23 dic 2020

121 Acklen Park dr.

En toda mudanza hay algo de fin del mundo, de época que se acaba. O que empieza. Se hacen cajas con la esperanza de meter todo en ellas, olvidando que las posesiones más valiosas a menudo son recuerdos y que los recuerdos son siempre ligeros. Uno trata de atrapar al vuelo el tiempo, exprimir si acaso una vez más la memoria de las horas transcurridas. Como si eso fuera posible. Mañana te vas y pasado te olvidas que no hace tanto te calentabas con su risa. Y cuando te quieres dar cuenta todas esas noches ya no existen. No queda nada de esos bailes juntos vaciando el fregaplatos, ni de las visitas a hurtadillas que siempre acababan bien. Dejas una casa y te vas a otra, y por el camino se te van perdiendo cosas entre la neblina del traslado. Te vas y algo de ti resiste impregnado en un espacio que otros llenarán, que harán suyo eliminando cualquier rastro de todos esos momentos memorables. Te irás y un ejército de pequeñas posesiones conquistará estos muros rendidos, haciendo olvidar que de ellos colgaron en su día cuadros de los Beatles, fotos de Guille, recuerdos de viajes y una parte de ti. Y tú, ya bajo otro techo, tal vez un viernes por la noche que te pille con la guardia baja mires hacia atrás y recuerdes cómo los tres últimos años, atrapado entre obras y resucitando dos o tres veces por semana, fueron los más felices de tu vida. 

6 dic 2020

Y tú, ¿cómo acabaste aquí?

Una de las preguntas que más veces he escuchado a lo largo de los últimos años es “Y tú, ¿cómo acabaste aquí?” Y yo, que nunca me tomo a mí mismo demasiado en serio, siempre acabo respondiendo lo mismo: “Pues la verdad es que no lo sé”. Pero sí lo sé, sí. Ya ves que si lo sé. Sé perfectamente que todo empezó con un desencanto, el del Derecho; o mejor dicho, el del ejercicio de la abogacía. Yo era el colegiado número 101.027 del ICAM hasta que un día, después de pasar más horas en un tren que en mi silla del despacho, me di cuenta de que en realidad no era feliz. Así que, sin pensarlo dos veces, en medio de la mayor crisis económica que se recuerda y con el índice de paro juvenil más alto de la historia, tras seis años formándome para ser abogado decidí que necesitaba un cambio y dejé el trabajo que siempre había querido tener.

Bueno, ¿y de ahí a Nashville? Pues nada, un 31 de diciembre de 2013 se me presentó la oportunidad de solicitar un puesto para estudiar literatura en la Universidad de Alabama, y después de diez meses parado me pareció buena idea intentarlo. El caso es que tras hacer algunos exámenes y rellenar varios formularios, fui aceptado. Y ahí es donde comenzó todo. Yo me vine a Alabama sin saber exactamente cuánto duraba mi programa ni qué iba a estudiar. No tenía ni idea de nada, sólo sabía que iba a enseñar español y me iban a pagar lo suficiente para sobrevivir. Así que me fui, claro, porque qué mejor se puede hacer a los 26 que lanzarse a una aventura lejos de casa, especialmente cuando uno no es feliz. 

Algo que me hubiese gustado saber entonces es que la emigración, como decía Lope sobre el amor, tiene fácil la entrada y difícil la salida. Que una vez que te vas, cada año que pasas fuera es un poco más difícil volver, pues la experiencia te cambia, el sitio te ata, y la vida te arrastra. El mundo se expande, y a partir de entonces entiendes que la noción de casa no existe, y que pase lo que pase, siempre estarás echando de menos algo. Si te quedas en tu destino, extrañarás tu origen. Y si regresas a tu país, te faltará siempre aquel que te acogió. Emigrar es una experiencia que debería ser obligatoria alguna vez en la vida, aunque sea con una red de protección debajo, como lo hice yo. 

Venga Miguel, deja de filosofar que te enrollas, ¿lo de Nashville qué? Pues nada, lo de Nashville, como todo lo demás, fue casualidad. Yo llegué aquí porque no me quisieron en ninguna otra parte. Y lo hice con toda la ilusión del mundo, porque es la mejor manera de devolver el gesto a quienes te dan la mejor oportunidad de tu vida. En esta ciudad dejé de ser abogado. Porque desde hace tiempo ya he dedicado más tiempo a estudiar literatura y enseñar clases de español de lo que nunca dediqué al estudio del Derecho y al ejercicio de la abogacía. Ahora, cuando la gente me pregunta qué hago, ya no sé muy bien qué responder, porque ya no me considero letrado, pero tampoco soy profesor, a pesar de que algunos de mis estudiantes se empeñen en llamarme así.

Lo cierto, y quizás algo sorprendente a estas alturas, es que yo nunca elegí estudiar un doctorado, y mucho menos en literatura (esto lo dejo para otro día), pero a la larga ha resultado ser algo que me hace feliz. Hace tres veranos, con el alma aún en proceso de remiendo, sentados en la terraza del Batel se nos ocurrió -entre cervezas, a pesar de que ella apenas bebe- que igual eso del columnismo y los periódicos igual podía dar juego. El tema era perfecto, porque una investigación de archivo me obligaba a tener que estar en España, que durante todos estos años ha sido la cuadratura del círculo para mí. Con el tiempo, aquel germen fue dando sus frutos, primero en forma de estudio independiente, y más tarde como un proyecto de tesis. Habrá quien piense que la idea fue mía, pero gran parte de la culpa es de ella, que además de gustarle los chicos con barba y las columnas periodísticas, es muy generosa.

Mañana lunes empiezo oficialmente mis exámenes doctorales. Y a pesar de que llegar hasta aquí no haya sido un proceso fácil y siempre me haga el remolón cuando me preguntan, la verdad es que sí sé cómo lo he hecho. Y aunque nada haya sucedido como inicialmente estaba planeado, me resisto por completo a quitarle una sola coma a esta historia.
 

18 oct 2020

Lo que se va.


Una cosa que me pasa mucho últimamente es que me embriaga la nostalgia. Leo a Cuartango, cuyo Elogio de la quietud transcurre transitando por sus recuerdos, y se me hace un nudo en la garganta al pensar en la inaprehensibilidad de ese tiempo que se ha ido. Veo películas de Garci, la trilogía de El Crack, y me embarga una pena difícil de explicar, un sentimiento de pérdida de una época que en realidad yo nunca llegué a vivir. Consulto periódicos del XIX para escribir mi tesis, y me siento más identificado con aquellas formas exquisitas de entonces que con las de la muchedumbre arrabalera de hoy.  

Hace algunos meses, auspiciado quizás por la lejanía, me asaltó una tarde, mientras caminaba, la idea de que hay una Ítaca a la que ya no podría regresar. Uno tiende a recordar el pasado como un momento feliz, a pesar de que no siempre lo fuera. A menudo el tiempo ejerce de juez, edulcorando la memoria y haciendo más digeribles ciertos pasajes que se han quedado atragantados a medio camino entre las orillas del Leteo del recuerdo, como pensamientos errantes. Quedan los fragmentos, los momentos abstractos, desprovistos de la carga emotiva del ahora. El paso del tiempo no sólo dulcifica, sino que engaña, pues le convierte a uno en espectador lejano de su propia vida.

Cuando pienso en volver a España me doy cuenta de que en el fondo me refiero a un imposible. Salí de allí hace ya más de seis años. Del país que yo conocí quedan apenas las calles, si acaso algunas personas, pero casi nada de lo que algún día fue mi casa. Cuando veo las películas de El Crack, especialmente la uno y la dos, observo una Gran Vía que ya no existe. Un Madrid anterior a mí, unos cines, y unos grandes almacenes que ya no forman parte del imaginario de la ciudad. Veo esa Ítaca imposible que cada día más me resulta España, un lugar familiar, pero que nada tiene que ver con aquel que yo conocí. Y entonces me doy cuenta de que ya no es sólo que me angustie el paso del tiempo, sino que su transcurso me está convirtiendo en un apátrida.

3 ago 2020

Diario de un verano en Nashville - V.

A mí esta pandemia me ha enseñado algunas cosas, como, por ejemplo, que es inútil tratar de razonar algo con alguien que no está dispuesto a entenderte. Que cuando los prejuicios pesan más que las ganas de comprender, es ridículo explicarse. Quien no quiere entender, jamás entenderá; por mucho que se engañe a sí mismo dándoselas de abierto de mente. He aprendido, además, que a veces es mejor dejar ir aunque eso suponga morirse un poco por dentro, y que nunca, bajo ningún concepto, se debe decir de esta agua no beberé, pues al final el grifo siempre se acaba abriendo. Espérate unos años y no tardarás en volver a ver tu reflejo en aquel espejo al que otrora juraste que no te arrimarías. No eres tú, ojo, es la vida, que a veces es muy puta.

 

En estos meses varado en Nashville quizás no haya aprendido todavía del todo el arte de la disculpa, pero sin duda he acabado por interiorizar que cuando la cago la cago, sin más. Eso sí, me he dado cuenta de que ya no sirvo para darle la vuelta a la tortilla, que no tengo ganas de hacer creer a los demás que se han equivocado cuando en el fondo todo es culpa mía. Esto lo aprendí antes, creo, a fuerza de que alguien me lo hiciese a mí constantemente. No, no estaba loco. Y sí, mandar mensajes a veces también son cuernos. Más aún cuando se hace con nocturnidad y alevosía. Y no, no es que me haya vuelto más honesto, es que de sentir que se hace daño a quien se quiere, aunque no sea de forma voluntaria, también se cansa uno. La tristeza sólo genera más tristeza, no importa si eres quien la inflige o la recibe.

 

Otra cosa que he descubierto es que la deslealtad merece ser siempre pagada con indiferencia, que es el mayor de los castigos. No el odio ni el rencor, ojo, sino la indiferencia, que es lo que más jode. Y esto tiene también su lado opuesto: la lealtad. A veces se presenta ante ti de forma sorprendente, y se debe retribuir con confianza. Y si no puedo confiar en ti, siento decirte que igual no eres tú, que lo mismo soy yo, pero que no. Esta es una lección que ya tenía aprendida y que, sin duda, la pandemia ha amplificado. Mis amigos siguen siendo los que eran, sin importar que nos separe un océano. Y lo son porque los tíos no te juzgan nunca, ni siquiera cuando les hablas de la decisión más difícil que has tomado en tu vida y ésta contradice sus propios principios y creencias. Los amigos son amigos, aunque a veces quieras matarlos. Y ser amigo no es algo que suceda de la noche a la mañana. Que no te engañen.

 

Algo que ya sabía, y que sin embargo en estos meses he vuelto a comprobar es que cada uno vive el amor a su manera, y que su manera a veces no es la tuya. Y no por eso está mal, ni bien, sino que simplemente lo mejor es que te guardes tus opiniones para ti, sobre todo cuando nadie te las pide. Esto vale para el amor, pero también sirve para todo lo demás. La frivolidad no casa bien conmigo. Y permitirte el lujo de opinar sobre lo que uno hace y no, pues tampoco. A pesar de que alguno no se lo crea, es posible querer de muchas formas diferentes, a veces de maneras simultáneas, quizás a distintas personas, ¿y sabes qué? Que el hecho de no comprenderlo no te da derecho a juzgarlo, que para poder entender la complejidad de un sentimiento hay que sentirlo. No vale con convertirse en un analista externo. El amor no es un algoritmo desarrollado por Deloitte.

 


29 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - IV.

El otro día, revisando el baúl digital de los recuerdos, me encontré con una foto de equipo en la que salíamos unos cuantos bandarras ataviados con la mal llamada elástica del club al que entonces pertenecíamos. Me fijé bien y me di cuenta de que ninguno de nosotros había seguido jugando al fútbol hasta hoy. Es más, si alguien hubiera querido repetir esa instantánea, lo más probable es que hubiera tenido que hacerlo un sábado a las cinco de la mañana en la que hasta hace algún tiempo había sido la discoteca del pueblo, pues pasamos de ser benjamines directamente a borrachos.

 

No recuerdo cuántos, pero yo jugué al fútbol muchos años. O mejor dicho, estuve en el campo mientras se jugaban infinidad de partidos. Fui un falso nueve antes de que el falso nueve existiera. Si en algo estaban de acuerdo todos mis entrenadores era en ponerme de delantero porque era el sitio donde menos estorbaba. El extraordinario caso del delantero sin gol, podría titularse el libro. Sospecho, aunque no lo sé, que tener el mismo fenotipo que el Piraña de Verano azul no ayudaba a ganarme su confianza demasiado. Como tampoco lo hacía el hecho de que en los entrenamientos corriera menos que un Minardi. Mi padre siempre decía que yo veía los partidos desde dentro, y no le faltaba razón. También es cierto que todo lo que me faltaba de fútbol me sobraba de compromiso: daba igual que fuera o no convocado, el sábado por la mañana estaba allí donde estuviera mi equipo.

 

A mis casi 32, soy un miembro tardío de esa generación que acabó sus últimos días colegiales jugando en campos de tierra. Tengo casi más cicatrices en las rodillas que en el corazón. Sé lo que duele el golpe de un Mikasa en la pantorrilla nada más empezado un partido, jugando a bajo cero, y creo que es de esas cosas que le forja a uno el carácter. Cuenta la leyenda que Farinelli se dedicó a la música tras recibir un pelotazo en la entrepierna con uno de ellos.

 

Yo tuve la suerte de vivir la transición. No la del 78, sino la de aquellos sembraos interminables que se fueron convirtiendo en campos de césped artificial. Los balones de reglamento de Nike sustituyeron a aquellas rocas por las que imploraba ET en la película, y aunque también estaban duros como un demonio y te ponían la pierna colorada cuando te daban, por suerte no te arrancaban la piel.

 

Cambiaron los campos y los balones, pero yo seguí siendo aquel delantero sin gol, que lo mismo te metía cuatro en un partido meándose a tres tíos, que te fallaba uno cantado a puerta vacía.

 

He jugado lloviendo, nevando, de resaca, sin dormir, y lo peor de todo: granizando. Esas piedras minúsculas de hielo, que me iban pegando en las orejas mientras corría por el campo como un pollo sin cabeza en Becerril no se me olvidarán jamás.

 

De mis años de bulto sospechoso guardo grandes recuerdos. Nunca me expulsaron, pues a diferencia de esos que suplen su falta de talento con dosis de violencia, yo siempre fui muy consciente de mis propias limitaciones. Creo que fue en cadetes, jugando fútbol once en Torrelodones, donde uno de los defensas centrales del otro equipo comentó con su homónimo que me podían dejar ahí, porque estaba en fuera de juego, a pesar de que yo estaba en mi campo. Ni que decir tiene que mi integridad futbolística no me permitió callarme, y tuve que explicarle a aquel gorderelas cuyo entrenador no había identificado como falso nueve, que si yo estaba en mi campo no podía incurrir en tamaña infracción.

 

Ya algo más mayor, jugando al fútbol sala en juveniles, recuerdo vivamente encenderme un pitillo en los descansos, al estilo de aquel Camel sin filtro que fumaba Johan Cruyff. Aquello, afortunadamente, no duró demasiado, pues terminé por dejar de jugar. Lógico. Fue con aquel equipo que hice una de las porras más sonadas que se me recuerdan en un terreno de juego, hasta el punto de que más de 10 años después, si me encuentro con mi entonces entrenador –que de entrenador no tenía nada, por cierto—me la recuerda como uno de los regates más increíbles habidos y por haber.

 

A los 26, con una oferta para venirme a vivir a Estados Unidos por dos años, colgué las botas sin saberlo. Nunca fui consciente de que aquel partido con el Alfombras los Fernández, del que ya ni sé cómo quedamos o contra quién jugamos, fuese a ser él último.

 

Estos días, mientras me desuello la pierna gracias a mi falta de pericia ciclista, me acuerdo mucho de aquellas pachangas veraniegas en las que casi siempre se nos hacía de noche y siempre había cervezas después. E inevitablemente, estando las cosas como están, pienso en lo mucho que habría dado yo este verano por arrastrarme por un campo con amigos y volver a fallar una vez más un gol a puerta vacía.

23 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - III.

Una cosa que me ocurre estos días es que me acuerdo mucho de algo que una vez me dijo Jose en su despacho. Todo vino a raíz de la obsesión que mi generación y las posteriores teníamos con los teléfonos móviles, y la imperante necesidad de estar constantemente conectados, que era algo que le sacaba de quicio. Estaba allí, entre clases, sentado en su silla como de costumbre, probablemente masticando Altoids de menta o comiendo una de aquellas bolsas de ositos de gominola que aparecían por arte de magia en sus cajones cuando, en uno de esos arranques de sabiduría improvisada que tenía, me habló de la importancia de la soledad, y de cómo el ser capaz de afrontarla y enfrentarla, genera anticuerpos contra la depresión. 

 

Durante muchos años he pensado en esa frase. Sin embargo, no ha sido hasta ahora que ha cobrado sentido para mí. A pesar de que nunca la apunté, ha permanecido latente en mi memoria, como esperando el momento correcto para aflorar. Estos días en Nashville, mitad solitarios, mitad desconectados, he comprendido al fin el verdadero alcance de esas palabras. El estar aquí solo, sin posibilidad de regresar a casa, ha acentuado sentimientos que hasta ahora creí no conocer en primera persona. Verme aislado, en cierto sentido, del mundo en el que hubiera querido estar, me ha obligado a experimentar por momentos, y de manera casi auto-inducida, esa sensación de vacío tan temida por el ser humano a la que mi otrora mentor se refería.

 

A lo largo de los últimos tres meses he pasado por multitud de estados de ánimo que van desde la tristeza hasta la pura resignación. He comprobado, además, cómo mi vida habitual no dista tanto de aquella confinada, con la excepción de algunas pequeñas cosas. Si el ser humano es un ente social, es muy probable que yo me encuentre a la cola de dicha sociabilidad, pues aprecio hasta el extremo el valor del silencio buscado. El reto más grande para mí, que tengo una tendencia natural a la bilis negra, no ha sido sobrevivir a una pandemia a miles de kilómetros de mi casa, sino ser capaz de autoconvencerme de que debía huir despavorido de mi extraño y largo viaje hacia la misantropía.

 

Curiosamente, cuanto más solo me he sentido en estos días, más inevitable ha sido encerrarme en mí mismo, y más me he perdido en mi propio laberinto mental, con los efectos colaterales que ello conlleva. Supongo que desaparecer del mundo es más fácil cuando dejas de ser parte de él por unos días. Dejar el teléfono de lado, olvidarme de que existen las redes sociales, y abrazar otras costumbres olvidadas ha sido una forma de hacer acopio de aquellos anticuerpos contra la depresión. Y yo, que no estaba vacunado contra la soledad, he tenido que zambullirme de lleno en ella para poder superar el virus que con más fuerza me ataca: la inevitable melancolía. 

16 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - II.

Yo este verano, a diferencia de los anteriores, tenía planes. Iba a regresar a España y huronear en un archivo de la Biblioteca Nacional periódicos que hablaran sobre el suicidio de Larra y el estreno de Electra. Pensaba recopilar material suficiente para empezar a escribir una tesis que desde hace años permanece arrinconada en una esquina de mi casa implorando por palabras. Y sin embargo, ya ves, el universo decidió que era buen momento para conspirar contra mis –por una vez— buenas intenciones y dejarme en tierra, varado en Nashville como un pez globo que, gracias a la pandemia no ha dejado aún de hincharse. Gordo como un tejón, vamos.

Ahora mismo, por ejemplo, mientras escribo esto escucho ‘Soon Soon’ de Tom Rosenthal y pienso que, por fin, después de casi 6 años, tendría que estar de nuevo en Barcelona. Reescribiendo la Historia y haciendo uso de una beca de investigación que la universidad me concedió y que a saber cuándo podré aprovechar. Debería estar allí recuperando algo del tiempo perdido, sentado cara al Mediterráneo con la esperanza de encontrar un golpe de suerte que me redimiera de mis pecados condales, y me permitiera desentrañar los entresijos de todas las páginas que aún están por escribir en esta locura doctoral. Pero en lugar de todo eso, aquí sigo, descubriendo por primera vez el verano americano.

Mañana, 17 de junio, sin ir más lejos, tenía comprada una entrada desde hace meses para ver a Paul McCartney en el Estadio Olímpico Lluís Companys. Quizás fuera una de las últimas veces que hubiera podido verlo en directo. Y, en lugar de estar allí como una groupie emocionada, con mi camiseta de los conciertos, listo para escucharle cantar ‘Blackbird’, estoy aquí, en este rinconcito del sur, sentado en el sofá con la Fender tratando de tocar el ‘All my Loving’. Intentando ver el lado bueno de las cosas, y convenciéndome a mí mismo de que algún día no demasiado lejano, todo esto pasará y, en lugar de hablar de ese futuro hipotético –ahora casi convertido en distópico—escribiré de un pasado reciente en el que todo esto por fin tenga sentido.

13 jun 2020

Diario de un verano en Nashville - I.

Yo nunca había pasado tanto tiempo fuera de mi casa ni vivido un verano entero fuera de Madrid. No acostumbro a estar tan lejos tanto tiempo, y resignarme a no poner los pies en la Gran Vía me ha costado más de un disgusto en estos meses de incertidumbre. Sin embargo, con el paso de los días, he ido haciéndome a la idea de que esto es lo que hay. Nashville mayo, junio, y julio, Miguel. Ni descenso del Sella en Cangas, ni tortillas de camarones en Cádiz, ni fiestas patronales en San Lorenzo. Este año me ha tocado Music City, y al menos –algo es algo—me ha pillado con la guitarra en el salón, para disgusto de los atormentados oídos de mis vecinos.

 

Lo tengo asumido: este año no habrá paseos por la Cava Baja ni cervezas en el Pez Tortilla con Pablo. No habrá Madrid de noche, cruzando la calle Segovia por el viaducto de la calle Bailén, ni copas en la terraza de El Viajero, ni cañas en El Pavón, ni una chica que me sonría hasta las tantas y me lleve a su casa a ver sus cuadros esperando, quizás, un beso que ya nunca llegará (Aquel fue un fallo de principiante, Miguel—me sigo diciendo). No habrá arroz negro los domingos, ni tortilla de patatas en la terraza de casa un día entre semana cualquiera. No seré profeta en mi tierra ni guía en mi ciudad. Por primera vez en años, no haré fotos a mi lugar favorito de Madrid. Tampoco podré hacer el tonto un rato en las barcas del Retiro el día de mi cumpleaños, ni desaparecer por unos días y esconderme entre la arena de una playa donde fui feliz.

 

Al cambio, este verano estoy conociendo más de cerca las luciérnagas, que jamás había visto. Y descubriendo que, a pesar de que en inglés las llaman fireflies, en el sur les dicen light bugs. Cada noche, mientras camino o monto en bicicleta con la esperanza de que los días se hagan más cortos, me las encuentro por todas partes, como bombillas centelleantes que sugieren ideas efímeras para una tesis que no termina de arrancar. Aún hoy, después de semanas viéndolas encenderse y apagarse en un segundo, me sigue pareciendo fascinante que a cada paso que doy me encuentre con un faro distinto que perpetúe esta continua sensación de deriva en el mar de las perennes dudas.

 

Hace tiempo que Nashville se ha convertido en una versión insulsa y aburrida de sí misma; lógico, por otra parte. Es un poco como ese Madrid que pintaba Jonás Trueba en La virgen de agosto, donde nadie pasa y nada se espera, pero con la particularidad de que aún estamos en junio y nada de lo que ocurre a mi alrededor hace presagiar la pronta llegada de septiembre y el final de esta abulia veraniega.

15 may 2020

Carreteras secundarias.

Hay algo de otro tiempo en viajar en coche. Es un poco como de aquella España de los 60 que se subía al 600 y se marchaba a Alicante con la abuela, los niños, las maletas, el perro, la sombrilla y la nevera. En esta época en la que la gente coge el avión hasta para ir al baño, existe un cierto romanticismo en ponerse al volante unas horas para llegar a cualquier parte. Yo a veces lo hago solo, más en Estados Unidos que en España, y es así como he conocido algunos de los lugares (relativamente) cercanos a la zona en la que vivo. Sitios como Rome y Atlanta, en Georgia; Lynchburg y Chatanooga, en Tennessee; Birmingham, en Alabama; u Oxford, en Mississippi. Todos ellos forman parte del exiguo imaginario de mis viajes por el sur.

De estos viajes guardo algunos recuerdos, no sólo de los lugares donde he llegado, sino especialmente de aquellos por los que he pasado. Si la infancia de Machado estaba habitada por la memoria de aquel patio de Sevilla, los últimos años de mis veinte y mis primeros treinta, son pinceladas veloces y a veces desenfocadas de la América profunda. Aquí todo me resulta fotografiable, quizás por la ausencia de familiaridad de un territorio que nunca será el mío, por mucho tiempo que pase. Una imagen, la de la América rural y sureña, que he ido construyendo a lo largo de más de un lustro y está marcada sobre todo por una perpetua sensación de decadencia. Es como una enfermedad que afecta al paisaje sumiéndolo en el olvido, y donde lo único que resiste de forma impertérrita es la naturaleza, que se extiende por todas partes controlada por la mano de un hombre que casi siempre se halla ausente en este cuadro costumbrista de mi mente. Es, por llevarlo al campo literario, una especie de dirty magical realism donde tienen lugar lo aparentemente imposible y lo póstumo al mismo tiempo; como los restos de un Macondo por el que ya pasó la United Fruit Company.

Conducir por carreteras secundarias en el sur es una manera de viajar en el tiempo. En ellas, uno puede sentir el abandono a flor de piel, y a la vez encontrarse con una redefinición del lujo que se caracteriza por un intento de opulencia en la que conviven tractores descomunales, camionetas relucientes y casas estrambóticas con columnas clásicas. Todo ello cabe en un lugar en el que es posible encontrarse con gasolineras abandonadas, roídas por los años, cuyos surtidores un día se secaron para siempre. Vías que siempre apuntan hacia el oeste, y por las cuales hace años que pasó el último tren. Tiendas de antigüedades en las que una veleta soldada a mano corona un tejado rojo, quizás con goteras, y en cuyo exterior se pueden observar piezas decrépitas que alguna vez decoraron un jardín. Plantas madereras donde el tiempo parece haberse detenido, cuyos troncos se observan apilados desde la lejanía. Almacenes de fuegos artificiales que resisten sin demasiado brillo el traqueteo del reloj. Casas abandonadas, que un día fueron habitadas, y decoran el horizonte junto a graneros rojizos, ajados y fantasmagóricos.

Algún día no muy lejano, cuando todo esto pase y mis años en el sur no sean ya más que un rincón en mi memoria, conduciré por otros países –quien sabe si por la izquierda— y recordaré con cierta nostalgia esos viajes interminables escuchando a Jim Croce, John Denver, y James Taylor. Y sólo entonces me daré cuenta de que jamás fui más libre que cuando recorría, milla tras milla en soledad, aquellas eternas carreteras secundarias.

6 may 2020

Historias de la radio.

Yo nací en los últimos estertores de una época en la que todavía había fútbol los domingos a las cinco. Entonces, si tu equipo no jugaba el sábado por la noche en la autonómica o el domingo a las siete y media en el Plus, no lo veías. Era sencillo: o lo echaban en la tele, o ibas al estadio, o te esperabas a ver los goles en el telediario o el resumen largo de por la noche. No había otra. Recuerdo tardes enteras, con los deberes no siempre hechos, viendo a Javier Reyero en Fútbol es fútbol, y envidiando a aquellos que, eternamente ataviados de forma ridícula, iban a la grada de los fans y podían ver los partidos del Madrid.

De aquellos años me acuerdo también de las narraciones de José María del Toro en Telemadrid, y de la Champions, que aún respetaba el sacrosanto horario de las nueve menos cuarto. Por aquel entonces, la Liga de Campeones era otra cosa, pues la daba Televisión Española y la narraban las dos voces más monótonas de la Historia: José Ángel de la Casa y Míchel, que comentaban los partidos con un tono casi onírico; tanto que en ciertos círculos de animalistas se cuenta que las ovejas aún hoy se ponen sus narraciones para poder conciliar el sueño.

En este contexto, la mayor parte de las veces ciego, la radio era los ojos de muchos que, como yo, imaginábamos los partidos a través de las voces del Carrusel. Es difícil olvidar aquel pitido inconfundible del gol, que uno siempre escuchaba con la esperanza de que fuera del Madrid. O el “¡Hola hola!” de Pepe Domingo Castaño. O aquellos versos finales, siempre a las diez y media del domingo, en los que resumía el fin de semana al compás del ‘What a Wonderful World’ de Louis Armstrong. Si mi infancia sonara, probablemente lo haría con la sintonía del programa.

La radio, sin embargo, era para mí algo más que eso. Era bajar a Madrid desde San Lorenzo escuchando la previa, o regresar de vuelta a casa escuchando las reacciones. Era estar en casa, mientras esperaba a que empezase el partido, tratando de enterarme de cómo iba la jornada. Era un gol de Mikel Lasa que no recuerdo si quiera haber visto, pero que se me quedó grabado para siempre en la memoria porque es uno de los pocos recuerdos que guardo de mi primo Álvaro, que vino al salón pegado al transistor para decirnos que el Madrid había marcado.

Con el tiempo el mundo cambió. El fútbol empezó a ser retransmitido por la tele, aunque fuese de pago, y la radio, aunque todavía presente, fue poco a poco quedando en un segundo plano para aquel yo de doce o trece años que escuchaba el En tu casa o en la mía a escondidas en la cama y siempre hasta las diez y media, que era la hora a la que no me parecía descabellado dormirme si al día siguiente había colegio. Con los años, el Messenger y algunos libros fueron sustituyendo el lugar que ocupaba el Hablar por hablar en la vida de aquel tipo con insomnio veraniego, y finalmente mi huida a Estados Unidos y Netflix terminaron por rellenar el hueco que tenía reservado la canción aquella de Benito Moreno que daba sintonía a El Larguero, programa al que acudía siempre y cuando el Madrid hubiera ganado—porque cuando el Madrid gana los días deberían ser eternos.

Estos meses de semi-confinamiento la radio ha vuelto a mi vida con fuerza. Paseo cada día escuchando a Carlos Alsina en diferido, carcajeándome a veces por medio de la calle con alguna barrabasada de David de Jorge mientras la gente me mira como a un loco, sin saber que en realidad lo que me pasa es que me siento en casa por un instante. Y a cada rato, ese sonido tantos años olvidado, me hace viajar en el tiempo hasta una remota mañana veraniega en el salón de la casa de mis abuelos, en Benidorm, donde Florencio escuchaba cada día Protagonistas, de Luis del Olmo. Me transporta a aquellas otras mañanas, por suerte aún no tan lejanas, del último verano que compartimos juntos, cuando mi abuelo Paco y yo íbamos a la compra con Radio Marca de fondo.

Decía L.P. Hartley en The Go Between que el pasado es un país extranjero (“The past is a foreign country”), y puede ser que tuviera razón. Sin embargo, en mi caso, últimamente ese pasado es la radio, y ese país extranjero del que habla, es siempre un recuerdo feliz. Un viaje a un tiempo pretérito que, si se me permite, esta vez sí era mejor.

22 ene 2020

El día que conocí a Lady Gaga.


Yo nunca he sido mitómano, creo. O al menos no de esos que se echan a llorar y les tiemblan las rodillas si se encuentran a Mick Jagger por la calle. Si me cruzo con alguien al que admiro es más posible que deje de respirar por no molestar que que me acerque a saludar. No tanto por vergüenza como por respeto. Siempre he pensado que si yo fuera famosono llegará el díame gustaría poder caminar por la calle sin que algún groopie desaprensivo me asaltara de forma inoportuna y me pidiera una foto; o un beso en los morros, que con este atractivo que dan las canas uno nunca sabe.
Sin embargo, como casi todo lo demás en mi vida, esta mesura que proclamo no siempre ha sido así. Recuerdo un domingo, allá por abril o mayo de 2013, que caminando una mañana por la calle General Díaz Porlier me di de bruces con un tipo grande y barbudo que sacaba dinero del banco. Llevaba un carrito y dos niños, creo. Y yo, que por aquel entonces leía el periódico a diario, no había columna que engullese con más divertimento. Vamos, que había días que pasaba por el quiosco sólo por leerle a él.
Yo iba andando por la acera y el encuentro era cada vez más inevitable. Por un momento dudé si pararme o no. Si decirle algo o no. Si saludarle y decirle lo mucho que me gustaba lo que escribía o quedarme callado. Al final opté por una opción mucho más acorde a mi estilo: hacer el ridículo. Ni un buenos días, le dije. Ni un hola. Nada. Lo único que me salió, directamente, fue un “Disculpe, ¿me podría hacer una foto con usted?”, a lo que entre amable y sorprendido me respondió que por supuesto. De todos los escenarios posibles en los que un tío te pide algo mientras sacas pasta del banco, este no es ni de lejos el peor debió pensar.
Para hacer la situación algo más incómoda y surrealista, si es que aquello era posible, yo no estaba solo. Me acompañaban mi amigo Macario y mi hermano, quienes observaban la escena imbuidos por una mezcla de asombro y alipori. Así es que mientras posaba junto a aquelpara ellosextraño le comenté que ninguno de los dos tenía ni idea de quién era, a lo que él, sin inmutarse lo más mínimo miró a mis acompañantes y les espetó un lapidario: “Soy Lady Gaga”, poniendo fin a mi tremebunda boutade.
Este tipo, al que muy probablemente nunca le llegarán estas líneasy si le llegan se acordará de aquella vez en que pensó que le iban a atracar a plena luz del día—, era ni más ni menos que David Gistau.
Dice Ricardo Colmenero en Literatura infiel que a escribir se aprende por envidia, con lo cual lo más seguro es que yo nunca aprenda a hacerlo porque lo mío se acerca más a la admiración. Pero hoy, desde este rincón de la nada, me apetecía recordar aquella mañana que hice el ridículo en frente de un cajero del Banco Popular, y decirle a Lady Gaga que vuelva pronto. Que la próxima vez que le asalte en medio de la calle prometo al menos darle los buenos días.
Fuerza, Gistau.

20 ene 2020

Los últimos románticos.

Hace unos meses ya (al principio de empezar a escribir esto decía anoche, después hace unos días), estaba sentado en mi butaca del Ryman Auditorium esperando a que Ray LaMontagne saliera al escenario para dar un recital cuando me sucedió algo curioso. A mi lado había sentada una pareja, más o menos de mi edadél de Kansas City, ella de Suecia, en un claro homenaje improvisado a José Luis López Vázquezque me pidió que les sacara una foto. Lo normal, vamos, si no fuera porque en lugar de darme un teléfono último modelo con megapíxeles por doquier y una pantalla cuyo tamaño podía medirse en campos de fútbol, me dieron un artilugio de esos de los de antaño: una cámara desechable de aquellas de cartón de usar y tirar de toda la vida.

“This is very old school, man, I love it” le dije mientras se la devolvía. “You know? It’s more fun when you develop it and get to see the pictures” me respondió. Y entre que empezaba el concierto y no, me dio por pensar que quizás con esto de la instantaneidad, la tecnología, y la obsesión por sacar la foto perfecta y retocarla con cuarenta y siete filtrossi hacen falta tantos filtros igual no es tan perfecta, me dije—igual habíamos perdido no sólo la naturalidad, sino también la cabeza.

Y me pregunté si con esto de la inmediatez no habremos eliminado de nuestro repertorio de sensaciones ese algo indescriptible que tenía llevar el carrete a revelar y descubrir una mueca inoportuna en una foto irrepetible, ese mirar el satinado y descubrirnos como realmente somos y no tanto como nos gustaría vernos.

Es posible que hayamos ganado en nitidez y en colorido, sí, pero a cambio hemos sacrificado espontaneidad. Aquellas cámaras antediluvianas, cuyas fotos parecían momentos atrapados al vuelo, eran bastante más honestas con nosotros que la mejor de las lentes de cualquier Smartphone hoy en día. Si el encuadre estaba mal, si salía movida, si salíamos con los ojos cerrados, en realidad aquellos no eran sino exactos reflejos de lo que verdaderamente somos. Ahora ya nadie conserva esas sinceras instantáneas. Al contrario, cada foto que no alcanza los estándares mínimos perseguidos es inmediatamente desechada. Vanos intentos de engañar al espejo desterrando nuestras propias imperfecciones. Como si lo que no se ve no estuviera.

Aquellas cámaras, al contrario que las de los móviles, al ser limitadas nos obligaban a ser mucho más selectivos con aquellos momentos que son dignos de recordar y cuáles no. Y a mí, que soy un ser profundamente melancólico, por un instante, mientras atinaba a mirar por el ínfimo visor, me pareció estar viendo a los últimos románticos.