14 mar 2024

Qué leche de bollitos.

Cuando murió Florencio, como ya no lo conocía, decidimos dejarla en casa. Total, no se había enterado de que unas horas antes se acababa de ir aquel hombre con el que había compartido más de sesenta años de su vida. El alzhéimer, que ya entonces había hecho sus estragos, le ahorró el mal trago, a diferencia de mi otra abuela --la última que desde ayer me queda-- que había perdido a su marido 6 días antes, y 7 años después de aquello aún lo sigue extrañando. 

En casa, Quintanilla de Trigueros siempre fue un lugar casi mitológico del que hablaban mi padre y mis tíos. Una especie de Macondo castellano donde ellos comenzaron a descubrir el mundo y al que yo nunca llegué a visitar. Era tan grande esa rama de la familia, los Roldán, que ya hubieran querido los Buendía. De Valladolid venimos y a Valladolid habrá que ir pronto a desandar lo andado. Allí comienza esta estirpe de hijos de Melecio.

Algo que le perdono a medias es que se haya ido y se haya llevado la receta de las mejores croquetas de jamón que yo recuerdo. Nunca supe muy bien cómo las hacía, ni qué echaba. Sé, a buen seguro, que jamás midió la harina que ponía y que a veces retiraba la cebolla y otras no. De ella aprendí que, a pesar de que recién fritas estén muy buenas, cuando realmente se disfrutan es frías en el aperitivo al día siguiente. Eso, y sus flanes de vainilla, que hacía como nadie. Ah, y las palabras catacaldos y lechucear, que forman, desde hace años, parte de mi diccionario culinario-sentimental.

De su casa recuerdo los botes del Colacao que albergaban dentro siempre de todo menos Colacao. Desde galletas María hasta pan rallado, pasando por Dios sabe qué. Hace un par de meses, sin saberlo, le rendí el último homenaje al reutilizar uno de esos botes para guardar un paquete de harina. Hoy, por ayer, al despertar, sin saber lo que se venía, lo vi allí anidado al fondo del armario y pensé en ella. La vida a veces tiene estas cosas extrañas.

La Colasa, que así es como la llamaban mis tíos (y el resto por extensión), o Currilla (como le decía sólo mi padre) tenía la costumbre de comerse dos trozos de tarta en cada cumpleaños. “Por si es el último que celebramos”, decía siempre. En la terraza del pisito de Benidorm, donde el abuelo se autonombró hijo adoptivo de Villaconejos, pasó dos décadas cumpliendo años, algunos de ellos acompañada por nosotros, que acostumbrábamos a visitar de tarde en tarde, de puente en puente y de verano en verano.

Ahora que ya no está aquí, me la imagino lúcida, recobrando la memoria en un lugar mejor, acompañada de Florencio y diciéndole aquello de “¡Este hombre!”. Me los imagino a ambos, amarraditos los dos hasta el Rincón de Loix, al que tantas tardes llegaron el uno del brazo del otro y desde el que, a partir de ahora, nos esperan al resto. ¡Qué leche de bollitos!

26 feb 2023

Bares que cerraron.

Un poco antes de que dejase La Genara y se fuese a Del Arte, M. cerraba cada viernes con nosotros dentro. Echaba el cerrojo, nos servía unos tubos de cerveza, y nos sentábamos en la mesa del fondo a que él y Javi preparan la quiniela de esa jornada. Aquello parecía una escena de Goodfellas donde, abrigados por el terciopelo granate y la madera oscura de las paredes, pasábamos el rato sin ser vistos desde el otro lado de la cristalera fronteriza de la galería. Por aquel entonces aún se permitía fumar, o tal vez no, y en aquel ambiente semiclandestino el humo era casi un personaje más de la partida. Eran, claro, otros tiempos. 

Lo cuento con cierta nostalgia, no porque pertenezca a un pasado idealizado, sino porque es la primera relación estrecha que recuerdo haber tenido con alguien al otro lado de la barra que no fuese de mi familia. Después vendrían muchas otras, algunas de ellas en el mismo bar, donde pasábamos las tardes de los sábados después de dar patadas al balón con los muchachos del Alfombras. Lo que el fútbol unía, la cerveza terminaba de soldar, y fue así que, hasta que colgué las botas y me hice el petate, echamos horas alternando, pasando de ser meros clientes a reputados parroquianos.

Una vez que salí de España la cosa no fue fácil. Primero en Alabama y luego en Tennessee, tardé años en dar con otro camarero que me hiciera sentir en casa. Fue en el Greenhouse Bar, un invernadero donde servían tragos al que la pandemia terminó de apuntillar, haciendo que fuese traspasado a otra estirpe que nunca lo ha sabido llevar. Allí también pasé horas, unas cuantas de ellas con Sam, con quien, entre pintas de cerveza y chupitos de Jameson, nos calentamos el alma una tarde de viernes que afuera llovía. 

Recuerdo muy vivamente a varios de sus camareros, cuyos nombres nunca supe, con los que desarrollé una suerte de simbiosis que sólo se alcanza con el tiempo. En aquella época andaba yo con el alma en proceso de reconstrucción y aquel bar era el escenario de todas mis primeras citas. Algunas semanas, las menos, iba varias veces entre la mirada divertida de quienes allí trabajaban, que me habían visto, tal vez el día anterior, conociendo a alguien diferente. La conexión con aquellos tipos era tal que llegados a un punto me miraban esperando una señal. Si la cosa parecía ir bien, les guiñaba un ojo esperando a que ofrecieran otra ronda. Sin embargo, si no había química, que pasaba con frecuencia, con un simple gesto entendían el mensaje. Así, al minuto se acercaban y decían: “Ready for the checks?”. 

Y justo en ese instante de complicidad, se acortaban todas las distancias y me hacían sentir en casa.


23 feb 2023

Cosas que he aprendido en estos meses buscando trabajo como profesor en Estados Unidos (¿y que quizás son aplicables a otros puestos en otros lugares y profesiones?).

1. Estar preparado es sólo el principio. Tan importante es estar cualificado para un puesto como ser capaz de elaborar unos materiales de solicitud que sean atractivos. Hay gente muy buena que no recibe atención y gente menos apta que la recibe de más.

2. Cuatro ojos ven más que dos y dos cerebros piensan más que uno. Trata de que alguien revise tus materiales antes de enviarlos. No sólo por una cuestión de contenido, sino porque el ojo humano está entrenado para leer lo que le da la gana (y por ahí se suelen colar erratas).

3. Ten personalidad y muéstrala. Cuando redactes una carta de presentación, cerciórate de que se escucha tu voz. Personalízala para cada puesto, pero sin pasarte. Consulta la web, busca palabras clave, e introdúcelas de manera sutil.

4. Estás solo, pero no estás solo. Es decir, solicitar puestos a veces es un trabajo de equipo, especialmente cuando necesitas cartas de recomendación. Rodéate de gente que crea en ti y esté dispuesta a ayudarte. Y sé agradecido.

5. La información es poder. Hay algunos puestos que en realidad son ascensos encubiertos. O sea, que por mucho que solicites, la plaza tiene nombre y apellido. Conocer estos detalles puede ahorrarte tiempo, energía y ser, sin querer, parte de una pantomima.

6. Prepara bien tu entrevista. Estúdiate a fondo el departamento, identifica qué necesidades puede tener y qué puedes aportar tú en ese puesto. Usa esa información a tu favor, adapta tu discurso para parecer un candidato más completo.

7. No hagas preguntas cuya respuesta puedes encontrar en la página web de la institución. Hacer buenas preguntas demuestra una capacidad crítica y analítica que, dependiendo del tipo de puesto, puede ser percibido como una ventaja competitiva. 

8. Sobre el papel, (casi) siempre hay alguien mejor que tú. Pero eso no significa necesariamente que sea mejor candidato para ese puesto en cuestión. Solicita y, como dicen en el mus, que lo corten ellos. O ellas.

9. Sé la persona con quien te gustaría trabajar. Algo que me ha quedado claro es que nadie quiere currar con alguien que le vaya a hacer la vida más difícil. Es justo lo contrario.

10. Relativiza la importancia del proceso. Quitarle hierro a lo que estás haciendo muy probablemente te ayude a tomar mejores decisiones en cada fase. Un trabajo es un trabajo, sin más. Y te lo digo yo, que de no haberlo conseguido me habría tenido que volver a España.

11. El equilibrio es importante. Si vas a un campus visit, sé elocuente pero no pesado. Ingenioso, pero no abrumador. Gracioso, pero no de manera constante. Amable, pero no falso. Culto, pero no apabullante. Mide. 

12. Que no te den el trabajo no significa que no valgas para él. Esta idea es clave. Se puede ser genial en algo y, aún así, no ser la persona más apropiada para un puesto. Y no pasa nada. Seguro que hay otro donde encajas mejor.

13. Confía en tu instinto. Si crees que hacer las cosas de una cierta manera te va a ayudar a tener más éxito, hazlas. No significa que te vayan a salir bien, pero seguro vas a tener la conciencia tranquila. Y a veces eso ya es mucho.

14. El rechazo forma parte de la vida. Cuantos más puestos solicites, más posibilidades tienes de que te llamen, pero también de que te rechacen. No es nada personal, el sistema funciona así. No te lo tomes a pecho. Desilusiónate un rato y sigue con tu objetivo.

15. Ten fe. Aunque no lo creas, esto es lo más importante. Vas a trabajar muchas horas sin saber hacia dónde estás yendo. A veces va a ser ingrato. Pero si crees en ti mismo, los resultados acabarán llegando seguro. 


15 ene 2023

Diario de un impostor - VII.

Lo escribo aquí porque en algún lado habrá que contar todas estas cosas. 

Hace unos días regresé de España. Volví como siempre, con la maleta a cuestas y la tesis sin escribir. Cuando me iba me dio por pensar que tal vez esta sea la última vez que tengo que volver aquí. Estamos en enero y no sólo no tengo trabajo, sino que a estas alturas tampoco hay mucha perspectiva de encontrarlo. Por primera vez en los últimos seis años no sé dónde estaré el próximo agosto. No es bueno ni es malo, es raro.

Una idea. En diciembre estuvimos en Sevilla y me pareció que era una sucursal del Cielo en la Tierra. Suena cursi, pero qué ciudad. Qué manera de entender la vida.

El sábado por la mañana fui a la compra y me crucé con un tipo que iba por la calle con un pantalón de pijama y unas chanclas, sin calcetines, a dos bajo cero. Al llegar al supermercado di con una señora obesa que llevaba un carrito eléctrico típico de nonagenarios en Benidorm. Estaba dando marcha atrás en el pasillo de los cepillos de dientes y sonaba un pitido intermitente para indicar la maniobra. Me pareció una escena ridícula, casi patética. No sé muy bien por qué, pero estoy experimentando el shock cultural de forma mucho más chocante este viaje que en todos los anteriores. Es como si ya no perteneciera a este sitio. Quizás es porque en mi cabeza ya he empezado a irme de Nashville, del sur. Lo que no tengo claro es a dónde.

Un hecho. Siempre que regreso a este lado dejo de usar colonia las primeras semanas. La razón es que cuando llego mi ropa está lavada y planchada por mi madre y sigue oliendo a mi casa. Así que trato de alargar la sensación lo máximo posible e intento usar alguna prenda nueva cada día para poder imbuirme de ese olor tan especial a suavizante.

El jueves leí esta entrevista que Loreto Sánchez Seoane le hizo a Ray Loriga donde contaba que le habían extirpado un “tumor benigno pero mortal”. Me sentí muy identificado con su reflexión, particularmente con la parte que dice que cuando te libras de la muerte, de repente “Lo grave pasa a ser lo importante, lo importante ya es sólo relevante y lo urgente sólo es apresurado”. Y es verdad. La ventaja de no morirte tras pasar algo así no es sólo seguir viviendo, sino tener una perspectiva privilegiada de la vida.

Un momento. Al final de El Golpe, Johnny Hooker (Robert Redford) le dice a Henry Gondorff (Paul Newman): “You are right, Henry. It’s not enough… But it’s close!”

Siguiendo con Ray Loriga, en el avión de regreso leí Caídos del cielo y me quedé con una frase (de muchas) grabada: "Como todo conductor experto, sabía que un solo momento de distracción podía resultar fatal, pero es que eran unas piernas preciosas”. Mientras lo leía pensé que me gustaría enseñarlo en mi próxima clase. Después caí en la cuenta de que no sé si llegará a haber una próxima clase.

Una reflexión. A pesar de lo que pueda parecer, la peor parte del jetlag no es el sueño, sino el hambre que te asalta a traición. Te despiertas a las 3 de la mañana y de pronto tienes unas ganas de comer inexplicables. 

La última. En mi vida siempre se suele repetir un patrón. Primero decido hacer algo. Después cambio de opinión. Más tarde, por fin tomo una decisión que asumo como definitiva. Y justo cuando ya la tengo, sucede algo que me cambia los planes por completo. Hace tiempo que tomé esa decisión definitiva, así que aquí estoy, esperando a ver qué me tiene preparado esta vez el destino.


31 dic 2022

Despedida y cierre.

El uno de enero, mientras veía la Marcha Radetzky en la tele, se me ocurrió que igual era buena idea, ya que nadie me había dado la oportunidad de hacerlo en un medio ajeno, de escribir una columna cada domingo en mi blog. Así que, como no sabía dónde me metía, me propuse publicar unas cuantas palabras cada semana, a ver si así algún ojeador de estos que tienen los periódicos —es tal mi desconocimiento que imagino que funcionan como un equipo de fútbol— se fijaba en mí y me dejaba debutar. El resultado es que al final he acabado escribiendo 52 textos (contando este) de diversa factura y no tiene pinta, a 31 de diciembre, de que ningún medio me vaya a invitar a formar parte de su cohorte de plumillas. Otra vez será, Miguel.

Mentiría si dijera que me ofende que no me hayan llamado, pues en el fondo siempre he sido consciente de que la mayoría de estas entradas se corresponden más con un diario personal que con una tribuna periodística. Juro que lo he intentado, pero me resulta casi imposible escapar a la vis atractiva del yo. No tanto porque no me guste todo aquello que no concierne a mi propio ser, sino más bien porque no sirvo para escribir del resto. No sé muy bien si lo que escribo pertenece a algún género o si es un género en sí mismo —un montón de papeles—, pero sospecho que sea lo que sea no tiene cabida en cualquier otro panfleto que no sea el mío. La divulgación de uno, al final y al cabo no es divulgación sino confesión, incluso cuando, como aquí es el caso, muchas veces se hace en clave.

Una cosa que he aprendido en todo este tiempo es que para escribir es fundamental ser capaz de abstraerse de las propias circunstancias, aunque siempre acabes abusando del mí, me, conmigo. Vamos, que algunos días las palabras no salen porque la vida no fluye. A principios de año, con apenas media columna publicada, me hicieron creer que me estaba muriendo bastante antes de lo que me gustaría. Ese domingo, no obstante, publiqué algo que no tenía nada que ver con mí mismo. Fueron varias, de hecho, las semanas que tardé en descubrir que fuese lo que fuese lo que me pasara, no parecía ser algo tan mortal. Y lo agradecí, claro, porque estoy en una época de mi vida cargada hasta los topes de expectativas y cambios, y para qué engañarnos, ahora mismo me viene fatal morirme. 

A quienes pasaron por aquí en algún momento de este año o de los últimos 10: gracias. A quienes lo hicieron suyo y me respondieron, a los que se pasan por Instagram, a los que lo comparten, a los que piensan que es una pérdida de tiempo: gracias. A pesar de que escribo porque me gusta, sería injusto decir que no lo hago para que me lean, de otro modo todas estas palabras permanecerían olvidadas en cualquier cajón. Después de una década y más de doscientas cuarenta entradas, creo que ha llegado la hora de poner montonesdepapeles en stand-by al menos hasta que defienda la tesis, que a pesar del ínclito título de esta saga, ya no puede esperar más. O eso creo.

Feliz 2023. Y feliz vida.



29 dic 2022

La vieja parca florentina.

Hace muchos años, en un viaje de estudios del colegio, puse los pies en Italia, que ya por aquel entonces no era tierra ignota para mí. Estábamos en Florencia y de algún modo, no sé si antes o después de visitar las tumbas de los Medici, acabé perdido entre los puestos del mercado de San Lorenzo, que rodeaba los albores de la iglesia donde se hallaban los sepulcros. Fue allí, paseando en sus puestos como en un bazar gigante, donde di con un tipo que vendía ropa con motivo militar y me compré una parca verde, con banderas de Alemania en cada una de las mangas a la altura de los hombros. El precio fue irrisorio, no sé si antes o después de negociar pagué veinte euros. Y a día de hoy sigue en mi armario.

La parca es una parca cualquiera, no tiene nada de especial. Lleva una especie de forro como de borreguillo verde por dentro que se quita y se pone en función del frío que haga. Si llueve, te empapas, porque en lugar de repeler el agua lo absorbe, deja que la lluvia le cale hasta los huesos que no tiene. No es una pieza de diseño, ni parece especialmente resistente, pero ahí sigue conmigo. Ha sobrevivido a 4 mudanzas y a las constantes fluctuaciones de peso de su dueño, que no han sido pocas. En ocasiones me ha costado abrochar la cremallera, porque el invierno a veces no perdona a quienes llevamos años cultivando ese proyecto de barriga. 

No es que haya puesto demasiado empeño en su mantenimiento, pero lleva conmigo casi 17 años y sigue igual que el primer día. Quizás porque no la uso a diario o porque no siempre que la veo estamos en invierno, ha aguantado tanto tiempo. No sabría decir exactamente cuál es la metáfora que alberga todo esto, pero creo que tiene que ver con el cuidado y la paciencia. Ocurre con las cosas y también con las personas. Hay veces que simplemente hay que estar ahí, sin más, colgado al fondo del armario esperando a que llegue tu momento. Disponible para dar un abrazo cuando llegue el frío.

27 dic 2022

Mujeres de las que me enamoré en el cine.

Me ha pasado muchas veces porque soy de naturaleza enamoradiza. Veo una película o leo un libro y acabo poniendo ojitos a alguna de las personajes que aparecen. Me pasó con Cameron Díaz en Algo pasa con Mary siendo yo muy pequeño y lo corroboré con Jennifer Connelly y su Deborah en Érase una vez en América la primera vez que la vi con diez años, en la Semana Santa del 99. Supongo que debió ser por esa época que descubrí, no sólo que me gustaban las chicas, sino que además me gustaban las chicas guapas, algo que me temo no ha cambiado desde entonces. 

Hace algunos años, viendo El apartamento, me di de bruces con aquella ascensorista que interpretaba Shirley MacLaine y me pareció que tenía la cara más dulce que había visto jamás. Una belleza comparable tal vez a otra de mis grandes musas cinematográficas, Nola Rice, o lo que es lo mismo, el personaje que interpretaba Scarlett Johansson en Match Point. Aquella rubia, extremadamente sexy, a ratos mujer fatal, me hizo cuestionarme muchas veces el papel del personaje de Rhys Meyers, cuya decisión en la cinta nunca terminé muy bien de entender. En caso de duda, la guapa siempre, Chris.

Todas estas chicas de las que me enamoré en el cine, sin embargo, no podían compararse a la atracción que, por alguna razón que desconozco, pues no es mi tipo, despertó en mí Keira Knightley en Last Night. Hay algo en Joanna, una escritora de talento desaprovechado que huye de vez en cuando mentalmente a esa otra vida que podría haber tenido, que me resulta magnético. Es posible que sea su acento británico, o una elegancia de otro tiempo, o quizás su forma de fumar sentada sobre la encimera de la cocina. Hay algo en ella, sea lo que sea, que durante la hora y media que dura la película hace que fantasee con romper y cruzar la cuarta pared. 

Aun a riesgo de que una vez dentro me diga que lo siente mucho, pero que no soy su tipo. Que podría pasar.


22 dic 2022

El décimo.

Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir a él cada vez que hablaba de un difunto— compraba siempre en el mismo sitio, un supermercado mayorista donde se abastecía para el restaurante. Iba allí casi a diario y siempre repetía la misma secuencia: entraba, llenaba el carro, y mientras pagaba le daba las llaves del coche a uno de los gorrillas de la puerta que se llevaba la compra y la colocaba todo en el maletero. Al acabar, cada día tenía lugar la misma transacción: él le devolvía las llaves del coche y el abuelo le daba una propina por ayudarle. 

Aquellos tipos, que nunca supe cómo se llamaban ni de dónde eran, pasaron años echándole una mano, especialmente cuando era ya mayor y cargar palés de cerveza no era lo más apropiado para un señor octogenario. Mi abuelo, que era bastante guasón, bromeaba con ellos y les decía que mi abuela le había dicho que era un roñoso y que tenía que subirles la propina, que aquello que les daba no era suficiente por echarle un cable a cargar todos aquellos víveres. 

Lo que mi abuela no sabía (creo), y yo descubrí en aquellos viajes al super en los que hablábamos de todo, es que cada año, cuando llegaba la Navidad, Macario —que así es como nos llamábamos el uno al otro— siempre les daba un sobre a cada uno de los dos gorrillas. En él, además de ser algo más generoso en sus dádivas que de costumbre, aun a riesgo de que tocase y tuviera que buscarse nuevos socios que le ayudasen a meter la compra en el coche, siempre incluía un décimo de lotería con el mismo número que él jugaba. 

Y yo, no sé por qué, cada 22 de diciembre me acuerdo de aquellos tipos a los que nunca les tocó la lotería, pero jugaron durante años un décimo con aquel señor del bigote que tal vez soñaba con sacarles de pobres. 


18 dic 2022

Los mejores años de nuestra vida.

El día que me dieron las notas de cuarto de primaria, apenas un mes después de hacer la comunión, mi padre se sacó de la cartera una cuartilla con letras moradas que decía algo así como “Formulario de solicitud de socio” y tenía un escudo redondito en una esquina. Era junio del 97. Hasta entonces me había llevado al Bernabéu cinco veces, la primera a un Madrid-Barça de la temporada 95-96 que empatamos a uno, y alguna de las otras cuatro —que ya no alcanzo a vislumbrar en la memoria— a ver a un Betis al que goleamos y donde recuerdo que jugaba Roberto Ríos. Aquel fue el año del doblete del Atleti, y a pesar de que hubo gente en el recreo que cambió la elástica de Raúl por la de Kiko Narváez, yo me mantuve firme en mi empeño de ser madridista. Al fin y al cabo ya tenía una bufanda morada que él me había comprado en mi debut como hincha y un jugador favorito, Michel, cuyo número había yo heredado en mi camiseta del AD Castilla. 

El Madrid es, junto con mi familia más directa, lo único en esta vida a lo que yo le he guardado una lealtad inquebrantable. En todos estos años he cambiado de novias, de universidades, de amigos y hasta de país, pero nunca, jamás, se me ha pasado por la cabeza cambiar de equipo. Ha habido noches gloriosas, algunas de ellas en casa y otras en el estadio, que he tenido la suerte de compartir con la gente que más quiero. Momentos de esos que no podría yo explicar lo que se siente, porque al fin y al cabo los sentimientos comienzan donde acaban las palabras. Y también ha habido alguna de esas tardes desastrosas en las que deseé que no me importase tanto algo que tantos nunca entendieron. 

En septiembre de este año se cumplieron 25 años de la temporada en que mi padre me hizo socio del Madrid, y ayer, después de mucho tiempo esperando este momento, Juan Antonio Corbalán me estrechó la mano y me dio mi insignia de plata. Como no podía ser de otra manera, bajé con don Miguel, que sentado entre el público vio —o intentó ver— cómo, después de un cuarto de siglo, la estirpe madridista continúa intacta en la familia. Lo que no sabe, claro, es que mientras esperaba en la fila a que me la entregaran, lo único que pude pensar fue que ojalá la vida me deje acompañarle yo a él cuando dentro de 14 años haga 50 de socio y le pongan la insignia de oro.


4 dic 2022

Una cinéfila Navidad.

Mañana me voy a España, así que para mí comienza oficialmente la Navidad. Es curioso, pero desde hace años vivo con la extraña sensación de irme de vacaciones a casa. Como si hubiera algo de exotismo en volver a convivir con mi familia durante unos días después de haberlo hecho más de media vida juntos. Crecer, supongo, es aprender a emocionarse por algo que hasta hace cuatro días había sido cotidiano. Ser capaz de valorar las cosas antes de empezar a echarlas de menos. La propia Navidad, sin ir más lejos, nunca fue mi época del año, pero desde que vivo fuera cobró un sentido de reencuentro. 

Estos días, entre maletas interminables que se hacen a lo panenka y se acaban en el tiempo de descuento, siempre me da por pensar en el cine. Me acuerdo de todas esas películas en las que se refleja este momento del año y pienso en Jorge Sanz y Gabino Diego, Roberto y Alberto en Los peores años de nuestra vida, subiendo un árbol de Navidad gigante por las escaleras de una casa de Madrid mientras María, Ariadna Gil, les ayuda a dar el último empujón de camino al estudio del profesor Tristán. Recuerdo, porque quién podría olvidarlo, esa Gran Vía de Madrid contada por Garci y pienso en Germán Areta paseando por Nueva York antes de que empiece a sonar la trompeta de Gene Ammons al final de El crack mientras veo rascacielos pasar por la pantalla. 



La Navidad, para mí, es la terminal de llegadas del aeropuerto de Heathrow. Es Kevin McCallister hospedado en el Hotel Plaza y caminando por Central Park con un gorro con pompón. Es Plácido desesperado, subido al motocarro y haciendo virguerías por poder pagar la letra por toda la ciudad. Es Pepe Isbert en la Plaza Mayor de Madrid preguntando dónde está Chencho. Es Leo Di Caprio interpretando a Frank Abagnale Jr. y llamando al detective Carl Hanratty, Tom Hanks, la misma noche del 25 de diciembre porque se siente solo y sabe que es la única persona con quien hablar. Son Gremlins campando a sus anchas destrozando la ciudad porque Billy le da un trozo de pollo a Gizmo cuando tiene hambre más allá de la medianoche. Y son, sobre todo, esos días en los que suelo sentirme tan querido por gente a la que apenas veo el resto del año que, a veces, tengo la sensación de que mi vida es, en realidad, una película.