Una de las primeras palabras raras que aprendí al comenzar a dedicarme a esto de la literatura fue la de bildungsroman. Salió en una clase donde estudiábamos narrativas sobre la Guerra Civil española, a colación de alguna novela que estábamos leyendo o alguna película que formaba parte del programa. La recuerdo bien porque por fue uno de esos momentos en los que uno tiene la sensación de, por fin, estar aprendiendo algo nuevo. Más tarde descubrí que aquello era un género en sí, lo que en español llamamos la novela de crecimiento, y me di cuenta no sólo de que lo conocía sino que, sin saberlo, yo era aficionado al mismo.
La premisa del bildungsroman es sencilla: se trata de una narración donde el personaje principal, habitualmente un adolescente, lucha por prosperar en la vida. Muestra las dificultades a las que se enfrenta en su deseo por llegar a la madurez y, por norma general, ve cómo la vida va poco a poco frustrando sus intenciones. Le pasa al Lazarillo de Tormes, al Werther de Goethe, al Holden Caulfield de Salinger, o al Hans Castorp de Mann. Todos luchan por llegar a un lugar que en realidad no existe para ellos, mientras el lector mantiene la esperanza de que el destino les haga un guiño.
Entre las diferentes características del género, la que más me ha interesado siempre es la existencia del mentor y su importancia en la vida del personaje. Por barrer para casa, en el caso del Lazarillo, no tiene sólo uno, sino que pasa por varios que se afanan en enseñarle algo sobre existir, más allá de descubrirle las virtudes del hambre. Esta figura, a menudo común en todo este tipo de obras, destaca a veces como una voz de la conciencia sobre la que resuenan los pensamientos del protagonista. Como un manual de instrucciones para el fracaso, la mayor parte de las veces.
Personajes literarios aparte, creo que es importante, especialmente a ciertas edades, contar con un mentor que te guíe en tus desventuras juveniles. Estos días, mientras leía a gente comentar sobre los exámenes de la antigua Selectividad, recordaba aquella etapa de mi vida en la que tuve que elegir lo que se supone que haría el resto de mi vida. Yo no lo sabía, pero incluso entonces ya había ciertas señales de que acabaría dedicándome a la literatura.
Echando la vista atrás, me habría gustado tener un mentor. Alguien que se sentase conmigo y me explicase lo que implicaba tomar una decisión como estudiar Derecho en ese momento. Incluso después de acabar la carrera, estudiar un máster y encontrar un trabajo en un despacho grande, que es lo que siempre quise, me habría gustado tener una persona que me guiara, que me dijera cuáles eran a largo plazo las potenciales consecuencias de mi elección al dejarlo todo. Que me hiciera ver el envés de mi elección y me permitiera al menos otear las dos primeras etapas de la ruta a la que me enfrentaba si seleccionaba ese camino.
Y sobre todo, algo que me hubiese encantado escuchar, es lo difícil que resulta regresar después de irte.
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