16 oct 2022

Activismo de salón.

El otro día, en un clarísimo intento por salvar el planeta, dos activistas montaron una pajarraca de postín en la National Gallery y tiraron zumo de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh. La cosa estaba orquestada, claro, porque había más cámaras de periodistas que muchachas comprometidas con el medio ambiente pegándose al muro con una barra de pegamento Pritt. Aquello más que un acto de protesta parecía una rueda de prensa de presentación de la última de Haneke. Una performance bochornosa que en el fondo no sirvió más que para dar trabajo a los restauradores del museo. Al planeta, como era de esperar, le dio igual el numerito y siguió girando. Y Van Gogh, que a buen seguro se habría retorcido en su tumba de haber podido oír el suceso, ni se inmutó. 

Vivimos un momento en el que todo es repercusión en los medios y balas de fogueo. Actos vacíos que sirven, en el fondo, para que una serie de privilegiados se limpien la conciencia por su modo de vida. Un quid pro quo con la causa de turno que les ayuda a depurar sus responsabilidades para con lo que el manual del buen ciudadano nos dicta en estos días. Cada semana es una nueva. No comas carne porque la producción de vacas afecta a la capa de ozono. No cojas aviones porque tienes una huella de carbono que alucinas. Date a las bebidas vegetales en sustitución de la leche porque la abuela fuma. Usa el transporte público porque así ayudas a la investigación contra la ceguera en los colegios de una región limítrofe con el fin del mundo. 

No sé exactamente qué ha pasado, pero de un tiempo a esta parte el día está repleto de reproches de una gente que se ha convertido en la policía moral del siglo XXI. Activistas de salón que actúan como curas decimonónicos, diciendo al prójimo lo que debe hacer de puertas para afuera mientras, de puertas para dentro, hacen justo lo contrario. Una marabunta de maniqueos, todos muy comprometidos con el último grito en lo que sea. Un tumulto de aquellos tontos del recreo que han crecido, o están aún en ello, y su mayor obsesión es obligarte a confesar tus pecadillos en pro de una nueva religión que defiende, de boquilla, cualquier causa que les sirva para estar entretenidos.


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