12 ago 2019

Cádiz.


El otro día de buena mañana andaba yo sentado frente a La Caleta tomando un café y leyendo el Diario de Cádiz cuando me topé con una columna de Enrique García-Máiquez en la que hablaba sobre el agua y la exactitud de sus reflejos. En ella sostenía que la imagen que nos devuelve el mar—“que es muy grave”, decía—no siempre se ajusta con precisión a la realidad. Y a mí, que andaba persiguiendo mi antigua sombra como un Peter Pan algo trasnochado ya, me pareció poético que ese texto se me apareciese precisamente allí, en aquel lugar en que el que alguna vez oteé el que erróneamente creí ser fiel reflejo de mi futuro.

Caprichos del destino, fue también en Cádiz—la ciudad donde más estrepitosamente he naufragado yo jamás—donde me encontré con “Rialto, 11. Naufragio y pecios de una librería”, de Belén Rubiano. Sentado en una terraza con vistas a la Catedral, entre una bruma que se deslizaba por los tejados, fui poco a poco descubriendo una historia que narraba con gracia la crónica de un fracaso y que me recordó que desear algo es sólo el primer paso para perderlo. El libro, cuya azarosa oportunidad fue cuanto menos curiosa, me hizo reafirmarme en la idea de que hundirse no es motivo suficiente para perder la elegancia. Ni siquiera cuando es uno quien enfila el iceberg adrede.

Tenía que ser allí, y no en otro lugar, donde regresase a tocar el arpa después de ver Roma arder, como una especie de Nerón millenial. Esta vez, eso sí, con una salvedad: lejos de estar reducida a cenizas, la ciudad estaba tan entera como siempre. Y yo, que entré allí como un submarinista dispuesto a rebuscar entre los restos del naufragio más ingrato que recuerdo, salí de Cádiz no sólo con el barco a flote, sino sintiendo haber recuperado del todo la deriva de mi vida.

4 ago 2019

Prefiero.


Prefiero vivir rodeado de asesinos en serie que saludan alegres en el portal, a compartir edificio con maleducados santurrones que pasan de largo al cruzarse en el pasillo. Prefiero haber vivido una temporada de alquiler en el infierno, acabar desahuciado por impago de dudas y saber a qué huele el azufre de la desidia. Prefiero eso a pasar largas temporadas en un todo incluido de un cielo anodino que ignora la existencia del dolor. Prefiero saber lo que duele una puñalada, tener el alma remendada, llena de cicatrices. Prefiero tener esos tatuajes vitales a ser una superficie inmaculada, un espejo pristino, carente de arañazos, que refleja la realidad pero en el fondo es incapaz de experimentarla. De sentir. Prefiero a la gente valiente, la que hace las maletas sin pensarlo demasiado y se lanza a la aventura. Aunque dé miedo. Arriesgar nunca sale mal. Prefiero saber a qué sabe estrellarse contra un muro, conocer el amargo sinsabor del desamparo, a escribir mi vida con renglones rectos y tinta barata. Prefiero aceptar un papel protagonista sin haber subido nunca a un escenario a ser un mero espectador en una obra de teatro, un tipo que no entiende, que no escucha, que no tiene la capacidad de emocionarse. Prefiero luchar por algo en lo que creo aunque la probabilidad de éxito tienda a cero, tener la determinación de remar contracorriente pese a intuir que no voy a llegar a donde quiero. Prefiero tener la conciencia tranquila, saber que he hecho todo lo que podía incluso si sabía de antemano que nada iba a ninguna parte. Pero sobre todo, prefiero pasarme de correcto que de descortés, aunque eso suponga volverme a casa sin beso. Por mucho que aquella noche entre copas me apeteciera demostrarte que la espera había merecido la pena; que ser paciente siempre tiene premio. Hasta cuando perdemos.