30 abr 2021

Disfrutar la incertidumbre.

Como en las películas, todo empezó en Nueva York. Fue un 18 de octubre de 2013, a eso de las siete de la tarde. Nos hallábamos sentados en un McDonald's mangando wifi y bebiéndonos una coca cola en cuyo recipiente podríamos haber nadado unos largos. Probablemente nos estábamos comiendo unos nuggets; ya no me acuerdo. Teníamos las maletas al lado de la mesa y llevábamos puesta la boina no el beret, modernos de no haber cruzado nunca el charco. Y allí estábamos, disfrazados de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, en medio del que para nosotros, en ese momento, era el lugar más inhóspito del mundo y sin saber dónde íbamos a dormir esa noche. Nueva York era un monstruo feísimo enseñándonos los dientes con las mandíbulas desencajadas y, en vez de acojonarnos, nos dio por reírnos, pasarle la seda dental entre los molares y decirle que engullese a otros, que a nosotros no nos asustaba. Y así fue. Reservamos un hotel, caminamos Manhattan arriba, aparcamos nuestro equipaje en el Grace y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos haciendo cola en Burger Joint.

Lo cuento porque ese instante de desamparo es la mayor sensación de libertad que he experimentado en mi vida. Y porque es la primera vez que recuerdo, de manera consciente, disfrutar abiertamente de la incertidumbre de estar vivo. Mirar a los ojos de la duda y decirle, sin titubear y con mucha chulería: esta noche puedes echarme lo que quieras, que no te tengo miedo.

Desde que nacemos nos van poco a poco programando para que queramos tener todo bajo control. La ruta parece estar preestablecida casi desde antes de empezar. Nos convencen de las bondades de hacer planes y sentir que estamos a cargo de nuestra propia suerte. Así que claro, a la mínima que nos salimos un poco de la línea nos entran los soponcios, los disgustos y los ataques de ansiedad. Y alguien debería enseñarnos que no tiene por qué ser así. Que no pasa nada por escribir torcido de vez en cuando. Que la ausencia de certeza, a veces, esconde sensaciones maravillosas. Y que estar perdido en medio de la nada, sin saber dónde dormirás esa noche, puede ser, en ciertos momentos de la vida, la mejor manera de encontrarse a uno mismo. 


22 abr 2021

El penúltimo reducto de la infancia.

Pasan los años y las personas se van. Y en uno de esos portazos a la vida, queda la estirpe tambaleándose como un tentempié que no acaba de encontrar jamás el equilibrio. Miras al frente y cuando te quieres dar cuenta hacia atrás no queda nada. El pasado se diluye a la sombra de una parra en una casa rosa, mientras te ves clavando clavos en retales de madera con un martillo cuyo peso tus brazos apenas pueden soportar. La memoria se despeña haciéndose la indiferente, pues a ella el paso del tiempo no le afecta, recordándote aquellos fideos gordos que comías en la casa de la playa. Las partidas de mus que jugaba tu padre con tu abuelo. Los nísperos que colgaban del árbol de la esquina de la calle Esperanto. El melón al que operaba Florencio en la terraza. Las mañanas de verano en la piscina. Comer en la cocina del bar antes de que empezaran las comidas y esperar dos horas en casa hasta hacer la digestión. El futuro entonces no era más que una promesa y el tiempo estaba detenido entre la bruma de la monotonía veraniega. Pasó la vida y poco a poco empezaron a desaparecer los personajes de la historia. Uno a uno fueron dejándose caer del otro lado, llevándose consigo –algunos— una gran parte de mí. Con el tiempo se acabaron secando aquellos limoneros y al dominó se le perdió el seis doble. Y en aquella casa, donde siempre había sopa, sin importar la época del año, se acabaron de un plumazo los últimos días del Edén. Crecimos. Y con crecer fuimos desterrando vacaciones, cada vez más reticentes a despegarnos de los nuestros. Aquel mar que hacía juego con el edificio rojo del fondo dejó paso a los días raros. Elena, que así se llamaba el supermercado de la esquina, acabó echando el cierre y dando paso a un pub irlandés. El niño al que le colgaban los pies mientras bebía zumo de tomate natural sentado en la encimera, se acabó haciendo grande. Y nosotros, que entonces no supimos valorar lo que teníamos, miramos hoy con ojos de nostalgia cómo cae, por desgracia, el penúltimo reducto de la infancia.  

3 abr 2021

El amor. O algo así.

Cuando nos conocimos el amor ya estaba inventado. Y sin embargo decidimos retorcerlo, estrujarlo hasta que se convirtió en algo maleable. Nuestro. Hicimos cálculos a ojo y nos dimos cuenta de que sí. Que en este barco de papel cabíamos los dos, aunque a ratos nos tocase achicar agua a estribor. Así que nos pusimos manos a la obra. Sin carta de navegación, sin astrolabio y sin nada. Seguimos nuestro instinto, que no siempre es el mejor, como si hubiese algo de infalible en ser valientes en el fin del mundo. Con el tiempo, tras un sinfín de horas sin silencio, nos hemos dado cuenta de que en nosotros lo uno no siempre va de la mano de lo eterno. Que eso es más bien para el resto. Y está bien. Hemos aceptado no encajar en el molde y, de paso, acordado no hacer apología del modelo; por si alguien se da cuenta de que este amor no hace pie en piscinas de teselas setenteras. En el fondo no somos más que un paso aventajado que todavía está buscando el equilibrio entre mareas. Y nos vale. Porque aunque no encajemos en la definición de amor del diccionario, hemos inventado una baraja en la que sin marcar las cartas ganamos ambos siempre la partida. Nos funciona jugar conforme a nuestras propias reglas aunque de tarde en tarde nos toque cambiarlas en medio del partido. Descubrir a golpe de palabra lo que nos convence y lo que no. Que parece fácil, pero no. A nosotros nos sirve ser conscientes de que no somos perfectos. Nos gusta aspirar a un lugar en el que tiemblen los cimientos de ese amor uno que al resto une y a nosotros a veces nos sofoca. Y no hay nada malo en no ser el tipo de la norma, ni en tratar de respirar por fuera de la escafandra una vez que hemos llegado hasta la luna. Al contrario. Ahí arriba la gravedad deja de ser una constante y la ausencia de fuerza de atracción convierte todo esto en algo menos angustioso. Más ligero. Y se agradece.