14 nov 2021

Soy profesor.

Yo soy profesor, probablemente porque no sé ser otra cosa en la vida. Y lo soy a tiempo completo, no puedo dejar de serlo como quien echa el cerrojo a la oficina y se va a tomar cañas de afterwork. Creo en el diálogo como forma de enseñanza y de aprendizaje. Y lo creo sin imposturas. Casi nunca tengo demasiadas respuestas, pero siempre llego al aula con un saco de preguntas puntiagudas, porque tengo fe en que al salir de mi clase, mis estudiantes habrán descubierto una cosa nueva, se les habrá despertado la curiosidad. No tengo mucho que enseñar, porque no sé mucho de nada, pero pongo mucho amor en lo que hago porque me importa la gente a la que enseño. A veces me equivoco, como todos, pero trato de ser siempre honesto intelectual y personalmente. No engaño a nadie, si no sé algo, reconozco mi impericia y me comprometo a buscarle el cuarto pie a ese gato. 

Mi vida es enseñar. Y lo es porque da igual que esté de vacaciones que corrigiendo en la oficina. Si estoy leyendo algo, si estoy viendo una película, siempre estoy pensando en si es algo susceptible de añadir a una de mis clases. Cómo enseñaría yo esto. De qué manera puedo hacer que sea más entendible. Qué problemas me da pie a comentar con mis alumnos. Ser profesor, para mí, es una condición, no una profesión. Es, a menudo, una forma de mirar el mundo. Y enseñar no es adoctrinar, es guiar. Es querer expandir los horizontes personales e intelectuales de quienes se suman a la locura de aprender. No es, desde luego, decirles lo que tienen que pensar, pero sí cómo debe ser el proceso que los lleve a formar una idea. A veces no es fácil, porque el camino hasta tener ideas propias puede ser doloroso, sobre todo si uno no está abierto a desafiar sus propios prejuicios. 

Ponerte en frente de una clase no siempre implica escoger eso que te gusta o aquello con lo que estás de acuerdo. También es saber reconocer el valor de ciertas cosas que a uno no necesariamente le agradan, dar visibilidad a ciertos autores o aspectos con los que no concuerda demasiado. Enseñar, en muchas ocasiones, es ser capaz de dejar de lado tus creencias para ponerte al servicio del aprendizaje de los demás. Porque saber disentir, de manera respetuosa e informada, también es necesario. Y porque para estar de acuerdo o no con algo, es necesario tener una opinión. Y para poder tener una opinión hace falta ser capaz de cuestionarse a uno mismo. Con lo difícil que resulta eso hoy en día.  

Soy profesor y serlo me hace muy feliz. Así que, si me dejan, espero seguir siéndolo el resto de mi vida. 


3 nov 2021

Humanidades.

A veces me pregunto en qué momento las Humanidades comenzaron a perder fuelle hasta el punto de renunciar prácticamente a ellas. ¿Desde cuándo se dejaron de estudiar la literatura y la cultura de un país para centrarse exclusivamente en aprender la lengua que allí se habla? O sea, ¿en qué momento dejó de ser importante el contexto que rodea a esa herramienta? 

Ahora que estoy en mi último año y que por primera vez afronto un proceso de búsqueda de empleo, me ha dado por pensar: ¿las Humanidades se han ido muriendo solas o las hemos matado entre todos? En una universidad cada vez más mercantilizada, donde cada vez más importa menos todo aquello que no reporte un beneficio económico directo, parece que ya no tienen cabida las clases en las que enseñamos y aprendemos de dónde venimos. Ahora lo importante es adquirir una habilidad, el español en nuestro caso, y usarla con un fin transaccional.

No sé quién tiene la culpa, ni si el video killed the radio star, pero me entristece la deriva. Me da pena que quienes vengan detrás vayan a aprender español pero no vayan a leer el Quijote, ni a saber quién fue Larra. Las Humanidades tienen un componente formativo que afecta directamente al espíritu de la persona, aportan un plus intangible a quienes las cultivan; a buen seguro no producen mucho rédito económico, pero también son necesarias. Especialmente en un mundo que cada vez aprecia menos la importancia de una belleza sin pretensiones, del ser sin más, sin tratar de existir con un propósito más allá del mero deleite.

Como profesor en ciernes me parece un reto extraordinario crear cursos que ayuden a hacer más atractivo el material para las generaciones que vienen. Quizás sea el momento de enganchar a golpe de aforismo a los herederos de lo breve, y desde ahí llevarles de la oreja a la poesía, al ensayo, a la novela. Tal vez sea el momento de estrujarnos un poco más el cerebro y atraparles de la mano de la elipsis y la metáfora para hablar del folleteo en la novela del XIX. Que cuando se cierra una puerta, algo siempre pasa dentro de esa sala. Que esa tormenta no son sólo rayos y truenos. Cualquier tema es bienvenido siempre y cuando haga que vengan a clase (y lo hagan sin almohada).

Debemos seguir enseñando español, claro que sí. Y debemos seguir formando personas, no sólo futuros trabajadores. El estudio de las Humanidades da pie al planteamiento de cuestiones éticas y morales, sugiere dilemas, paradojas y situaciones en las que nuestros estudiantes se ven forzados a pensar por sí mismos (algo que da miedo hoy en día). Eliminar paulatinamente el componente literario y cultural de nuestros departamentos nos acabará convirtiendo en meras academias de idiomas. Y eso, a la larga, hará que nuestros alumnos conozcan muchas lenguas, pero desconozcan cómo razonar en ninguna de ellas. Con lo que eso conlleva.