Hace unos años, en mi clase de economía política, mi profesor planteaba la
siguiente pregunta: ¿Qué vale más: un vaso de agua o un diamante? Todos
evidentemente respondíamos que el diamante era mucho más valioso, ante lo cual
él formulaba la pregunta siguiente: ¿Y si estuvierais perdidos en mitad del
desierto a 40 grados?
¿A qué viene esto?, pensarán algunos. Pues viene a que –salvando las
distancias con el desierto- de un tiempo a esta parte estoy más lejos de lo que
me gustaría, y esa circunstancia hace que el valor de las cosas –que no su
coste- se convierta en algo relativo, y ayuda a que empiece a apreciar otros
detalles que por haber estado siempre cerca, jamás habían sido tan importantes.
Y aquí, entre todas esas cosas en apariencia inocuas, es donde aparece la voz.
De todo lo que me acerca un poco al lugar del que provengo, la voz es
aquello que con más frecuencia me devuelve allí. El sonido de la voz, que hasta
ahora nunca había sido relevante, de pronto se convierte en una segunda piel. La
voz aporta calidez, su vibración deviene en una especie de tacto imperceptible
pero perceptible. La voz, sin ser un avión, es una forma de viajar al otro
lado, de cerrar los ojos e imaginar que no me encuentro tan lejos de esa
orilla. La voz es un placebo que funciona. Una catarsis en días grises. La voz,
que parece algo tan normal y tan corriente, es un modo de recortar la distancia
entre dos cuerpos. La voz, tu voz, que a tantos miles de kilómetros se traslada de
forma artificial, es la forma más pura de sentirme un poco en casa.
De extrañarte sin duda un poco menos.