23 oct 2015

Crecer.

La vida pasa demasiado deprisa. Los tiempos corren frenéticos, y apenas dejan segundos para reparar en los cambios que, de forma sibilina, las agujas del reloj van operando. Estás viviendo en un país, y sin darte muy bien cuenta de cómo ni por qué, te ves a ti mismo en otro diferente sin saber muy bien cómo has llegado hasta él. Tan pronto es lunes como de repente es viernes. Tan pronto viernes como es domingo. Y así con todo. Uno va haciéndose mayor sin saber cómo. Sin entender cómo es posible que ayer estuviese comenzando la carrera y de repente esté trabajando. 

El caso es que un día te miras al espejo, y de repente te das cuenta de que tienes más años que gran parte de los jugadores de tu equipo favorito. O que uno de tus jugadores preferidos cuando eras pequeño se ha retirado. O que aquel grupo que te gustaba tanto se acabó separando y llevas años escuchando las mismas canciones de siempre porque ya no habrá ninguna nueva. De pronto, el bar en el que te tomaste tu primera copa cerró. Ahora las resacas te duran dos días en lugar de una mañana, y hasta has empezado a olvidar los nombres de algunos de tus compañeros del colegio. Por ocurrir cosas, hasta se empiezan a resentir los achaques de aquellas cosas que no hiciste cuando debías. 

Lo que ocurre es que, aunque ya nunca vayamos a ir a un concierto de los Sunday, no todo son desventajas en esto de crecer. De esta manera, muchas veces se consiguen dominar los instintos. Se aprende a apreciar algunas cosas que otrora eran invisibles, y casi de forma automática, la vida te ayuda a hacer una criba para saber los que de verdad son tus amigos. En el mejor de los casos, incluso te permite apreciar cómo efectivamente el tiempo pone a cada uno en su sitio. Cómo las heridas van cicatrizando casi sin que te des cuenta.

Con el tiempo se aprende a relativizar sobre la importancia de las cosas. Se tiene una conciencia diferente de lo que supone la palabra problema –que por cierto dista bastante de que tu madre encuentre por primera vez un paquete de tabaco en tu mesilla- y se ve, en muchas ocasiones, con mayor clarividencia cuál es la solución de los que realmente lo son. Se vuelve uno más cauto, y se termina por comprender que al final todo el mundo decepciona, y que la clave es no esperar mucho de nadie. Se revisan las creencias y las ideologías, y se aprende que lo que no haga uno por sí mismo, no lo harán los demás. En otras palabras, que si realmente quieres conseguir algo, estás obligado a luchar por ello.

6 oct 2015

Habrá quién.



Habrá quien pase por la vida sin haber sentido el vacío bajo los pies mientras sueña con los ojos abiertos. Quien no se sienta estremecido la primera vez que se encuentra a la sombra de un rascacielos. Habrá quien no sepa lo que es el desamparo de no saber, a las siete de la tarde de ese día, dónde dormirá esa noche en Nueva York. Quien no haya soñado con perder el último autobús un viernes por la noche. Habrá quien no haya besado unos labios que dicen sí con la mirada y no con la palabra. Quien no encuentre el momento de volver.

Habrá quien no haya navegado en la vida a la deriva. Quien no encuentre su sitio a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Y también habrá quien lo encuentre. Habrá quien no haya mirado por la ventanilla de un avión y se haya sentido insignificante. Quien no haya sentido el vértigo que da asomarse al precipicio de las decisiones difíciles. Habrá quien no haya sacrificado algo bueno para conseguir algo mejor. Quien no haya dicho una mentira piadosa para cruzar al otro lado de este lado y pelear por aquello en lo que cree. Habrá quien no haya dudado nunca de su sombra.

Habrá quien nunca haya conocido a nadie digno de querer parar el mundo. Quien no haya saboreado las mieles del fracaso. Incluso habrá quien no haya fracasado jamás, pobre. Habrá quien no haya interpretado una canción sin partitura. Quien no haya tarareado una razón irracional. Habrá quien haya tenido la necesidad de apostar por algo. Y quien nunca haya jugado a todo o nada.

Pero ese último no habrá vivido.