30 abr 2019

Tecleando en el avión.


Fue un viernes por la noche en un bar del West Village. Uno de esos medio oscuros, en los que desde el minuto cero uno ya sabe de antemano que saldrá derrotado. Allí estábamos, sin saber yo muy bien cómo. Celebrando estar vivos y juntos. Tomando tragos más tarde de lo que debíamos y viviendo una vida que quizás no era la nuestra. O sí. What do you do, me preguntó. What do you do, le respondí yo enfatizando el you. I’m a corporate lawyer, dijo ella. I once was a corporate lawyer too, le dije. Y le conté sin adornarme demasiado cómo cuando yo fracaso lo hago a lo grande. Le expliqué que después de cinco años todavía hay días en los que me sigo preguntando cómo he llegado hasta aquí. Y por un momento, entre tímidos sorbos de Hendrick’s, pensé en lo mucho que me habría gustado ser aquel tipo que un día proyecté ser. Ese que pudiera aguantarle la mirada a este tipo de mujer.

Al rato ella, cuyo anillo de compromiso se reflejaba en el cristal de mi copa vacía, se diluyó. Se evaporó como un espejismo del destino. Y yo me quedé observando a mi alrededor, tratando de digerir que, en el fondo, haga lo que haga, una parte de mí siempre echará de menos a esa otra que soñaba con hacerse un hueco en este rincón del mundo. Y me di cuenta de que, no hay vez que venga que esta ciudad no me atrape y me devore, que no me haga querer ser todo aquello que nunca fui. Que no me cree la necesidad infinita de pasar ese examen con nombre de dispensario espirituoso y tratar de mudarme a ella con cuatro corbatas y nada que perder. Que no hay un solo día que camine por aquí y no me sienta mitad aterrorizado e ínfimo, mitad completamente en casa. Porque estas calles paralelas y contiguas te engullen y te asfixian, sí, pero también te atrapan con la magia de su bendita incertidumbre. Tanto, que cuando menos te lo esperas, en lo que dura un gintónic y se esfuma una rubia, te hacen soñar despierto con convertirte en ese tipo que un día quisiste ser.