Fue un viernes por la noche en un bar del West Village. Uno
de esos medio oscuros, en los que desde el minuto cero uno ya sabe de antemano
que saldrá derrotado. Allí estábamos, sin saber yo muy bien cómo. Celebrando
estar vivos y juntos. Tomando tragos más tarde de lo que debíamos y viviendo
una vida que quizás no era la nuestra. O sí. What do you do, me preguntó. What
do you do, le respondí yo enfatizando el you. I’m a corporate lawyer, dijo ella.
I once was a corporate lawyer too, le dije. Y le conté sin adornarme demasiado cómo
cuando yo fracaso lo hago a lo grande. Le expliqué que después de cinco años todavía
hay días en los que me sigo preguntando cómo he llegado hasta aquí. Y por un
momento, entre tímidos sorbos de Hendrick’s, pensé en lo mucho que me habría
gustado ser aquel tipo que un día proyecté ser. Ese que pudiera aguantarle la
mirada a este tipo de mujer.
Al rato ella, cuyo anillo de compromiso se reflejaba en el
cristal de mi copa vacía, se diluyó. Se evaporó como un espejismo del destino.
Y yo me quedé observando a mi alrededor, tratando de digerir que, en el fondo,
haga lo que haga, una parte de mí siempre echará de menos a esa otra que soñaba
con hacerse un hueco en este rincón del mundo. Y me di cuenta de que, no hay
vez que venga que esta ciudad no me atrape y me devore, que no me haga querer
ser todo aquello que nunca fui. Que no me cree la necesidad infinita de pasar
ese examen con nombre de dispensario espirituoso y tratar de mudarme a ella con
cuatro corbatas y nada que perder. Que no hay un solo día que camine por aquí y
no me sienta mitad aterrorizado e ínfimo, mitad completamente en casa. Porque estas
calles paralelas y contiguas te engullen y te asfixian, sí, pero también te
atrapan con la magia de su bendita incertidumbre. Tanto, que cuando menos te lo
esperas, en lo que dura un gintónic y se esfuma una rubia, te hacen soñar
despierto con convertirte en ese tipo que un día quisiste ser.