23 dic 2020
121 Acklen Park dr.
6 dic 2020
Y tú, ¿cómo acabaste aquí?
18 oct 2020
Lo que se va.
3 ago 2020
Diario de un verano en Nashville - V.
A mí esta pandemia me ha enseñado algunas cosas, como, por ejemplo, que es inútil tratar de razonar algo con alguien que no está dispuesto a entenderte. Que cuando los prejuicios pesan más que las ganas de comprender, es ridículo explicarse. Quien no quiere entender, jamás entenderá; por mucho que se engañe a sí mismo dándoselas de abierto de mente. He aprendido, además, que a veces es mejor dejar ir aunque eso suponga morirse un poco por dentro, y que nunca, bajo ningún concepto, se debe decir de esta agua no beberé, pues al final el grifo siempre se acaba abriendo. Espérate unos años y no tardarás en volver a ver tu reflejo en aquel espejo al que otrora juraste que no te arrimarías. No eres tú, ojo, es la vida, que a veces es muy puta.
En estos meses varado en Nashville quizás no haya aprendido todavía del todo el arte de la disculpa, pero sin duda he acabado por interiorizar que cuando la cago la cago, sin más. Eso sí, me he dado cuenta de que ya no sirvo para darle la vuelta a la tortilla, que no tengo ganas de hacer creer a los demás que se han equivocado cuando en el fondo todo es culpa mía. Esto lo aprendí antes, creo, a fuerza de que alguien me lo hiciese a mí constantemente. No, no estaba loco. Y sí, mandar mensajes a veces también son cuernos. Más aún cuando se hace con nocturnidad y alevosía. Y no, no es que me haya vuelto más honesto, es que de sentir que se hace daño a quien se quiere, aunque no sea de forma voluntaria, también se cansa uno. La tristeza sólo genera más tristeza, no importa si eres quien la inflige o la recibe.
Otra cosa que he descubierto es que la deslealtad merece ser siempre pagada con indiferencia, que es el mayor de los castigos. No el odio ni el rencor, ojo, sino la indiferencia, que es lo que más jode. Y esto tiene también su lado opuesto: la lealtad. A veces se presenta ante ti de forma sorprendente, y se debe retribuir con confianza. Y si no puedo confiar en ti, siento decirte que igual no eres tú, que lo mismo soy yo, pero que no. Esta es una lección que ya tenía aprendida y que, sin duda, la pandemia ha amplificado. Mis amigos siguen siendo los que eran, sin importar que nos separe un océano. Y lo son porque los tíos no te juzgan nunca, ni siquiera cuando les hablas de la decisión más difícil que has tomado en tu vida y ésta contradice sus propios principios y creencias. Los amigos son amigos, aunque a veces quieras matarlos. Y ser amigo no es algo que suceda de la noche a la mañana. Que no te engañen.
Algo que ya sabía, y que sin embargo en estos meses he vuelto a comprobar es que cada uno vive el amor a su manera, y que su manera a veces no es la tuya. Y no por eso está mal, ni bien, sino que simplemente lo mejor es que te guardes tus opiniones para ti, sobre todo cuando nadie te las pide. Esto vale para el amor, pero también sirve para todo lo demás. La frivolidad no casa bien conmigo. Y permitirte el lujo de opinar sobre lo que uno hace y no, pues tampoco. A pesar de que alguno no se lo crea, es posible querer de muchas formas diferentes, a veces de maneras simultáneas, quizás a distintas personas, ¿y sabes qué? Que el hecho de no comprenderlo no te da derecho a juzgarlo, que para poder entender la complejidad de un sentimiento hay que sentirlo. No vale con convertirse en un analista externo. El amor no es un algoritmo desarrollado por Deloitte.
29 jun 2020
Diario de un verano en Nashville - IV.
El otro día, revisando el baúl digital de los recuerdos, me encontré con una foto de equipo en la que salíamos unos cuantos bandarras ataviados con la mal llamada elástica del club al que entonces pertenecíamos. Me fijé bien y me di cuenta de que ninguno de nosotros había seguido jugando al fútbol hasta hoy. Es más, si alguien hubiera querido repetir esa instantánea, lo más probable es que hubiera tenido que hacerlo un sábado a las cinco de la mañana en la que hasta hace algún tiempo había sido la discoteca del pueblo, pues pasamos de ser benjamines directamente a borrachos.
No recuerdo cuántos, pero yo jugué al fútbol muchos años. O mejor dicho, estuve en el campo mientras se jugaban infinidad de partidos. Fui un falso nueve antes de que el falso nueve existiera. Si en algo estaban de acuerdo todos mis entrenadores era en ponerme de delantero porque era el sitio donde menos estorbaba. El extraordinario caso del delantero sin gol, podría titularse el libro. Sospecho, aunque no lo sé, que tener el mismo fenotipo que el Piraña de Verano azul no ayudaba a ganarme su confianza demasiado. Como tampoco lo hacía el hecho de que en los entrenamientos corriera menos que un Minardi. Mi padre siempre decía que yo veía los partidos desde dentro, y no le faltaba razón. También es cierto que todo lo que me faltaba de fútbol me sobraba de compromiso: daba igual que fuera o no convocado, el sábado por la mañana estaba allí donde estuviera mi equipo.
A mis casi 32, soy un miembro tardío de esa generación que acabó sus últimos días colegiales jugando en campos de tierra. Tengo casi más cicatrices en las rodillas que en el corazón. Sé lo que duele el golpe de un Mikasa en la pantorrilla nada más empezado un partido, jugando a bajo cero, y creo que es de esas cosas que le forja a uno el carácter. Cuenta la leyenda que Farinelli se dedicó a la música tras recibir un pelotazo en la entrepierna con uno de ellos.
Yo tuve la suerte de vivir la transición. No la del 78, sino la de aquellos sembraos interminables que se fueron convirtiendo en campos de césped artificial. Los balones de reglamento de Nike sustituyeron a aquellas rocas por las que imploraba ET en la película, y aunque también estaban duros como un demonio y te ponían la pierna colorada cuando te daban, por suerte no te arrancaban la piel.
Cambiaron los campos y los balones, pero yo seguí siendo aquel delantero sin gol, que lo mismo te metía cuatro en un partido meándose a tres tíos, que te fallaba uno cantado a puerta vacía.
He jugado lloviendo, nevando, de resaca, sin dormir, y lo peor de todo: granizando. Esas piedras minúsculas de hielo, que me iban pegando en las orejas mientras corría por el campo como un pollo sin cabeza en Becerril no se me olvidarán jamás.
De mis años de bulto sospechoso guardo grandes recuerdos. Nunca me expulsaron, pues a diferencia de esos que suplen su falta de talento con dosis de violencia, yo siempre fui muy consciente de mis propias limitaciones. Creo que fue en cadetes, jugando fútbol once en Torrelodones, donde uno de los defensas centrales del otro equipo comentó con su homónimo que me podían dejar ahí, porque estaba en fuera de juego, a pesar de que yo estaba en mi campo. Ni que decir tiene que mi integridad futbolística no me permitió callarme, y tuve que explicarle a aquel gorderelas cuyo entrenador no había identificado como falso nueve, que si yo estaba en mi campo no podía incurrir en tamaña infracción.
Ya algo más mayor, jugando al fútbol sala en juveniles, recuerdo vivamente encenderme un pitillo en los descansos, al estilo de aquel Camel sin filtro que fumaba Johan Cruyff. Aquello, afortunadamente, no duró demasiado, pues terminé por dejar de jugar. Lógico. Fue con aquel equipo que hice una de las porras más sonadas que se me recuerdan en un terreno de juego, hasta el punto de que más de 10 años después, si me encuentro con mi entonces entrenador –que de entrenador no tenía nada, por cierto—me la recuerda como uno de los regates más increíbles habidos y por haber.
A los 26, con una oferta para venirme a vivir a Estados Unidos por dos años, colgué las botas sin saberlo. Nunca fui consciente de que aquel partido con el Alfombras los Fernández, del que ya ni sé cómo quedamos o contra quién jugamos, fuese a ser él último.
Estos días, mientras me desuello la pierna gracias a mi falta de pericia ciclista, me acuerdo mucho de aquellas pachangas veraniegas en las que casi siempre se nos hacía de noche y siempre había cervezas después. E inevitablemente, estando las cosas como están, pienso en lo mucho que habría dado yo este verano por arrastrarme por un campo con amigos y volver a fallar una vez más un gol a puerta vacía.
23 jun 2020
Diario de un verano en Nashville - III.
Una cosa que me ocurre estos días es que me acuerdo mucho de algo que una vez me dijo Jose en su despacho. Todo vino a raíz de la obsesión que mi generación y las posteriores teníamos con los teléfonos móviles, y la imperante necesidad de estar constantemente conectados, que era algo que le sacaba de quicio. Estaba allí, entre clases, sentado en su silla como de costumbre, probablemente masticando Altoids de menta o comiendo una de aquellas bolsas de ositos de gominola que aparecían por arte de magia en sus cajones cuando, en uno de esos arranques de sabiduría improvisada que tenía, me habló de la importancia de la soledad, y de cómo el ser capaz de afrontarla y enfrentarla, genera anticuerpos contra la depresión.
Durante muchos años he pensado en esa frase. Sin embargo, no ha sido hasta ahora que ha cobrado sentido para mí. A pesar de que nunca la apunté, ha permanecido latente en mi memoria, como esperando el momento correcto para aflorar. Estos días en Nashville, mitad solitarios, mitad desconectados, he comprendido al fin el verdadero alcance de esas palabras. El estar aquí solo, sin posibilidad de regresar a casa, ha acentuado sentimientos que hasta ahora creí no conocer en primera persona. Verme aislado, en cierto sentido, del mundo en el que hubiera querido estar, me ha obligado a experimentar por momentos, y de manera casi auto-inducida, esa sensación de vacío tan temida por el ser humano a la que mi otrora mentor se refería.
A lo largo de los últimos tres meses he pasado por multitud de estados de ánimo que van desde la tristeza hasta la pura resignación. He comprobado, además, cómo mi vida habitual no dista tanto de aquella confinada, con la excepción de algunas pequeñas cosas. Si el ser humano es un ente social, es muy probable que yo me encuentre a la cola de dicha sociabilidad, pues aprecio hasta el extremo el valor del silencio buscado. El reto más grande para mí, que tengo una tendencia natural a la bilis negra, no ha sido sobrevivir a una pandemia a miles de kilómetros de mi casa, sino ser capaz de autoconvencerme de que debía huir despavorido de mi extraño y largo viaje hacia la misantropía.
Curiosamente, cuanto más solo me he sentido en estos días, más inevitable ha sido encerrarme en mí mismo, y más me he perdido en mi propio laberinto mental, con los efectos colaterales que ello conlleva. Supongo que desaparecer del mundo es más fácil cuando dejas de ser parte de él por unos días. Dejar el teléfono de lado, olvidarme de que existen las redes sociales, y abrazar otras costumbres olvidadas ha sido una forma de hacer acopio de aquellos anticuerpos contra la depresión. Y yo, que no estaba vacunado contra la soledad, he tenido que zambullirme de lleno en ella para poder superar el virus que con más fuerza me ataca: la inevitable melancolía.
16 jun 2020
Diario de un verano en Nashville - II.
13 jun 2020
Diario de un verano en Nashville - I.
Yo nunca había pasado tanto tiempo fuera de mi casa ni vivido un verano entero fuera de Madrid. No acostumbro a estar tan lejos tanto tiempo, y resignarme a no poner los pies en la Gran Vía me ha costado más de un disgusto en estos meses de incertidumbre. Sin embargo, con el paso de los días, he ido haciéndome a la idea de que esto es lo que hay. Nashville mayo, junio, y julio, Miguel. Ni descenso del Sella en Cangas, ni tortillas de camarones en Cádiz, ni fiestas patronales en San Lorenzo. Este año me ha tocado Music City, y al menos –algo es algo—me ha pillado con la guitarra en el salón, para disgusto de los atormentados oídos de mis vecinos.
Lo tengo asumido: este año no habrá paseos por la Cava Baja ni cervezas en el Pez Tortilla con Pablo. No habrá Madrid de noche, cruzando la calle Segovia por el viaducto de la calle Bailén, ni copas en la terraza de El Viajero, ni cañas en El Pavón, ni una chica que me sonría hasta las tantas y me lleve a su casa a ver sus cuadros esperando, quizás, un beso que ya nunca llegará (Aquel fue un fallo de principiante, Miguel—me sigo diciendo). No habrá arroz negro los domingos, ni tortilla de patatas en la terraza de casa un día entre semana cualquiera. No seré profeta en mi tierra ni guía en mi ciudad. Por primera vez en años, no haré fotos a mi lugar favorito de Madrid. Tampoco podré hacer el tonto un rato en las barcas del Retiro el día de mi cumpleaños, ni desaparecer por unos días y esconderme entre la arena de una playa donde fui feliz.
Al cambio, este verano estoy conociendo más de cerca las luciérnagas, que jamás había visto. Y descubriendo que, a pesar de que en inglés las llaman fireflies, en el sur les dicen light bugs. Cada noche, mientras camino o monto en bicicleta con la esperanza de que los días se hagan más cortos, me las encuentro por todas partes, como bombillas centelleantes que sugieren ideas efímeras para una tesis que no termina de arrancar. Aún hoy, después de semanas viéndolas encenderse y apagarse en un segundo, me sigue pareciendo fascinante que a cada paso que doy me encuentre con un faro distinto que perpetúe esta continua sensación de deriva en el mar de las perennes dudas.
Hace tiempo que Nashville se ha convertido en una versión insulsa y aburrida de sí misma; lógico, por otra parte. Es un poco como ese Madrid que pintaba Jonás Trueba en La virgen de agosto, donde nadie pasa y nada se espera, pero con la particularidad de que aún estamos en junio y nada de lo que ocurre a mi alrededor hace presagiar la pronta llegada de septiembre y el final de esta abulia veraniega.