A veces, cuando piensas que la vida ya no tiene la capacidad ni el valor de
sorprenderte, de repente vuelves a notar ese clic –imperceptible para el mundo
pero al que tú sí eres sensible- que
hace girar las agujas del destino haciéndote dudar en ocasiones hasta de tu
propio nombre. Una circunstancia inesperada fruto de la (quizás no tan)
casualidad que resquebraja esos cimientos invisibles sobre los que se asienta
la estabilidad que has conseguido al otro lado del planeta, lugar en el que por
cierto acabaste, debido a otra sucesión de clics, algunos en gran medida
fortuitos. Y entonces, cuando dejas de dar por hecho aquello que parecía tan
decente y tan seguro, llega el destino y hace temblar la poesía y hasta la propia
oportunidad.
Entonces y sólo entonces te rindes a la evidencia, miras a los ojos al
destino, y te dejas encantar por una espiral sin fondo que te invita malvada a
soñar. Aceptas que las circunstancias de la vida han vuelto a aparecer de noche
en medio de la nada con una de aquellas cajas de donuts de antaño en el
cuarenta y seis, para hacerte –quizás- una oferta que posiblemente no puedas
rechazar. Para decirte que lo que hay está muy bien, pero que hay más. Para
abrirte los ojos y hacerte pensar que a veces, cuando algo es bueno, todavía
puede ser mejor. Recordarte que la primera opción, y más tratándose de ti,
jamás es la definitiva salvo que se trate del Madrid.
A partir de ahí, existe un momento en el que ese mecanismo que hace girar
el engranaje de lo inesperado, ese azar que baraja las cartas antes de la última
mano de la partida, ese no sé qué, de repente un día decide sin preguntarte que
quizás sea de nuevo el momento de cambiar. Te convierte de nuevo en el
protagonista de una aventura potencial, y te invita a bailar solo como si no
hubiera un mañana porque quizás –y sólo quizás- exista la posibilidad de volver
a crecer.
Y entonces te miras al espejo y piensas: vaya, la casualidad no ha vuelto a
hacer.