El sábado que viene se cumplen ocho años del día que aterricé en Estados Unidos para vivir. Lo hice un poco a tientas, sin saber si quiera a qué venía realmente. Y sin tener ni idea de que aquello, que parecía una aventura temporal, se acabaría convirtiendo en el inicio de un proceso migratorio gradual. Entonces tenía 26 años, una edad como otra cualquiera para coger un avión sin billete de vuelta, y sólo estaba seguro de qué era lo que no quería. Recuerdo el viaje, con un maletón enorme, una mochila y una maleta de mano. Tenía una libreta que me regaló Gabri y que aún conservo donde escribí algunas líneas inocentes, las típicas palabras de un ingenuo que no tiene ni idea de lo que se le viene encima. Aquella fue la sola ocasión que he perdido un vuelo de conexión en todo este tiempo y también la primera y última vez que he volado en primera.
Una de las cosas que no he podido olvidar en estos años es que aquel día, en el aeropuerto de Barajas —que aún no era Adolfo Suárez— terminé de leer Demian, de Herman Hesse; la última novela que recuerdo haber leído en traducción. Con el paso de los días y vistas las cosas en perspectiva, no deja de resultarme curiosa la oportunidad de aquella lectura. Yo, que estaba a las puertas de la experiencia que me cambiaría para siempre, que me haría crecer a marchas forzadas, di por casualidad con un libro que va precisamente de eso: del salto a la madurez. De los cambios que conlleva convertirse en un adulto y los sacrificios que a veces se deben hacer en el proceso. De lo que implica cerrar la caja de las ideas que pertenecen al pasado y abrir otra donde comenzar a amontonar vivencias. O papeles.
Como Demian en el libro, en estos ocho años he crecido. He aceptado muy a regañadientes que este es un camino de difícil retorno, por mucho que sueñe despierto a todas horas con España. Pero sobre todo he aprendido una cosa: hay que salir. Hay que irse. Aunque no sea para siempre y tengas una red debajo como las de los trapecistas del circo. Hay que vivir fuera para poder seguir creciendo. Hacer la fotosíntesis lejos de casa para descubrir que el sol no brilla igual en todas partes y que existen más que los cuatro muros imaginarios que nos otorga el pasaporte. Es necesario tener esa experiencia, echar de menos los orígenes, incluso si sólo sirve para darle más valor a tu retorno. No te lo van a decir en ningún sitio, pero tienes que irte, como le vino a decir Alfredo a Totó en Cinema Paradiso.
Algunos días, cuando la segunda enmienda se me hace bola y me entran ganas de seguir de vuelta el rastro de miguitas de pan, pienso en aquel tipo fumón y regordete que decidió estudiar Derecho. Que tenía un plan muy claro de futuro. Que quería ser abogado y llevar corbatas y pedir venias con la toga puesta. Es entonces cuando doy gracias a la vida por haberme demostrado que a veces hay que saltar al vacío sin cuerda que te asegure la caída. Eso, y que como le decía Irving Feffer a Sandy Lyle en Y entonces llegó ella, las mejores cosas llegan justo cuando menos te lo esperas.