El otro día de buena mañana
andaba yo sentado frente a La Caleta tomando un café y leyendo el Diario de
Cádiz cuando me topé con una columna de Enrique García-Máiquez en la que
hablaba sobre el agua y la exactitud de sus reflejos. En ella sostenía que la
imagen que nos devuelve el mar—“que es muy grave”, decía—no siempre se ajusta
con precisión a la realidad. Y a mí, que andaba persiguiendo mi antigua sombra
como un Peter Pan algo trasnochado ya, me pareció poético que ese texto se me
apareciese precisamente allí, en aquel lugar en que el que alguna vez oteé el
que erróneamente creí ser fiel reflejo de mi futuro.
Caprichos del destino, fue también
en Cádiz—la ciudad donde más estrepitosamente he naufragado yo jamás—donde me
encontré con “Rialto, 11. Naufragio y pecios de una librería”, de Belén Rubiano.
Sentado en una terraza con vistas a la Catedral, entre una bruma que se
deslizaba por los tejados, fui poco a poco descubriendo una historia que narraba
con gracia la crónica de un fracaso y que me recordó que desear algo es sólo el
primer paso para perderlo. El libro, cuya azarosa oportunidad fue cuanto menos curiosa, me
hizo reafirmarme en la idea de que hundirse no es motivo suficiente para perder
la elegancia. Ni siquiera cuando es uno quien enfila el iceberg adrede.
Tenía que ser allí, y no en otro
lugar, donde regresase a tocar el arpa después de ver Roma arder, como una
especie de Nerón millenial. Esta vez, eso sí, con una salvedad: lejos de estar
reducida a cenizas, la ciudad estaba tan entera como siempre. Y yo, que entré
allí como un submarinista dispuesto a rebuscar entre los restos del naufragio
más ingrato que recuerdo, salí de Cádiz no sólo con el barco a flote, sino sintiendo
haber recuperado del todo la deriva de mi vida.