El problema de la vida no es
vivir con lo que uno es, es tener que negociar constantemente con aquello que
uno ha sido. Es recordar de forma perpetua los ridículos y las perversiones de
un pasado que persigue con un hacha atroz por el pasillo, amargando a veces los
triunfos y contaminando aún más sí cabe las inevitables y eternas derrotas. La solución
no es resetear el contenido, ojalá fuera formatear el disco duro. Pasa por aprender
a dejar de lado tantos yos como
momentos se han vivido y centrarse en construir algo más serio, menos débil,
más domesticado. Por someter el otrora al escrutinio de un ahora prometedor y
tratar de arruinarle la vida a la memoria. Por robarles el reflejo a los
espejos y cifrar el cristal de los ojos que te miran. Vivir, al fin y al cabo,
con la esperanza de olvidar las miserias y los gozos, los extraños avatares de otro
tiempo en el que no te reconoces. Seguir adelante sin tratar de rendirle cuentas
al yo pretérito que a estas alturas ya parece un cuerpo ajeno, un ser
extranjero de uno mismo. Y aprender. Aprender, que por mucho que uno quiera, ni
fue, ni es, ni será jamás perfecto.
Afortunadamente.