17 jun 2021

Huérfanos de capitán.

Se va Ramos y arde el Madrid huérfano de capitán. Y al fondo se ve a Nerón llorando sobre las cenizas de Roma. Las mocitas madrileñas, ni alegres ni risueñas, ven hoy cómo vacía su taquilla el tipo que cambió la Historia para siempre. Y nosotros, que a buen seguro habríamos estado dispuestos a poner aquella peseta que reclamaba Lola Flores para cubrir la diferencia entre la oferta y su demanda, vemos irse al niño aquel que un día se plantó el Bernabéu para hacerse mayor. Para hacernos a todos mayores. Se va y deja un legado, que es mucho más de lo que muchos jamás haremos. Y por el camino, mientras le vemos alejarse, pasan frente a nosotros, como en una cinta de súper 8, todas aquellas noches gloriosas que nos ha regalado en los últimos 16 años. Ya nadie jamás volverá a llevar el 4 como si fuera un cuatrocientos. Con su marcha no sólo se va un central que detuvo el tiempo una noche de mayo, sino que se acaban los mejores años de nuestra vida. Vuela alto, Sergio. Y vuelve pronto. 

13 jun 2021

Hacer planes. O mejor, no hacerlos.

A menudo nos afanamos en hacer planes como si esto sirviera de algo. Y casi nunca reparamos en que establecer un guión predeterminado suele ser el primer paso para incumplirlo. A corto plazo es fácil decidir. Tomar partido por algo cuyo efecto no va más allá de mañana es sencillo. Planear un fin de semana lo hace cualquiera. A medio, las cosas cambian, porque se introducen factores que a veces ya no están en nuestra mano. A largo, olvídate. Puedes tener una meta, un objetivo que te marque la pauta, pero tratar de establecer paso a paso los diferentes hitos que te llevarán hasta allí, la mayor parte del tiempo sólo traerá consigo frustración. No debes hacer planes si no tienes capacidad de adaptación. Ni tomar decisiones de cierta enjundia si no estás dispuesto a que la vida se ría en tu cara en algún momento del juego. 

En los últimos siete años, que he vivido en Estados Unidos, creo que he pasado por todas las fases que conlleva establecer una hoja de ruta. Desde la decepción hasta la sorpresa, pasando por la aceptación. He perdido la cuenta de las veces que le he dicho a alguien que jamás me quedaría allí. Del mismo modo que tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que negué que regresaría a España para vivir aquí. No sé en cuántas ocasiones he pensado que mi decisión era definitiva, ni cuántas veces he aceptado que mi futuro a este lado del Atlántico simplemente no iba a existir. He conocido mujeres con las que pensé que me casaría, tendría hijos y pasaría el resto de mi vida. Y la vida siempre se ha empeñado en demostrarme que estaba equivocado. Que siempre hay un paso más. Y que este no siempre depende de nosotros. 

Hace unos años regresé a casa en verano y anuncié a bombo y platillo que había tomado la determinación de volver a España, a pesar de que aquí ya nadie me esperaba. Se lo dije a mis amigos más cercanos, convencido de que ese era el plan. Al retornar a Nashville, sin embargo, la cosa empezó a cambiar. Con el tiempo llegó una pandemia, y con la pandemia pasé un año y medio allí. Recluido. Mi perspectiva cambió, claro. Hasta el punto de que me di cuenta de que mi futuro, ese que hacía tiempo había confirmado pasar en la piel de toro, estaba allí. Por primera vez en mi vida acepté que mi familia no crecería al sur de los Pirineos. Que mis hijos hablarían inglés. Y que España, como Marina D’Or, sería mi ciudad de vacaciones

Y ya ves. Llegado a este punto, resulta que el destino me estaba poniendo a prueba una vez más. Demostrándome que hacer planes no sirve de mucho, porque en el fondo el control que tenemos de nuestra propia vida es limitado. Que en cualquier momento inesperado te suena el teléfono y lo que parecía blanco se convierte en gris. Y que el futuro, que parecía asegurado ya en the land of the free, igual me depara algo que jamás habría pensado. Así que aquí estoy, riéndome de mi ingenuidad cada vez que pronuncio una frase con pretensiones de eternidad. Y aceptando que por muchos planes que haga, al final siempre existe una variable de indeterminación que no puedo controlar. Haciéndome a la idea de que, una vez más, el universo ha tirado una moneda al aire y a mí sólo me queda esperar para saber si es cara o cruz. 


6 jun 2021

Nueva York.

Nueva York es una distopía en la que los coches regulan el tráfico a los semáforos y los edificios transitan entre las personas. Es como el libro de arena de Borges, que jamás muestra la misma página dos veces. Da igual cuándo vayas, la ciudad siempre es otra que te escupe y te devora. O al revés. Es inabarcable y tremenda, y parece que se repite, pero es mentira. De una calle a otra cambia de planeta y hasta de siglo. Es un universo paralelo construido sobre los restos de un damero hipodámico vertical. Un lugar donde la decadencia bebe Dry Martinis sola acodada en la barra de cualquier bar. La melancolía estética que destila contrasta con el perpetuo estado presente de su inagotable vida. Allí, el alba y el ocaso se confunden entre sí. Los días avanzan como un tiovivo de saldo que no puede parar de girar. Que no quiere dejar de rotar. En Nueva York no existe el futuro. Sólo cabe un ahora que se acaba de esfumar. El momento desaparece, se evapora por largas chimeneas naranjas que le dan el toque acre a la ciudad. El tiempo, que no es siquiera una forma de medida, trepa por escaleras de incendios huyendo despavorido hacia las llamas que habitan minúsculos espacios. Si la ciudad ardiera, ya nadie tocaría el arpa. Si se hundiera, la orquesta llevaría años durmiendo con los peces. Allí se va a soñar con otra vida paralela, aquella que nunca sucedió. En Nueva York es imposible no querer ser. Al llegar, ya nada queda en ella de uno mismo. Manhattan desafía la lógica espacial y redefine la duración del tiempo. En la Quinta, un segundo dura bastante menos que en París. Caminar por Park Avenue, sin ser Don Draper, es saltar en caída libre y esperar aterrizar de bruces en la cama. Algún día, dentro de siglos, Nueva York será nuestra Roma. Alguien tratará de descifrar el Empire State como si fuera la columna de Trajano y descubrirá que fuimos la nada. Hasta entonces, la ciudad seguirá encendida, alumbrando el camino de almas que vagan entre dos orillas sin saber que en Central Park apenas quedan patos. Ni sueños.