En esta época del big data y los numerazos gordos, en la que cada gránulo de información encierra un misterio que, pasado por los filtros adecuados, puede llegar a convertirse en un elemento productivo, vengo a reivindicar el conocimiento inútil. Es decir, todo aquel dato que nuestro cerebro alberga y no sirve para otra cosa que no sea ganar una partida de Trivial. La culturilla general, que se decía antes. La filosofía en el sentido etimológico del término, y no tanto el encontrar una utilidad inmediata a ese granito de sapiencia. Conocer algo por el mero hecho de conocerlo, y no porque en un futuro próximo vayas a meter esa gota de sabiduría en un fondo a plazo fijo para que te traiga un rendimiento monetario calentito.
Reivindico los datos inservibles, las estadísticas que tu cabeza almacena sin tú siquiera saberlo, las fechas de acontecimientos históricos que no recuerda ni la Wikipedia, pero que tú, por algún motivo difuso, eres incapaz de olvidar. Los versos que aprendiste en el colegio y que campan desde entonces a sus anchas entre axones, esperando a que les llegue el momento de ser declamados una noche cualquiera entre tragos de ginebra con extraños. Las batallitas que nadie conoce y a nadie le importan porque a nadie le sirven excepto a ti, que de pronto encuentras el momento de añadirlas entre amigos como una imperecedera coletilla.
Ahora que todo tiene que tener un valor económico, que ya no queda un ápice de amor al arte y que el mundo gira en torno hacia la más espantosa especialización, vengo a defender el valor del saber generalista, del saber de todo sin que el saber tenga un propósito específico. Hay que volver al conocimiento yermo y rebelarse contra esa abominable actualidad que fomenta el mercantilismo de una información que sólo vale si produce. Es necesario reclamar de vuelta la anécdota aparentemente inservible y poner en valor la extraordinaria importancia del conocimiento inútil. Aunque parezca que no sirven para nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario