En toda mudanza hay algo de fin del mundo, de época que se acaba. O que empieza. Se hacen cajas con la esperanza de meter todo en ellas, olvidando que las posesiones más valiosas a menudo son recuerdos y que los recuerdos son siempre ligeros. Uno trata de atrapar al vuelo el tiempo, exprimir si acaso una vez más la memoria de las horas transcurridas. Como si eso fuera posible. Mañana te vas y pasado te olvidas que no hace tanto te calentabas con su risa. Y cuando te quieres dar cuenta todas esas noches ya no existen. No queda nada de esos bailes juntos vaciando el fregaplatos, ni de las visitas a hurtadillas que siempre acababan bien. Dejas una casa y te vas a otra, y por el camino se te van perdiendo cosas entre la neblina del traslado. Te vas y algo de ti resiste impregnado en un espacio que otros llenarán, que harán suyo eliminando cualquier rastro de todos esos momentos memorables. Te irás y un ejército de pequeñas posesiones conquistará estos muros rendidos, haciendo olvidar que de ellos colgaron en su día cuadros de los Beatles, fotos de Guille, recuerdos de viajes y una parte de ti. Y tú, ya bajo otro techo, tal vez un viernes por la noche que te pille con la guardia baja mires hacia atrás y recuerdes cómo los tres últimos años, atrapado entre obras y resucitando dos o tres veces por semana, fueron los más felices de tu vida.
23 dic 2020
6 dic 2020
Y tú, ¿cómo acabaste aquí?
Una de las preguntas que más veces he escuchado a lo largo de los últimos años es “Y tú, ¿cómo acabaste aquí?” Y yo, que nunca me tomo a mí mismo demasiado en serio, siempre acabo respondiendo lo mismo: “Pues la verdad es que no lo sé”. Pero sí lo sé, sí. Ya ves que si lo sé. Sé perfectamente que todo empezó con un desencanto, el del Derecho; o mejor dicho, el del ejercicio de la abogacía. Yo era el colegiado número 101.027 del ICAM hasta que un día, después de pasar más horas en un tren que en mi silla del despacho, me di cuenta de que en realidad no era feliz. Así que, sin pensarlo dos veces, en medio de la mayor crisis económica que se recuerda y con el índice de paro juvenil más alto de la historia, tras seis años formándome para ser abogado decidí que necesitaba un cambio y dejé el trabajo que siempre había querido tener.
Bueno, ¿y de ahí a Nashville? Pues nada, un 31 de diciembre de 2013 se me presentó la oportunidad de solicitar un puesto para estudiar literatura en la Universidad de Alabama, y después de diez meses parado me pareció buena idea intentarlo. El caso es que tras hacer algunos exámenes y rellenar varios formularios, fui aceptado. Y ahí es donde comenzó todo. Yo me vine a Alabama sin saber exactamente cuánto duraba mi programa ni qué iba a estudiar. No tenía ni idea de nada, sólo sabía que iba a enseñar español y me iban a pagar lo suficiente para sobrevivir. Así que me fui, claro, porque qué mejor se puede hacer a los 26 que lanzarse a una aventura lejos de casa, especialmente cuando uno no es feliz.
Algo que me hubiese gustado saber entonces es que la emigración, como decía Lope sobre el amor, tiene fácil la entrada y difícil la salida. Que una vez que te vas, cada año que pasas fuera es un poco más difícil volver, pues la experiencia te cambia, el sitio te ata, y la vida te arrastra. El mundo se expande, y a partir de entonces entiendes que la noción de casa no existe, y que pase lo que pase, siempre estarás echando de menos algo. Si te quedas en tu destino, extrañarás tu origen. Y si regresas a tu país, te faltará siempre aquel que te acogió. Emigrar es una experiencia que debería ser obligatoria alguna vez en la vida, aunque sea con una red de protección debajo, como lo hice yo.
Venga Miguel, deja de filosofar que te enrollas, ¿lo de Nashville qué? Pues nada, lo de Nashville, como todo lo demás, fue casualidad. Yo llegué aquí porque no me quisieron en ninguna otra parte. Y lo hice con toda la ilusión del mundo, porque es la mejor manera de devolver el gesto a quienes te dan la mejor oportunidad de tu vida. En esta ciudad dejé de ser abogado. Porque desde hace tiempo ya he dedicado más tiempo a estudiar literatura y enseñar clases de español de lo que nunca dediqué al estudio del Derecho y al ejercicio de la abogacía. Ahora, cuando la gente me pregunta qué hago, ya no sé muy bien qué responder, porque ya no me considero letrado, pero tampoco soy profesor, a pesar de que algunos de mis estudiantes se empeñen en llamarme así.
Lo cierto, y quizás algo sorprendente a estas alturas, es que yo nunca elegí estudiar un doctorado, y mucho menos en literatura (esto lo dejo para otro día), pero a la larga ha resultado ser algo que me hace feliz. Hace tres veranos, con el alma aún en proceso de remiendo, sentados en la terraza del Batel se nos ocurrió -entre cervezas, a pesar de que ella apenas bebe- que igual eso del columnismo y los periódicos igual podía dar juego. El tema era perfecto, porque una investigación de archivo me obligaba a tener que estar en España, que durante todos estos años ha sido la cuadratura del círculo para mí. Con el tiempo, aquel germen fue dando sus frutos, primero en forma de estudio independiente, y más tarde como un proyecto de tesis. Habrá quien piense que la idea fue mía, pero gran parte de la culpa es de ella, que además de gustarle los chicos con barba y las columnas periodísticas, es muy generosa.
Mañana lunes empiezo oficialmente mis exámenes doctorales. Y a pesar de que llegar hasta aquí no haya sido un proceso fácil y siempre me haga el remolón cuando me preguntan, la verdad es que sí sé cómo lo he hecho. Y aunque nada haya sucedido como inicialmente estaba planeado, me resisto por completo a quitarle una sola coma a esta historia.
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