7 ago 2022

Nashville 2017.

La primera noche que dormí en Nashville tenía cama pero no colchón, así que no me quedó otra que hacerlo tirado en el sofá. Mi nuevo compañero de piso todavía no había vuelto de donde fuese que estuviera y en aquel piso de estudiantes habitaban pelusas centenarias que desafiaban leyes biológicas. Rodaban a sus anchas como solitarios estepicursores en el Valle de la Muerte. El apartamento, que era un bajo, quedaba apenas a unos minutos de la parte este del campus, lo cual me permitía andar hasta allí en un momento en el que no tenía coche. Pasado el trago del primer amanecer —es un decir, pues ni café tenía— di con mi cuerpo en una oficina de correos cercana que albergaba una pequeña caja donde se encontraba el que a día de hoy sigue siendo refugio de mis desvelos.

Algo que no olvidaré de aquellos días es la sensación de ir desbloqueando calles y lugares, como un personaje de un videojuego que va a tientas por el mapa. A cada paso que daba me encontraba un sitio nuevo, diferente del anterior, que quizás más tarde se convertiría en familiar. Había límites, eso sí. Mi ciudad se acababa al norte con West End, al sur con el supermercado, al oeste con el gimnasio y al este con la 12. Todo lo demás estaba habitado por dragones que yacían allí medio dormidos, esperando a que me aventurase a conocerlos. Entonces caminar era la única forma de moverse en un paraje que en agosto aún conserva grados y más grados, almacenados estratégicamente como lenguas de fuego.

En octubre llegó el coche y se acabaron los confines de mi actividad. El radio donde desarrollaba mi vida comenzó a expandirse como un río desbordado. Cambié de hábitos, comencé a moverme ayudado por el móvil y descubrí que existían otros supermercados. Empecé a alejarme de lo que hasta entonces había sido el centro y dejé que sus calles me abrazaran, a sabiendas, eso sí, de que aún no tenía autonomía suficiente para llegar de casa al auditorio sin perderme. O peor todavía, para regresar en caso de que, como me sucedió, el teléfono se me quedase sin batería. 

En febrero del año siguiente crucé al otro lado de la 31, que era algo así como Finisterre, y me mudé al barrio donde he vivido desde entonces. Desde aquí me he pasado los últimos cuatro años y medio renegando de Nashville. Que si no es una ciudad, que si es un pueblo grande, que si no tiene sentido y que si la abuela fuma. Pero aquí sigo. Ahora ya no me desplazo acojonado por si se me apaga el Google maps, ni sé exactamente dónde están mis límites de movimiento. Conozco más o menos las zonas que me gustan, sé dónde tengo que ir para comprar lo que necesito y en algún momento hasta encontré un bar donde me sentía completamente en casa. 

He sido injusto tantas veces con Nashville que necesito rendirme a la obviedad: la voy a echar de menos. Mañana se cumplen 5 años del día que me mudé aquí y, por primera vez desde que empecé el doctorado, no sé dónde voy a estar el próximo agosto. A buen seguro en otra parte. Tal vez ardiendo entre las sombras mientras derribo las murallas mentales que impondrán de nuevo las calles que rodeen mi casa en mi siguiente —espero— ciudad.


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