14 ago 2022

El ocaso de los años felices.

Quizás porque Chicho Ibáñez Serrador lo mencionaba cada semana en el Un, dos, tres a finales de los 70, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo se compró un piso en Torrevieja. No lo sé, porque nunca me lo dijo, pero dudo bastante que lo que le moviera fuese compartir vecindad con todos aquellos jugadores de Malta que una infausta noche del 83 se dejaron clavar doce goles en el Villamarín a cambio de una casa en la playa. Sin embargo, allí que se fue, condenándonos —es un decir— sin saberlo a veranear frente al Mediterráneo durante más de treinta años, en una playa cuyo nombre jamás hizo más justicia a la idiosincrasia de una estirpe. En un segundo con terraza desde donde siempre se vio el mar. 

Esta semana, después de muchos años de amenazas con venderlo, han decidido que sí, que se va. Vino un tipo con un cuaderno (o así lo imagino yo), tomó medidas, dibujó planos, hizo tres o cuatro números con la calculadora y llegó a la conclusión de que sí, que ese era el precio. Así que nada, parece ser que tras muchos veranos quejándonos injustamente de aquella casa, es posible que este sea el último que pisamos —que pisan ellos, que yo no estoy— Dinamarca esquina Suecia, que es el punto donde descansa aquel sueño de mi abuelo. Se vende el espacio, claro, pero no los recuerdos. Si las historias vividas allí aumentasen el valor de la vivienda, a buen seguro el tasador nos habría dicho que aquel piso tiene un valor incalculable. Pero no, la memoria no cotiza al alza en el mercado inmobiliario.

Ya sé que la nostalgia es muy improductiva. No obstante, ahora que parece que se acaba aquel capítulo de nuestras vidas, no puedo evitar recordar a mi madre, recién llegada de la playa bailando y cantando el “Mi gato” de Rosario en el salón a media tarde, con la corriente empujando los visillos. Tampoco puedo olvidar las partidas de dominó de después de comer, ni los helados de turrón de la Jijonenca, que quedaban justo debajo de casa. En la memoria quedan aquellos findes clandestinos con Cristina, la última visita con Pablo —que por fin descubrió que había playas más allá de la de Los Locos—, o todos los veranos que desembarcábamos allí en modo comuna con mis primos más pequeños. Pequeñeces todas estas en comparación con mi gran recuerdo: mi abuelo bajo la sombrilla de la playa leyendo el AS mientras observaba, por el rabillo del ojo, cómo dos generaciones después, su linaje chapoteaba feliz en la orilla. 


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