31 jul 2018

Cabrera Infante, el censor franquista y la casualidad.


Una de las cosas que más me gusta de la literatura es la posibilidad de indagar en detalles que van más allá de las propias obras, cosas como las circunstancias en que fueron escritas, las correcciones que hubieron de hacerse o los porqués de su autor, forman parte del elenco de detalles que suelen saciar mi generalmente insana curiosidad. Quizás sea por eso que con el tiempo haya acabado encontrando en la autobiografía mi sitio. Porque en el fondo hay un voyeur dentro de mí que no puede evitar fijar su ojo en la mirilla de la vida del escritor. O a lo mejor no, a lo mejor es simplemente un idilio pasajero con las vivencias ajenas. A saber.

Ya sea por uno u otro motivo, fruto de este irreprimible deseo por conocer los entresijos que rodeaban a Tres tristes tigres, acabé dando con una historia de las que merece la pena contar, primero por lo literario del asunto y segundo, porque demuestra cómo a veces, de las situaciones más aparentemente negativas, acaban inesperadamente saliendo cosas maravillosas.

Cabrera Infante nació en Gibara (Cuba) en 1929 y no tardó mucho en mudarse a La Habana, donde durante varios años hizo carrera como escritor y crítico de cine. Como al principio de los tiempos tenía una relación estrecha con la revolución, en 1959, tras el triunfo de Fidel Castro acabó dirigiendo un suplemento cultural semanal que acompañaba al diario Revolución y que se llamó Lunes. Tal era su vinculación con el régimen que fue incluso nombrado Jefe del Consejo Nacional de Cultura. Vamos, que vivía absolutamente obnubilado por las bondades que la Revolución trajo a Cuba.

Dentro de esta tesitura en la que todavía estaba enamorado de la Revolución, en el año 1961 escribió un librito llamado Ella cantaba boleros que con el tiempo se acabaría convirtiendo en su archiconocido Tres tristes tigres. Aquel fue premiado en el año 1964 con el premio Biblioteca Breve de Seix Barral bajo el título Vista de amanecer en el trópico, obra que no sería publicada hasta 1974 debido a que sus constantes alabanzas al movimiento revolucionario cubano le hicieron chocar con la censura franquista.

Paralelamente y en interés de la historia que aquí cuento, es necesario apuntar que en 1961 su hermano Sabá produjo junto con Orlando Jiménez Leal y Néstor Armenteros un corto llamado PM (Pasado Meridiano) que desató una gran polémica y acabó con el exilio no sólo de los anteriores, sino del propio Cabrera Infante. Éste último acabaría de Agregado Cultural en la embajada de Cuba en Bruselas y sólo pudo regresar a su patria natal en el año 1965 a despedirse y asistir al funeral de su madre. Allí, como cuenta en Mapa dibujado por un espía pasó cuatro meses tratando de salir de una isla a la que no pudo regresar jamás.

Tras estos desatinos, la opinión del escritor del régimen castrista cambió, lógicamente. Así, tras regresar a Bélgica decidió pasar una temporada en España (donde por culpa del franquismo no duró demasiado) como paso previo a su mudanza definitiva a Londres, lugar donde moriría. Y en este punto supongo que el lector se estará preguntando, ¿todo esto, para qué? Pues para explicar que en 1967 salió publicada en Barcelona la maravillosa Tres tristes tigres, novela a la cual se le habían realizado de forma forzosa los 22 cambios que el censor franquista había señalado como necesarios al leer Vista de amanecer en el trópico. Es decir, una obra desprovista de cualquier tipo de loa al castrismo, mucho más afín a la entonces visión del régimen del escritor cubano.

Casualidades de la vida, fue la censura franquista la que hizo que la obra más importante que publicó Guillermo Cabrera Infante no tuviera referencia positiva alguna al régimen que le había vetado regresar a su patria de por vida. Este hecho no pasó desapercibido para el escritor, quien en el año 1979 publicó un artículo en Espiral llamado “El censor como obsexo” en el cual daba las gracias al censor español por haberle permitido publicar una obra desprovista de alabanza alguna a un movimiento revolucionario que le había condenado al exilio.

Y así es cómo una situación tan aparentemente negativa como ser censurado por el franquismo, rocambolescamente acabó propiciando que Cabrera Infante pudiera publicar el libro que, en ese momento, habría querido escribir. La vida en estado puro, vamos.


25 jul 2018

Retrato de un banco y una señora.


Hay un banco frente al portal de mi casa, en la otra acera. Es de madera y está un tanto desgastado por los años, corroído por las inclemencias del paso del tiempo. Lleva ahí desde bastante antes de que yo llegara aquí y sospecho que seguirá en su sitio cuando yo me vaya; desventajas (o ventajas) de ser inerte, qué sé yo. No tiene nada, a excepción de una estructura de forja y unos tablones que lo cruzan. Está ajado, casi con arrugas en la frente, pero cumple su función. Soporta y acompaña silenciosamente a quienes aguardan la venida de algún alguien o algún algo.

A veces, por las tardes, cuando el sol está dudando si caer o levantarse, ella, vestida de punta en blanco con su pelo cardado de laca y sus pendientes dorados, se sienta a esperar. Como el banco, ella ya sólo espera: a que llegue la hora de jugar la partida con sus amigas, a que suene el único teléfono fijo cuyo número yo recuerdo, a que la perra se canse de andar y quiera subir a casa, o a que la vida pase y le devuelva inerme a la tierra. Dice que está bien, porque lo dice siempre, pero se siente incompleta, como una mesa de tres patas, acaso ausente sin la otra mitad que le falta. Aunque se sabe afortunada y casi nunca está sola, desde hace ya algún tiempo ha entregado su destino a la suerte de un calendario cuyas hojas pasan cada vez más despacio.

Ella, al igual que el banco, es testigo accidental de la vida del resto y a pesar de los años, aún no está vacunada contra la inevitable desilusión. Ella sigue hacia adelante, porque no puede parar. Como el banco, que intuye con resignación que, por mucho que quiera, ya nada va a cambiar.



19 jul 2018

Pequeñeces.


Al principio de Pequeñeces, de Luis Coloma, Paquito Luján, un niño del colegio Nuestra Señora del Recuerdo, llora desconsolado el día de fin de curso porque, tras haber obtenido cinco premios y dos excelencias, y haber declamado unos fantásticos versos en el acto de clausura, nadie le espera. Paquito, que ha dado todo de sí para conseguir su objetivo, no entiende que sus padres sean incapaces de ir siquiera a recogerle a la escuela y le manden un birlocho y un cochero que le acerque a casa. Luján, Paquito, no comprende cómo después de haber hecho todo lo que estaba en su mano para triunfar, no obtenga la única recompensa que quería.

No recuerdo mucho del resto del libro, excepto algunos dimes y diretes, algunos chismes y pequeñeces que marcan la vida de la alta sociedad madrileña del XIX. Pero sí me acuerdo de Paquito y de lo pronto que tiene que aprender una de las lecciones más desagradables de la vida: que a veces, por mucho que uno haga, por mucho que se esfuerce y ponga de su parte para conseguir algo, las cosas salen mal.

De vez en cuando es así. Uno puede pasarse tres años y medio peleando por algo, tratando de hacer progresar—aunque sea despacio—una semilla sembrada en el desierto y que a última hora, cuando tiene la planta a punto de florecer, venga alguien y la pise. La vida es así, uno puede ir y venir tantas veces como le es humanamente posible, de un lado y de otro, chuparse más de cuatrocientos kilómetros a pie para tener algo más de solvencia en la nueva etapa que le espera y a última hora irse todo al carajo sin siquiera tratar de dar batalla; de luchar por un proyecto común.

Paquito Luján no lo sabía, pero a veces estas cosas pasan. Y a veces la trascendencia de estas cosas es mayor de lo que puede aparentar, porque no suponen el fin de una relación o de una idea, sino que suponen un destierro vital, un confinamiento al exilio definitivo. Un miedo eterno a volver a sembrar una semilla y tratar de regarla con un océano de por medio. Ver morir esa flor es, aunque Paquito no lo intuyera entonces apenas, ver cómo mis esperanzas de algún día regresar a España y establecerme aquí se mueren.

El niño de Pequeñeces, que tanto impacto me causó, no sabe que el problema a veces no es que algo salga mal, sino la reacción que ese final desencadena. Que la semilla del desierto no vaya finalmente a florecer no supone que no vaya a haber una flor, significa que si la hay, ya muy probablemente no podrá estar a mi lado favorito del Atlántico. Con lo que eso duele.

Una huida. Otra más.