El día que me dieron las notas de cuarto de primaria, apenas un mes después de hacer la comunión, mi padre se sacó de la cartera una cuartilla con letras moradas que decía algo así como “Formulario de solicitud de socio” y tenía un escudo redondito en una esquina. Era junio del 97. Hasta entonces me había llevado al Bernabéu cinco veces, la primera a un Madrid-Barça de la temporada 95-96 que empatamos a uno, y alguna de las otras cuatro —que ya no alcanzo a vislumbrar en la memoria— a ver a un Betis al que goleamos y donde recuerdo que jugaba Roberto Ríos. Aquel fue el año del doblete del Atleti, y a pesar de que hubo gente en el recreo que cambió la elástica de Raúl por la de Kiko Narváez, yo me mantuve firme en mi empeño de ser madridista. Al fin y al cabo ya tenía una bufanda morada que él me había comprado en mi debut como hincha y un jugador favorito, Michel, cuyo número había yo heredado en mi camiseta del AD Castilla.
El Madrid es, junto con mi familia más directa, lo único en esta vida a lo que yo le he guardado una lealtad inquebrantable. En todos estos años he cambiado de novias, de universidades, de amigos y hasta de país, pero nunca, jamás, se me ha pasado por la cabeza cambiar de equipo. Ha habido noches gloriosas, algunas de ellas en casa y otras en el estadio, que he tenido la suerte de compartir con la gente que más quiero. Momentos de esos que no podría yo explicar lo que se siente, porque al fin y al cabo los sentimientos comienzan donde acaban las palabras. Y también ha habido alguna de esas tardes desastrosas en las que deseé que no me importase tanto algo que tantos nunca entendieron.
En septiembre de este año se cumplieron 25 años de la temporada en que mi padre me hizo socio del Madrid, y ayer, después de mucho tiempo esperando este momento, Juan Antonio Corbalán me estrechó la mano y me dio mi insignia de plata. Como no podía ser de otra manera, bajé con don Miguel, que sentado entre el público vio —o intentó ver— cómo, después de un cuarto de siglo, la estirpe madridista continúa intacta en la familia. Lo que no sabe, claro, es que mientras esperaba en la fila a que me la entregaran, lo único que pude pensar fue que ojalá la vida me deje acompañarle yo a él cuando dentro de 14 años haga 50 de socio y le pongan la insignia de oro.
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