido más de sesenta años de su vida. El alzhéimer, que ya entonces había hecho sus estragos, le ahorró el mal trago, a diferencia de mi otra abuela --la última que desde ayer me queda-- que había perdido a su marido 6 días antes, y 7 años después de aquello aún lo sigue extrañando.
En casa, Quintanilla de Trigueros siempre fue un lugar casi mitológico del que hablaban mi padre y mis tíos. Una especie de Macondo castellano donde ellos comenzaron a descubrir el mundo y al que yo nunca llegué a visitar. Era tan grande esa rama de la familia, los Roldán, que ya hubieran querido los Buendía. De Valladolid venimos y a Valladolid habrá que ir pronto a desandar lo andado. Allí comienza esta estirpe de hijos de Melecio.
Algo que le perdono a medias es que se haya ido y se haya llevado la receta de las mejores croquetas de jamón que yo recuerdo. Nunca supe muy bien cómo las hacía, ni qué echaba. Sé, a buen seguro, que jamás midió la harina que ponía y que a veces retiraba la cebolla y otras no. De ella aprendí que, a pesar de que recién fritas estén muy buenas, cuando realmente se disfrutan es frías en el aperitivo al día siguiente. Eso, y sus flanes de vainilla, que hacía como nadie. Ah, y las palabras catacaldos y lechucear, que forman, desde hace años, parte de mi diccionario culinario-sentimental.
De su casa recuerdo los botes del Colacao que albergaban dentro siempre de todo menos Colacao. Desde galletas María hasta pan rallado, pasando por Dios sabe qué. Hace un par de meses, sin saberlo, le rendí el último homenaje al reutilizar uno de esos botes para guardar un paquete de harina. Hoy, por ayer, al despertar, sin saber lo que se venía, lo vi allí anidado al fondo del armario y pensé en ella. La vida a veces tiene estas cosas extrañas.
La Colasa, que así es como la llamaban mis tíos (y el resto por extensión), o Currilla (como le decía sólo mi padre) tenía la costumbre de comerse dos trozos de tarta en cada cumpleaños. “Por si es el último que celebramos”, decía siempre. En la terraza del pisito de Benidorm, donde el abuelo se autonombró hijo adoptivo de Villaconejos, pasó dos décadas cumpliendo años, algunos de ellos acompañada por nosotros, que acostumbrábamos a visitar de tarde en tarde, de puente en puente y de verano en verano.
Ahora que ya no está aquí, me la imagino lúcida, recobrando la memoria en un lugar mejor, acompañada de Florencio y diciéndole aquello de “¡Este hombre!”. Me los imagino a ambos, amarraditos los dos hasta el Rincón de Loix, al que tantas tardes llegaron el uno del brazo del otro y desde el que, a partir de ahora, nos esperan al resto. ¡Qué leche de bollitos!