A veces pienso que sería todo más
fácil si, además de venir con un pan bajo el brazo, trajésemos también un
manual de instrucciones. Probablemente quitaría cierto encanto al conocer a las
personas, pero seguro nos ahorraría tiempo en esta ardua tarea de congeniar con
alguien que nos haga estar algo menos solos. Sería algo así como una especie de
advertencia que, en forma de leyenda internacionalmente reconocida, diera de
antemano a conocer los pros y los contras de acercarse a ciertos individuos. Como
una clave dicotómica que, al estilo de aquellos libros de “construye tu propia
historia”, te dijera cuál es el efecto de la causa más urgente. Una suerte de código
gráfico que permitiera identificar de un vistazo los riesgos que entraña abrir
esa muralla que nos late, y calcular a ojo cuáles serían las consecuencias de
dejar pasar dentro al caballo de Troya de turno. O a la yegua, que ya se
encargará el postmodernismo de reinterpretar y reescribir la Historia.
Lo cierto es que a veces el manual de
instrucciones llega tarde, no ya cuando has abierto la puerta y dejado entrar
hasta la cocina a alguien, sino incluso después de que ese alguien haya dado el
portazo de salida. Y, aunque no elimina el dolor de lo vivido, la sola
comprensión de lo que había, el des-subjetivar la experiencia de ese trauma, ayuda
a lidiar mejor con la angustia otrora de la pérdida. En mi caso, el manual
siempre estuvo ahí. Melancolía y paranoia, de Fernando Colina, ha
habitado durante años mi memoria y durante algunos meses mi montón de libros
por leer. A través de él no sólo he aprendido lo que es la melancolía, el qué
la causa y en qué se manifiesta, sino que, además, he alcanzado una paz mental
sólo al alcance de quien encuentra, por fin, las respuestas necesarias.
Y, aunque tú desde tu gabinete nunca
vayas a leer esto, y yo ya no tenga forma alguna de decírtelo, quería darte las
gracias por, sin pretenderlo, ayudarme a comprender. A poder seguir.