26 feb 2021

Lisboa.

“Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».”

El invierno en Lisboa, Antonio Muñoz Molina.


En Lisboa uno no ha llegado y ya tiene la sensación de que la ciudad ha empezado a despedirlo. Es como aterrizar directo en la nostalgia. Caminar por sus calles es viajar en el tiempo. Sus fachadas rezuman trasiego vital. Humo pretérito. Da igual la hora del día, pues la tristeza parece encontrarse siempre a la vuelta de cualquier esquina. Está impresa en el carácter. En ella se pueden ver la decadencia y la belleza paseando de la mano, como una pareja que acaba de romper pero aun así comparte paraguas. Tiene un color ocre que tinta el ambiente y parece estar preso también en el sonido: el portugués es el idioma del alma. Si lo escuchas al cantar te resquebraja. Las palabras se derriten al ser pronunciadas. El fado es un incendio. Un crisantemo ardiendo que se apaga solo en la celda de un convento. Un llanto que abriga y se atraganta entre los ojos. Como un perdón atravesado en la garganta. Un puñal y un lamento. Como un lunes postrero y afectado. Lisboa es una ciudad que vive indiferente. Que transita entre los días laborables. Hay algo en ella de reloj averiado. De manecilla quieta a las tres de la mañana. De corazón que a veces deja de latir. Es como un susurro. Como un tren abandonado en medio de una vía. Pertenece a otra década. Quién sabe si a otro siglo. Un sitio perfecto para ver llover y apreciar el color de los reflejos en sus adoquines maltrechos. Se la puede echar de menos sin haber estado allí. Es como una especie de melancolía de saldo. Si pudiera elegir ser otra ciudad, todavía sería ella. Y sin estar, y habiendo estado, uno tiene esa extraña sensación de querer volver a un sitio gris donde nunca ha visto el sol. Porque Lisboa no es un lugar. Es un estado de ánimo.


21 feb 2021

Benidorm 1999.

Recuerdo que algunos veranos, casi siempre en julio, pues en agosto se volvían a San Lorenzo hasta pasada la romería, íbamos allí. A veces, manías de mi padre, llegábamos casi sin avisar. Llamábamos cuando parábamos en Juanito y, entre que nos comíamos el montado de lomo y comprábamos la caja de Miguelitos de rigor, les decíamos que estábamos de camino. Al llegar el ritual era siempre el mismo, Florencio bajaba hasta la acera y con un enorme mando gris y rojo que tenía entre los asientos de su coche junto a un Nokia antediluviano, nos abría la puerta del garaje mientras la abuela miraba desde el balcón del Dona I. Una vez aparcados, algo que solía ser difícil, pues siempre hubo menos plazas que pisos, nos acercábamos hasta el zaguán para coger el ascensor. Allí estaba Cristóbal, el conserje que peor fregaba los pasillos de toda la provincia y el que mejor tarareaba rancheras de todo Benidorm. Ya en el cuarto, casi al final del corredor de la derecha, la abuela salía a recibirnos a la puerta, casi siempre con el mandil puesto y una piel áurea, tostada a fuego lento bajo el sol. 

Durante nuestra estancia era casi tradición cruzarnos con los hijos del vecino, un par de ganapanes algo más mayores que yo que trabajaban en el supermercado que sus padres tenían en la zona comercial y hablaban idiomas por doquier. Cuestión de tiempo era ir encontrándonos con el resto de la fauna del edificio: la perrona, que era una señora a la que mi abuelo había bautizado así y sobre quien siempre se cernió la sospecha de la calle; el cornudo, marido de ésta y hombre de dudosa inteligencia; y el hijo de éstos, al que le faltaban, como mínimo, seis o siete hervores. Por allí andaba también el tío Félix, una especie de señor Cuesta calvo y gordo, patriarca de todos los anteriores, que siempre ostentaba, voto por delegación mediante, la presidencia de aquella nuestra comunidad. 

El barrio no era la colonia de El Viso –porque en Benidorm nada lo es— pero el edificio tenía dos piscinas y una cancha de fútbol donde, a eso de las cinco, que ya daba la sombra del Hotel Poseidón, nos juntábamos los chicos de los dos bloques a dar patadas a un balón. La cosa nunca se alargaba demasiado, pues al rato mi madre me llamaba desde el otro lado de la valla para que subiera a ducharme. Aquella rutina, que se repetía cada día, era el prólogo del paseo de la tarde; algo que a mí me aburría sobremanera, pero que formaba parte de la costumbre del lugar. Algunos días –los menos— si había suerte, dábamos una vuelta hasta la plaza del coño o subíamos hasta el castillo, que a pesar de que la cuesta era empinada, quedaba mucho más cerca de casa que el Rincón de Loix. Otros no quedaba más remedio que resignarse y caminar hasta el final de la playa, algo que a mí me resultaba muy tedioso entre todos aquellos andadores y sillas motorizadas, pero que mis abuelos, que conocían a medio paseo marítimo, disfrutaban con fruición. 

Las mañanas eran distintas, aunque siempre empezaban igual. Mi abuela se levantaba y preparaba zumos de naranja para todos. Algunas veces, nunca llegué a saber muy bien por qué, lo mezclaba con zumo de limón, y si las naranjas no andaban muy cristianas, que a veces tenían una acidez del demonio, les echaba un chorrito de edulcorante líquido que lo arreglaba todo. Después de eso, mi abuelo, que no tomaba café y siempre se dejaba un culillo de líquido en el vaso, sin importar lo que estuviera tomando, bajaba a comprar el AS a Choni, una tienda de periódicos que regentaba un tal Juan. Yo, que entonces no leía demasiado, la recuerdo como un lugar donde se vendía de todo: desde libros, periódicos y coleccionables, hasta chancletas, colchonetas hinchables y balones de playa. Ayer, mientras escribía esto, vi en Google Street View que aquel bazar había sido sustituido por un supermercado de esos donde los ingleses hacen acopio de espirituosos múltiples y pensé que el alcoholismo ajeno había ido poco a poco devorando los lugares de la memoria de mi infancia.  

Después de comprarlo, Florencio leía el periódico en la playa, entre baño y baño, mientras mi abuela, reposando en la tumbona se enteraba de los entresijos de la vida de Chabeli en el último número del Pronto. Allí, entre hordas de gente, aprendimos mi hermano y yo a orientarnos, sobre todo después de que una vez se perdiera regresando de la orilla y lo encontrásemos intacto con su bañador de Mudito y su botella de agua debajo de un parasol ajeno. Desde entonces, cada día nos fijábamos en el edificio de enfrente para tener así una referencia en caso de extravío. Casualidades de la vida, o no, durante mucho tiempo plantamos la sombrilla justo al lado del KM, lugar de encuentro de borrachos al que años más tarde volveríamos Pablo y yo a deshoras, ya sin nuestros padres, a mezclarnos con la turma entre tragos de ginebra y darnos el lote con alguna rubia de palo. 

De vez en cuando –más menos que más, salvo que fuésemos en comandita con la familia de mi padre—, comíamos fuera de casa. Era costumbre ir al mismo sitio, una casa de comidas que nunca supe cómo se llamaba, pues los mayores se referían a ella como “donde Enrique”. Tenía un menú del día en el que, salvo contadas excepciones, siempre comíamos lo mismo: paella de primero y de segundo, y arroz con leche de postre. Algunos días, si había suerte, nos soltaban veinte duros y nos permitían ir a los recreativos que había justo debajo, donde pasábamos el rato jugando al Tekken mientras ellos se tomaban el café en la sobremesa. 

La ciudad, como nosotros, siguió creciendo. El Habana, que estaba en frente de casa y hacía un montón de ruido por las noches, cerró. Lo mismo pasó con el Toscana, que hacía la mejor pizza cuatro quesos que yo he probado. La calle por la que entrábamos hasta el garaje se peatonalizó y los abuelos se fueron haciendo más y más mayores. La última vez que fui, ya ni siquiera me quedé en el Dona I, sino que lo hice en un ático desde el que se veía el mar. Cambié los zumos de la abuela por las copas, y pasé de ir a la playa de día a hacerlo de noche para bañarme en pelotas con una pelirroja que seguramente ya se haya olvidado de mí. Al contrario que yo de Benidorm, del que ya todo son recuerdos.


8 feb 2021

Somos cómplices.

El tonto (o la tonta) de turno ha parido un exabrupto. Pasa cada día. Y cada día vamos todos en manada a decirle lo tonto (o tonta) que es. Había dos opciones: dejar pasar la bala y verla rodar virtualmente como un estepicursor en medio del Death Valley, o enfundarnos el antifaz de justicieros cibernéticos y tirar de retranca (en el mejor de los casos) para señalarle sus miserias. Y claro, como somos de gatillo fácil, elegimos la segunda. Vamos a poner en evidencia a este capullo (o esta capulla, Dios me libre de no hacer distingo) que se lo ha ganado a pulso, nos decimos mientras blandimos el diccionario como si fuésemos antidisturbios. ¿Cómo me voy a quedar yo callado ante tamaña idiotez, Señor? ¿Cómo resistirme a decirle algo que, por otra parte, jamás le diría si en lugar de haber una pantalla de por medio lo (o la) tuviese sentado (o sentada) detrás de mí en la barra de un bar? Pues así con todo. Un día tras otro pisamos el mismo charco, como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, sin caer en la cuenta de que en el fondo somos cómplices. No de la chorrada, que pertenece a su legítimo propietario (o legítima propietaria), sino de dar pábulo a un (o una) idiota. De alimentar el ego de un (o una) torpe. De crear un becerro (o becerra) de oro. O de golfi, tampoco vamos a pasarnos, que esto es Twitter. 

Venga, vamos a darle una lección a este cretino (o cretina) que escribe con pseudónimo y sólo Dios sabe quién es. Igual un quinceañero (o quinceañera) pajillero (o pajillera) que un (o una) viejales trasnochado (o trasnochada). Y allí que vamos, cargados con el rastrillo de tres dientes y las antorchas, a pecho descubierto, a linchar al (o la) pedales de turno. Erigidos en marabunta, armados con nuestras palabras más dañinas, a dar cera por doquier. Sin recalar, la mayoría de las veces, en que responder a un idiota es, en el fondo, una forma de legitimar su opinión. Y olvidando que ofender es un privilegio que en las redes sociales, a menudo, se otorga de manera demasiado liviana. Y no debería ser así. Debería ser justo lo contrario: que nos resbale todo aquello que no sea expresado por alguien a quien tengamos en consideración. 

Un día deberíamos hacer la prueba: veinticuatro horas sin responder a quien anda falto de atención. Íbamos a ver lo poco que se esparcía la boñiga palabrera y lo rápido que se le acababa la tontería al tonto. O a la tonta.