31 jul 2022

El extraño viaje sin fin.

El sábado que viene se cumplen ocho años del día que aterricé en Estados Unidos para vivir. Lo hice un poco a tientas, sin saber si quiera a qué venía realmente. Y sin tener ni idea de que aquello, que parecía una aventura temporal, se acabaría convirtiendo en el inicio de un proceso migratorio gradual. Entonces tenía 26 años, una edad como otra cualquiera para coger un avión sin billete de vuelta, y sólo estaba seguro de qué era lo que no quería. Recuerdo el viaje, con un maletón enorme, una mochila y una maleta de mano. Tenía una libreta que me regaló Gabri y que aún conservo donde escribí algunas líneas inocentes, las típicas palabras de un ingenuo que no tiene ni idea de lo que se le viene encima. Aquella fue la sola ocasión que he perdido un vuelo de conexión en todo este tiempo y también la primera y última vez que he volado en primera. 

Una de las cosas que no he podido olvidar en estos años es que aquel día, en el aeropuerto de Barajas —que aún no era Adolfo Suárez— terminé de leer Demian, de Herman Hesse; la última novela que recuerdo haber leído en traducción. Con el paso de los días y vistas las cosas en perspectiva, no deja de resultarme curiosa la oportunidad de aquella lectura. Yo, que estaba a las puertas de la experiencia que me cambiaría para siempre, que me haría crecer a marchas forzadas, di por casualidad con un libro que va precisamente de eso: del salto a la madurez. De los cambios que conlleva convertirse en un adulto y los sacrificios que a veces se deben hacer en el proceso. De lo que implica cerrar la caja de las ideas que pertenecen al pasado y abrir otra donde comenzar a amontonar vivencias. O papeles.

Como Demian en el libro, en estos ocho años he crecido. He aceptado muy a regañadientes que este es un camino de difícil retorno, por mucho que sueñe despierto a todas horas con España. Pero sobre todo he aprendido una cosa: hay que salir. Hay que irse. Aunque no sea para siempre y tengas una red debajo como las de los trapecistas del circo. Hay que vivir fuera para poder seguir creciendo. Hacer la fotosíntesis lejos de casa para descubrir que el sol no brilla igual en todas partes y que existen más que los cuatro muros imaginarios que nos otorga el pasaporte. Es necesario tener esa experiencia, echar de menos los orígenes, incluso si sólo sirve para darle más valor a tu retorno. No te lo van a decir en ningún sitio, pero tienes que irte, como le vino a decir Alfredo a Totó en Cinema Paradiso

Algunos días, cuando la segunda enmienda se me hace bola y me entran ganas de seguir de vuelta el rastro de miguitas de pan, pienso en aquel tipo fumón y regordete que decidió estudiar Derecho. Que tenía un plan muy claro de futuro. Que quería ser abogado y llevar corbatas y pedir venias con la toga puesta. Es entonces cuando doy gracias a la vida por haberme demostrado que a veces hay que saltar al vacío sin cuerda que te asegure la caída. Eso, y que como le decía Irving Feffer a Sandy Lyle en Y entonces llegó ella, las mejores cosas llegan justo cuando menos te lo esperas.


28 jul 2022

Crecer con Calamaro.

El primer vinilo que me regaló mi padre fue un single de Los Manolos que contenía el “Amigos para siempre”. Cansado de que le diera la paliza con la canción, un día se fue a Madrid y volvió con él a casa. Creo que fue entonces cuando aprendí lo que era un tocadiscos y descubrí que si ponías el extremo de aquel brazo metálico sobre el surco, aquello reproducía lo que fuese que hubiera en el disco. Recuerdo años más tarde, en la calle Barquillo, con mi abuelo, comprar una aguja de repuesto para el equipo de música de la casa de la playa; el mismo donde escuchábamos aquel LP de Rosario cuando el día entregaba las armas, ya disuelto el salitre. 

Crecí oyendo a Calamaro, que entonces tocaba en Los Rodríguez, probablemente la banda que más veces he escuchado en mi vida. Mi primer CD, que todavía guardo como uno de los más preciados tesoros de mi infancia, es el Sin documentos. Aún me sé las letras de todas las canciones y lo continúo escuchando a menudo, viajando en el tiempo a una época en la que las desilusiones duraban lo que aquella canción, “7 segundos”. Fue en algún cumpleaños que no recuerdo ya, que mi madre me dejó bajo la almohada una copia del Para no olvidar, su álbum de despedida. Con el tiempo, metido en la guantera del Mégane, la portada acabó amarilleando y los discos de dentro se rayaron. Un poco como la vida, que un día puso el ventilador frente a las manecillas del reloj y acabó alterando el paso del tiempo. 

Han pasado los años y de aquel Andrés que cantaba “Mi rock perdido” —que siempre será mi canción preferida— no sé si queda algo. Veo a través de Twitter que aquel rockero rebelde que llenaba Las Ventas con la montera a cuestas, ahora se acoda entre sus gradas mientras defiende Madrid como el último bastión de la cultura y el jolgorio. Y en el fondo no puedo dejar de esbozar una sonrisa cuando le leo hacerle ojitos a la ciudad de mi vida y le veo desde lejos subirse a un escenario y seguir siendo él, con el capote haciendo medias verónicas mientras el público le jalea a ritmo de olés. Honestidad brutal no sólo fue el nombre de un disco, sino que fue un apellido pagano, un remiendo apócrifo al nombre del artista. Es lo que es: brutalmente honesto. 

Me queda una espinita clavada de aquellos veranos que contaba al principio. Un 10 de agosto de hace sabe Dios cuánto, mientras estábamos en la playa, Los Rodríguez tocaron en concierto en San Lorenzo de El Escorial. Y me lo perdí, claro. Hace unos años fui a comprar entradas para verlo en La Riviera una noche de mayo que coincidía con la final de la Champions y no tuve el valor de ponerme a mí mismo en el brete de elegir qué hacer si el Madrid llegaba a la final. El Madrid llegó —y todos sabemos lo que pasa cuando llega— y Andrés cantó. Este verano, que está de gira y de dulce, que estrena trajes en Marbella y cambia casi cada día el repertorio, yo no estoy en España. Parece que estamos condenados a evitarnos.

A ver si uno de estos años, por fin, a mí me da por volver y a él le sigue dando por cantar. Que como dice el bolero, no quisiera yo morirme, Andrés, sin… verte en directo.


20 jul 2022

Flirteos de los de antes.

Será que ya no salgo como antes. O que el mundo ha cambiado mucho y yo me he despertado del letargo a mitad de la partida. El caso es que ya no se liga como antaño. No yo, ojo, que nunca me he comido ni media. Pero es que ahora todo funciona a base de catálogo y de ego, de deslizamientos con el pulgar y matches. Cada vez quedan menos flechazos en barras de bar, menos números de teléfono que pedir y surgen más cuentas de Instagram que dar. Es difícil conectar de un modo profundo con nadie ahora que todo son prisas y superficialidad. Y no sé muy bien de quién es la culpa, la verdad. Pero tengo claro que el tránsito que va del amor al sexo suele ser más corto que la travesía que va de la cama al mantel. 

Hace poco, saliendo del gimnasio, vi a una pareja jugando al billar. Él, por detrás de su cintura, le abrazaba sosteniendo el taco mientras ella se hacía la tonta, como si no supiera que la bola ocho es siempre la última en entrar a la tronera. El caso es que yo, que en esto del amor soy un escéptico —excepto los sábados de copas a partir de las doce de la noche—, por un momento vislumbré una luz. Tuve esperanza. Pensé que, entre tanto Tinder y tanta foto poniendo morritos sin camiseta, quizás no estaba todo perdido y aquel pájaro sabía aletear a la antigua usanza. Me hizo tanta gracia la escena que cuando pasé a su lado no pude evitar esgrimir una sonrisa de complicidad. Como si hubiera sido yo el que abrazaba a la tía buena de turno y no aquel cachas apolíneo. 

Hay gente que tiene una facilidad inusitada para la atracción. Yo, tímido y rarito por naturaleza —¿quién coño escribe un blog en época de podcasts?— no he ligado en mi vida. Jamás he sabido ser el tipo que se acerca a la guapa en el bar y le hace reír atolondrada hasta que le apunta el número en la mano. Siempre he querido ser un poco como Will Hunting la noche que conoce a Skylar en aquel bar de Cambridge y se la levanta a un coletas de Harvard, sólo que sin discutir con nadie. Empero, al contrario que él, que acababa con la chica, yo con los años he aceptado, no sin cierta resignación, que la barra no es mi arena. Eso sí, y lo confieso aquí, he fantaseado muchas veces con que sea ella quien se acerque y muy disimuladamente, después de media noche cruzando miradas entre tragos, me deje entre los dedos una servilleta con su número. Por si al día siguiente me da por llamar.


14 jul 2022

Como las urracas.

De un tiempo a esta parte es más fácil ver a alguien en porretas que saber exactamente lo que pasa por su mente. El pudor se ha reenfocado hacia algo más psicológico y mucho menos carnal y ello, como es lógico, ha degenerado en una suerte de dilema existencial para los seres complejos. Donde antes hubo pensamientos, ahora sólo queda piel, lo que tal vez haya desembocado en una ausencia de profundidad—sea esto entendido, no desde el pedestal que otorga la pretendida intelectualidad del ignorante, sino desde la grieta de la alcantarilla a donde se asoma el payaso que observa. Como si la observación le diera a uno acceso prioritario al púlpito de la inteligencia. 

Si, como decía el Principito, lo esencial es invisible a los ojos, es evidente que cada día estamos más deslumbrados por lo fulgurante de lo fútil. Un poco como las urracas, que se sienten profundamente atraídas por las cosas relucientes, no necesariamente valiosas. Para estas aves, vale lo mismo un lingote de oro que una moneda de céntimo recién acuñada en la Real Fábrica de Moneda y Timbre. Les da igual el valor, pues lo que de verdad les llama la atención es el brillo. Son como aquellos quinquis de los ochenta que te sacaban una navaja para quitarte una alhaja bañada en golfi de la abuela, pero con alas. No tienen criterio porque no lo necesitan y porque nadie se lo exige. Al fin y al cabo no son más que pájaros impresionables y un tanto folklóricos.

Como sociedad que se supone que avanza, hay una metáfora interesante en esta extraña propensión hacia aquello que reluce, extrapolable sin duda a los tiempos que corren. Ahora lo importante es brillar, con independencia de que uno lo haga como ese valioso lingote o como la insignificante moneda. Lo que verdaderamente es relevante es atraer atención, sin reparar en la pureza del brillo, ni en el medio para conseguirlo. Así, llama la atención que en esta época en la que constantemente surgen de la nada nuevos becerros de oro, no seamos capaces de distinguir, a simple vista, la falta de quilates de algunos de estos tótems. Y lo que es peor, la ausencia de criterio de algunos que se creen cisnes pero en realidad son urracas.


3 jul 2022

La mirada de Ringo.

Me he pasado media vida enfadado con John Lennon. Como si él tuviera la culpa de que Chapman lo acribillara a balazos a las puertas del Dakota. Años pensando que si no hubiera sido asesinado, a lo mejor habría habido otro álbum de los Beatles. Quizás un reencuentro y una gira. Quién sabe. Tal vez sus últimas palabras a McCartney, “Think of me every now and then, old friend”, no habrían sido las últimas, habrían resonado lo suficiente y se habrían reconciliado. Es posible que una vez hechas las paces consiguieran reunir a George y a Ringo y hubieran vuelto a sonar los acordes de "Love Me Do" en los bajos de The Cavern. O tal vez no. 

Hace algunos días comencé a ver Get Back, el documental con el que Peter Jackson ha sacado a la luz sus últimos días como banda. Lo estoy viendo despacio, saboreándolo como pequeñas pildoritas y tratando de añadirle segundos al reloj porque no quiero que acabe; mientras lo veo hay una parte de mí que cree que el grupo sigue vivo. En el vídeo —al menos hasta ahora— se ve a unos genios haciendo música casi sin querer, creando algunas de las canciones más icónicas de la Historia de la música como si aquello fuese lo más común del mundo. Cierto es que no se puede esperar otra cosa de un tipo como McCartney, que soñó con la melodía de "Yesterday" y se pasó semanas tocándosela a George R. R. Martin, a Lennon y compañía antes de adjudicarse su autoría, porque pensaba que la había oído en algún sitio. Pero no.

Hay algo en la mirada de Ringo. Conforme transcurren los minutos, permanece siempre como un personaje silencioso. Alguien que observa, tal vez con una cierta nostalgia futura, los últimos días de aquel grupo de amigos tocando juntos. Una melancolía que vocalizó en el 95, cuando reunidos él, George y Paul, les dijo: “I like hanging out with you guys”. Sus ojos, pegados a un interminable bigote, hablan casi tanto como lo hacen los demás con las palabras. Su manera de mirar transmite un sentimiento que, visto desde ahora, casi sesenta años después, no puede ser otra cosa más que el presagio del final. Mientras que el resto vocaliza lo que quiere, de un modo más o menos explícito, la voz de Ringo sólo se hace patente en momentos muy concretos donde hace constar su aquiescencia con lo que allí sucede. Aquellos ojos expresan una resignación propia de aquel que ya ha interiorizado y asumido la derrota.

A finales de mayo, después de media vida esperando, por fin pude ver a Paul McCartney en directo. Lo hice siendo consciente de que estaba viviendo un momento histórico, que para mí es una forma de disfrutar el doble de las cosas. Y sospecho que durante gran parte del concierto, a sabiendas de que aquello tenía que acabar, compartí esa mirada con Ringo.