El primer columnista que recuerdo es un cura agustino: Leónides Antón de Lucas. Un sacerdote que lo mismo se ponía el alba para celebrar misa, que podaba rosales por Santa Rita allá por mayo, que agarraba la pluma y te escribía una columna en el extinto “Diario Noroeste”. De él tengo grabadas varias cosas en la memoria, en especial un bofetón muy merecido que me dio en un recreo. Fue una hostia de esas terapéuticas que incluso en el momento, tendría yo nueve años, acepté sin rechistar por apropiada. No tengo trauma ni nada, ojo. Al contrario, le estoy muy agradecido. La otra cosa que me viene a la memoria es él, a la entrada del colegio, entregándome un periódico y señalando orgulloso su nombre con el dedo en la segunda página para que leyera lo que había escrito. Yo entonces no debía tener más de diez años y no sabía lo que era una columna, pero con los años me he dado cuenta de que las suyas fueron las primeras que leí.
Desde hace meses huroneo en internet tratando de aferrarme a su legado y recuperar alguno de sus textos para rememorar aquellas mañanas invernales cruzando la lonja del Monasterio. Sin embargo, la hemeroteca virtual no siempre acompaña y le deja a uno tan frío como el viento que le arrastraba camino del aula en aquellos años colegiales. He encontrado un texto, sólo uno, de hace ya casi 21 años. Y lo he leído y releído. Y he constatado con gusto que escribía con tanta destreza como daba bofetones. Aún albergo la esperanza de que alguna hemeroteca de la Sierra madrileña albergue ejemplares sueltos del periódico y me pueda deleitar un poco más.
Estos días, que me faltan las ganas de empezar a escribir la tesis, me he acordado varias veces de él al tratar de hallar el origen último de mi interés por las columnas. Escribía en un diario gratuito y me imagino que de forma desinteresada. Le imagino un columnista puro, de esos que escriben por amor al arte. A saber. En el fondo aquel hombre era un misterio para mí. Un misterio que ahora, espoleado por mi inminente inmersión en el mundo columnístico, ha vuelto a cruzarse en mi camino. Yo sé que lo que viene no es fácil y que habrá días que no me apetezca escribir (hoy fue uno de ellos), pero espero de veras que la inercia de aquel guantazo, que fue la mayor lección de decencia de mi vida, me ayude a seguir tecleando incluso en los días más espesos.