28 ene 2021

El primer columnista.

El primer columnista que recuerdo es un cura agustino: Leónides Antón de Lucas. Un sacerdote que lo mismo se ponía el alba para celebrar misa, que podaba rosales por Santa Rita allá por mayo, que agarraba la pluma y te escribía una columna en el extinto “Diario Noroeste”. De él tengo grabadas varias cosas en la memoria, en especial un bofetón muy merecido que me dio en un recreo. Fue una hostia de esas terapéuticas que incluso en el momento, tendría yo nueve años, acepté sin rechistar por apropiada. No tengo trauma ni nada, ojo. Al contrario, le estoy muy agradecido. La otra cosa que me viene a la memoria es él, a la entrada del colegio, entregándome un periódico y señalando orgulloso su nombre con el dedo en la segunda página para que leyera lo que había escrito. Yo entonces no debía tener más de diez años y no sabía lo que era una columna, pero con los años me he dado cuenta de que las suyas fueron las primeras que leí.

Desde hace meses huroneo en internet tratando de aferrarme a su legado y recuperar alguno de sus textos para rememorar aquellas mañanas invernales cruzando la lonja del Monasterio. Sin embargo, la hemeroteca virtual no siempre acompaña y le deja a uno tan frío como el viento que le arrastraba camino del aula en aquellos años colegiales. He encontrado un texto, sólo uno, de hace ya casi 21 años. Y lo he leído y releído. Y he constatado con gusto que escribía con tanta destreza como daba bofetones. Aún albergo la esperanza de que alguna hemeroteca de la Sierra madrileña albergue ejemplares sueltos del periódico y me pueda deleitar un poco más. 

Estos días, que me faltan las ganas de empezar a escribir la tesis, me he acordado varias veces de él al tratar de hallar el origen último de mi interés por las columnas. Escribía en un diario gratuito y me imagino que de forma desinteresada. Le imagino un columnista puro, de esos que escriben por amor al arte. A saber. En el fondo aquel hombre era un misterio para mí. Un misterio que ahora, espoleado por mi inminente inmersión en el mundo columnístico, ha vuelto a cruzarse en mi camino. Yo sé que lo que viene no es fácil y que habrá días que no me apetezca escribir (hoy fue uno de ellos), pero espero de veras que la inercia de aquel guantazo, que fue la mayor lección de decencia de mi vida, me ayude a seguir tecleando incluso en los días más espesos. 


23 ene 2021

Un colesteatoma y una colección de tebeos.

El lunes me operaron del oído. Otra vez. En marzo se cumplían diez años de la última y con ello pasaba el período de riesgo de que el colesteatoma volviera a crecer, pero allá por noviembre la cosa empezó a deteriorar y resultó ser lo que era. Por algún motivo que desconozco desde que nací me crece todo lo que no debería. Y en esta ocasión, además de crecer a destiempo, de nuevo lo estaba haciendo en mal lugar. Así que me armé de paciencia (y de valor, pues me imaginaba el diagnóstico y conocía el tratamiento), fui al médico y me dijo algo que ya sabía: que no existe forma de luchar contra lo inevitable. Que si te tienen que operar, te tienen que operar, Miguel. Y yo, que soy un cagueta, pero un cagueta tremendamente racional, no tuve más remedio que asentir y decirle que adelante. Que si tenía que cortar, cortase. Así que así lo hizo. Cortó y bien cortado. Tanto que me ha dejado una cicatriz de diez centímetros circundando la parte anterior de la oreja derecha (siguiendo, eso sí, la guía de la que ya había, para no tener dos muescas). Que digo yo que igual habría sido más práctico poner una cremallera, doctor, por lo que pueda pasar en el futuro. También me ha dejado un hueso menos, el mastoide, que yo hasta entonces desconocía, pero que al parecer se estaba prestando a que creciera tejido alrededor. Y una prótesis de titanio en el oído, que es lo que más ilusión me ha hecho, la verdad. Ahora, junto a la American Express y el carné de identidad tengo que llevar una tarjeta en la cartera para cuando pase el arco de seguridad del aeropuerto. Porque ahora soy medio ciborg y pito, no como antes, que sólo hacía saltar las alarmas si se me olvidaba sacar las monedas del bolsillo. 

Una cosa que no he contado es que me operé a hurtadillas. O sea, que salvo a tres o cuatro personas, no le conté nada a casi nadie. El martes, cuando me levanté, escribí a mis padres y les dije que lo de operarme a primeros de febrero había sido todo una mentirijilla y que ya estaba hecho. Así soy yo. Al principio alucinaron en colores, “¿Cómo ha salido tan trolero este muchacho?”, pensaron. Pero luego se dieron cuenta de que en realidad era mejor así, que lo de las cirugías estando tan lejos aumenta el nivel de hipocondría en un doscientos por ciento, más o menos. Sobre todo en estas circunstancias, pues mis padres no hablan inglés y mi enfermera particular (a la que adoro) no habla español. Así que al final se rindieron a la evidencia y acabaron reconociéndome que el planteamiento había sido impecable. Sobre todo porque la cirugía había salido fetén, claro.

Yo soy un optimista irredimible. Temerario, casi. Así que la semana pasada, en previsión de un desenlace diferente, algo menos feliz que este en el que salgo del quirófano y le digo en reanimación al anestesista que a mí el Sprite sin güisqui no me gusta, hice algunas concesiones. No me dio por ponerme sentimental ni nada de eso porque el cirujano me había llamado días antes para decirme que se trataba de una operación de “pretty low risk”, pero me permití el lujo de dejar mi colección de tebeos en herencia a cada uno de aquellos con los que hablé antes de entrar a operarme. Y no sólo es que legase lo mismo a todos ellos, sino que lo hice sin ningún tipo de fe, pues en realidad no tengo ningún cómic.