Esta vez, además de no haberme ido a la francesa, lo he dejado todo con intención de retomarlo tan pronto como sea capaz de cumplir con mis obligaciones más perentorias antes de regresar a España el día 6 de diciembre. No es un "cerrado por derribo", es un "vuelvo en 5 minutos".
23 nov 2014
16 nov 2014
Como si hablara de un domingo.
Me gustan los domingos hasta las siete de la tarde, a partir de ahí la
oscuridad lo inunda todo de lunes, y en el ambiente ya sólo se respira el
insoportable rumor de un despertador que sonará, como siempre, en la mejor
parte del sueño. A las siete y un minuto de la tarde, y como si de una calabaza
tirada por ratones se tratara, se desvanece el recuerdo de la manta y el libro
en el salón como un fuego que se apaga, y del que lo único que queda son
rescoldos de un pasado que esta vez sí fue mejor. Me gustan.
Además, tengo una cierta querencia por la lluvia. Escuchar su arrítmico
traqueteo caer como una duda constante e incolora. Observar tras la ventana el
invisible –pero visible- impacto de las gotas sobre un océano en miniatura, con
sus ondas dibujando fugaces circunferencias que, si no son perfectas, al menos
lo parecen. Experimentar la sensación de protección frente a un otoño que se
antoja cuando menos frío y solitario al otro lado del cristal; esperando
sentado que llegue –otra vez- una primavera vital.
El caso es que hoy es domingo y llueve. Y es el primer domingo que estoy
aquí sentado intentado escribir algo que no sea lo de siempre. Y por difícil
que parezca lo contrario, es difícil –valga la redundancia- decir algo distinto pese a que las combinaciones
de palabras sean infinitas. Y es domingo y llueve. Y lo sé. Y los montones de
papeles han llegado a las 15.000 visitas. Y en tres semanas vuelvo a España. Y
hoy estoy contento aunque afuera haga frío y sea 16 de noviembre y otoño. Y por
eso, porque a veces no hay lluvia ni domingo que me embargue el estado de ánimo,
necesitaba venir aquí a contaros, que aunque sea domingo y esté lloviendo, hoy
ha vuelto a salir el sol.
3 nov 2014
Madrid.
Echo de menos vagar –quizás contigo- de madrugada por las calles de Madrid.
Recorrer la ciudad a una distancia prudencial –de ti, no vayan a pensar-,
adentrándome en lo más profundo de los sueños que se esconden entre sus
múltiples luces de neón mientras algunos inocentes suponen dormida a la siempre
insomne capital. Contemplar de lejos el reflejo de su juego de colores en
constante ebullición, como si de un millón de diodos colocados al azar se
tratase su interminable horizonte boreal. Y quién sabe si ya puestos,
arrancarte sonrisas y exabruptos cariñosos con sobornos altruistas de mirada al
mismo tiempo.
Echo de menos esos ojos incrédulos con que te mira de noche ciega la
ciudad, y esa duda constante que le asalta al municipio cuando atraviesas
impertérrito una calle con nombre de mujer, como si nada. Escuchar el sonido
quebradizo de sirenas que corren de acá para allá, que buscan un silencio que
no existe en Madrid, una vía de servicio que permita descansar de la vorágine
de esta ciudad tuya sin ti. Una estación de metro que disfrazada de avenida
principal divida la ciudad en dos y nos asigne a cada uno una mitad; y un
salvoconducto de contrabando que nos permita cruzar al otro lado los domingos
por la tarde.
Echo de menos el cuerpo del pecado caminando con tacones por la calle Jorge
Juan con el único incentivo de la prisa, que descansa de repente y sin
pensarlo, observando fugaz el cielo inexistente –a veces- en esta ciudad de
corazón frenético. Blandir una espada de mentira y retar a un duelo a vida o
muerte al Madrid más conocido de día, como quien se bate impertinente en una
guerra contra la desorientación. Bajar caminando la Gran Vía con la absoluta
seguridad de que ya he perdido el metro, otra vez. Y quizás, en uno de esos
pasos indolentes, levantar la cabeza y encontrarte allí buscando un taxi a las
seis de la mañana.
Echo de menos, Madrid, tenerte entre mis brazos y abrazarte como si no
fuese a haber mañana. Como si esta vez por fin volvieras, para quedarme allí
contigo.
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