30 ene 2014

De momento (s).



Cada semana tiene un día en el que, durante unas horas –a veces minutos, o incluso sólo segundos- bajo la guardia y permito que determinados recuerdos de un pasado feliz vuelvan a mi cabeza. A veces –las menos- esas imágenes se me atragantan y me sumen en una especie de espiral de desconsuelo que dura lo que tardo en conseguir quedarme dormido; momento en el que –con suerte- soy capaz de soñar y recordar al día siguiente lo soñado. Otras veces (las más, de un tiempo a esta parte), me basta con un simple pestañeo mental para convencerme a mí mismo de que el futuro no sólo es un algo lejano, sino un vaya-usted-a-saber-qué apasionante.

Ocurre que de un tiempo a esta parte he empezado, no a comprender pero sí a comprobar, que el tiempo –valga la redundancia- tiene esa propiedad tantas veces predicada de sí mismo: es terapéutico. Y aunque reconozco que sus efectos no se muestran tan rápido como en muchas ocasiones me habría gustado, lo cierto es que, como si de un médico con bigote se tratara el muy constante, consigue que determinadas decepciones –que parecían eternas- pierdan la batalla contra la intranscendencia.

El paso de los segundos me permite, llegado a un punto concreto, parar el mundo un instante –o dos, si el instante es pequeño- y observar; como si el momento actual fuese la cima del Rockefeller Center, y el resto de la ciudad de Nueva York fuera el pasado visto a través de esos binoculares grises de pago que enfocan más allá del metacrilato transparente –ese que separa la tierra firme del vacío-.

El tiempo (que pasa más bien deprisa), si bien no elimina esos momentos pretéritos,  otorga la perspectiva necesaria para observarlos desde un punto de vista diferente a aquel del que  gozaba cuando se generaron. De este modo se deduce que dado que son los recuerdos quienes observan con permanente inmutabilidad el giro de las manillas, no son éstos los que cambian, sino nosotros.

Así, es esa perspectiva y no otra, la que ha conseguido que de cuando en cuando me permita esbozar una sonrisa al recordar que otrora –aunque no por mucho tiempo- viví momentos de esos que, si bien en algún momento fueron duros de recordar, desde hace ya algún tiempo, son dignos de permanecer en mi memoria.

26 ene 2014

.



Ayer otra vez, esa hija de puta con guadaña, vino a ajustar cuentas y se equivocó de portal; se llevó a quien no debía en el momento inadecuado. Como si de un rayo helado se tratara, y con una alevosía desmedida, vino silenciosa e inesperada a raptar ese aliento que nunca debió de ser el último; a inducirle el sueño eterno a quien no lo merecía.

Y yo, que ya poco puedo hacer, sólo tengo palabras para tratar de calmar un dolor que, sin ser propio, en cierto modo siento como mío. 

Descanse en paz tu madre, Amigo.



23 ene 2014

357 palabras de jueves por la noche.



A veces, cuando el día se hace eterno y tengo la sensación de que el grano de arena ha tomado unas dimensiones astronómicas, tiro de un freno de mano imaginario, para bajarme de un coche en el que evidentemente no estoy, y enciendo –imaginariamente- un cigarro para darle unas caladas –también imaginarias- que arrojen –paradójicamente- algo de luz a todo este sinsentido. Lo hago de cuando en cuando, cuando tengo la sensación de que ese día la vida me está ganando la partida por la mano; aun teniendo yo mejores cartas, y mejores argumentos.

Entonces, y sólo entonces, después de recuperar esa calma merecida –y marcar las cartas de la baraja- sigo adelante, como si nada de lo anterior hubiera tenido lugar. Me acomodo el Borsalino negro y continúo mi camino mientras pienso en esto y en aquello –y en lo de más allá-, para acabar divagando mentalmente sobre el sexo de los ángeles, y llegar a la conclusión de que no existe un salvoconducto capaz de hacerme entrar en razón. Como si razón fuera un país, y yo un tipo que se exilió.

Es en estas cuando, como el que no quiere la cosa, llega la noche de repente con esa nocturnidad que le es propia –y esa alevosía impostada que tienen todos los finales predecibles-, para meterse a escondidas en mi cama y esperarme entre sábanas de color blanco satén que yo nunca he comprado; como quien decide pasarse a saludar, y se acaba quedando a vivir toda la vida. Como esas personas inesperadas, que llenan un vacío que no existía antes de que llegaran.

Y así llegan las doce. Con la luna observando –prismáticos mediante- desde ahí arriba qué es lo que acontece a través de mi ventana, intentando descifrar mis pensamientos a estas horas de este jueves; como si yo mismo supiera lo que pienso. Como si alguna vez, a lo largo de este día tan eterno, tuviera la oportunidad de hacer otra cosa que no fuera esperar a ese momento en el que cierro los ojos para poder soñar un rato, que aquel sueño sigue ahí.