23 may 2022

Sobre Mbappé y sobre el amor.

Algo que a menudo se ignora del amor es que se rompe. Que un día, de repente, las mariposas dejan de aletear en el estómago y se acabó. Miras una foto del pasado y descubres que no queda ni rastro de todo aquello que un día te atrapó. Comienza entonces una travesía que parte del escepticismo para llegar de nuevo a esa esquinita del tablero que dice cárcel, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar las veinte mil pesetas. Le pasó a Bustamante cuando le dejó Paula Echevarría y nos está pasando a nosotros ahora que Mbappé ha decidido no romper con su ex después de meses dándonos las buenas noches a hurtadillas. Las peores relaciones, en el fondo, son aquellas que jamás terminan de suceder. 

Algo que hemos aprendido estos días es que Kylian tiene alma de folklórica. Y a mí eso me gusta. Se siente el centro de atención y lo disfruta, al igual que lo hacía Lola Flores. En este caso, sin embargo, en lugar de aquella pesetita, le ha caído del cielo un contratazo con más millones de euros que estrellas hay en el cielo. Juega bien sus cartas y jamás se cierra una puerta. Utiliza la callada por respuesta, que es la mejor forma de otorgar y dejarlo todo a la imaginación sin decir nada. Un poco como cuando estás en conversaciones prenoviales y ella te sonríe, como dándote a entender que si tienes suerte y se alinean los planetas, igual te toca algo. Pero no. A una flamenca no hay que creerla nunca. Y menos cuando te mira a los ojos y te dice que te quiere.

A mí en la vida se me ha acabado el amor unas cuantas veces. He dejado y me han dejado, y he seguido. Pero nunca se me había acabado el amor sin llegar si quiera a consumarlo. Me dolió que Cristiano encontrase a otra, pero lo entendí. No hay nada más monótono que acostumbrarse a ganar. Me ha dolido aún más que Mbappé no haya llegado a escogernos para ponerle los cuernos a su patria. Pero no le culpo porque en el fondo le entiendo. En esto del querer no hay nada escrito, excepto por aquel librito de Beigbeder que decía que El amor dura tres años, justo el tiempo que le hace falta a Kylian para darse cuenta de que, como decía Raphael, “como yo te amo, nadie te amará”. 

Y quién sabe, tal vez algún día volvamos a encontrarnos por la calle, salte la chispa y estalle el amor. Que por cierto, se encuentra justo a medio milímetro del odio. 


15 may 2022

Lo inmutable.

Algo que me llama mucho la atención siempre que regreso a casa es que lo esencial siempre permanece. Cambian los dueños de los bares, pero no los parroquianos, que en tres días reconquistan aquella barra que un día les fue propia. Se invierten los sentidos de circulación de las calles, a pesar de que la gente las sigue transitando como antaño, con sus bolsas de la compra y sus pesares cargados a la espalda. Con sus benditas cuestas imposibles. Algunos edificios caen mientras otros, más nuevos, decoran horizontes y engalanan el distrito sin fecha de consumo preferente. Pasan los años y se vota en elecciones. Y a veces se marchan los alcaldes, empero la ciudad sigue latiendo. Un tanto a la inversa de lo que decía Julio Iglesias. 

El que sale siempre es uno, y a menudo, el que regresa suele ser otro. La experiencia, el viaje, te distorsionan la mirada. Te retuercen la perspectiva sin piedad para que al llegar no reconozcas aquello que un día te fue propio. Le pasaba a Camba, aquella rana viajera a la que al volver a España todo le resultaba extraño. Y me pasa a mí cada vez que pongo un pie a este lado del Atlántico, que veo cómo los años van mudando el panorama lo justo como para que me dé cuenta de que, aunque cambie de manos el país, en el fondo seguimos siendo lo mismo. 

Una cosa que no cambia, por suerte, es la gente que te espera. La que sabe que regresas y hace planes para verte tan pronto saben las fechas de tu estancia. Amigos de toda la vida que siempre se alegran de verte y por los que no pasa el tiempo, por mucho que los años continúen desafiando al segundero. Algunos, ya casados, han dado a luz a una nueva generación que ya se une fugazmente a nuestros planes. Otros, a medio camino entre la nada y el futuro, observamos con ojos de ternura cómo se sientan al otro lado de la mesa. Y mientras ellos se entretienen con el pan y nosotros con verlos a ellos, deseamos muy fuerte poder volver un día a este lado —quién sabe si para siempre— para verlos crecer. 


8 may 2022

Vivir y recordar.

Una cosa que a menudo me chirría es esta obsesión reciente por inmortalizar el momento. El estar más pendiente de grabarlo que de vivirlo y acabar renunciando al directo para poder almacenar el diferido por una eternidad perecedera, como si hubiera algo de mágico en revivir algo que está pensado para ser consumido en el acto. Creo que fue Jabois quien contaba cómo un amigo suyo, en una reunión de colegas, había abogado por no hacer fotografías precisamente para que cada uno pudiera recordar ese momento a su manera. Y tenía razón. Por muy evocadora que sea una foto, su recuerdo jamás podrá sustituir al sentimiento que reinaba cuando aquella se tomó. No hay stories de Instagram que capture la verdadera esencia de un reencuentro con amigos. 

Con el amor pasa un poco igual. Hay gente que vive tan ofuscada con compartir su vida que al final se acaba olvidando de vivirla. Personas obsesionadas con decirle al mundo que están enamoradas, como si aquello fuese un requisito sine qua non, una condición constitutiva sin la cual en realidad no existe relación. Son, eso sí, los mismos que se abalanzan prestos a borrar cualquier recuerdo de un pasado en apariencia inexistente cuando aquello se acaba, confirmándole al mundo que donde hubo digo ya no hay Diego, como si sus cuentas fuesen el ¡HOLA! y sus vidas el embarazo de Chabeli. 

Algo que además se olvida con frecuencia es que, además, no todo es digno de ser inmortalizado o compartido. No todos los instantes que se graban con el móvil merecen tener un hueco en el rincón reservado a la posteridad. Y no todas las cosas que se comparten en redes sociales son siempre meritorias de difusión. Tal vez estaría bien que el teléfono preguntara, antes de grabar algo, si esa foto es digna de gastar una bala en un carrete y si realmente ese momento merece besar en los labios al futuro. Que nos recordase que lo que se ve en pantalla, aunque sea un vídeo que grabamos en directo, no es la vida real.

Es fácil: o vivir y recordar, o recordar sin vivir. Tú eliges. 


1 may 2022

El último bofetón de la Rosita.

Algunas décadas después de que la doña Rosita de Lorca se quedara soltera y la doña Rosa de Cela repitiera con fruición en su café que nos había merengao, nació mi madre, que también era Rosa y además María. Fue la tercera de siete y lo sigue siendo, porque en mi familia otra cosa no, pero tendemos a la longevidad, como si vivir muchos años fuese una aspiración vital y no tanto una cuita del destino. Mi abuelo —que en paz descanse, como le gustaba decir siempre a él— y mi abuela —que con ochenta y muchos aún no sabe lo que es el descanso— tenían un horno del que, a excepción de mi tío Paquito, sólo salían niñas, así que mi madre creció en un gineceo. 

Enrique San Francisco —que en paz descanse, como diría mi abuelo— tenía un monólogo en el que hablaba de las madres y decía que son el mejor invento del mundo. Mencionaba algunos principios básicos que tenían aprendidos de serie: el no arrastrar los pies, el mantener la habitación recogida, y el taparse la boca para no coger frío. Yo diría que las grandes batallas de la mía siempre han sido la del cuarto y el que no nos ahogáramos masticando algo. Esas, y aguantarnos a mi hermano y a mí cuando llegamos a casa en estado catatónico, que alguna vez ha pasado. 

Fue un mes de julio de hace muchísimos años. Como cada verano, nos íbamos a Torrevieja y había que salir pronto para evitar la dichosa caravana. Recuerdo que salí de casa con una botella de whisky y me prometí a mí mismo retirarme en hora, sin caer en la cuenta de que tan temprano son las dos de la mañana como lo son las siete. Vuelvo pronto, dije. No me llevo coche, recalqué. Acuérdate que a las seis y media salimos para la playa, me respondieron. Sí, sí, no os preocupéis que en un rato estoy aquí, concluí ingenuamente. 

Debían ser las cuatro y media de la mañana cuando me llamó por primera vez. ¿Se puede saber dónde coño estás? Que nos tenemos que ir y todavía llegas tarde. Algo así creo recordar que oí entre la música de la discoteca y el ruido de la gente. Aquel fue el primero de los tres avisos antes del descabello. A las cinco y pico me llamó otra vez. Y a las seis y algo me volvió a vibrar el bolsillo, pero ya no tuve valor a descolgarlo porque sabía que al otro lado se escondía el basilisco y era capaz de arrancarme la oreja de forma telemática. Estoy en un lío, pensé. Y aquel pensamiento fue la primera muestra de raciocinio de la noche.

Supe que la cosa no iba a acabar bien cuando, al subir el último escalón que separaba el interior de aquel antro de la calle, vi que era de día. No un día pálido ni timorato, no. De día, día. Con su sol en lo alto y su alegría veraniega. Con gente ya por la calle acercándose a las tahonas. Me subí en el coche de Pedro, que había aparecido por allí en algún momento de la noche, y doña Rosa la casada —con mi padre, concretamente— me llamó de nuevo para darme cuatro gritos y transferirme algún mensaje que no alcanzo a recordar de forma exacta, pero cuyo contenido venía a implicar que era un borracho y un descerebrado. Debían ser las siete de la mañana, o sea, una media hora más tarde de la hora inicial de salida.

Al llegar a mi casa entré por el garaje, y fue allí, en el tramo de escaleras, que me crucé con mi padre, quien con un gesto de asombro me miró y me dijo: “Ya te vale”. Avancé sigiloso hasta la cocina, donde me esperaba mi madre un poquito contrariada. Buenos días, le dije con una sonrisa, a lo que me respondió, sin mediar palabra alguna, con un bofetón que me puso a bailar. Tras ello, y en un ataque de dignidad, me subí a mi cuarto y me tumbé en la cama a dormir hasta que Pablo, que entonces no entendía nada, vino a despertarme para meterme en el coche. Pero eso es otra historia que contaré otro día.

Ella, que tiene mala memoria cuando quiere, se suele hacer la loca cuando hablamos de aquella mañana y omite interesadamente aquel bofetón, que por cierto fue el último. Y no porque no le haya dado motivos desde entonces.