3 ago 2020

Diario de un verano en Nashville - V.

A mí esta pandemia me ha enseñado algunas cosas, como, por ejemplo, que es inútil tratar de razonar algo con alguien que no está dispuesto a entenderte. Que cuando los prejuicios pesan más que las ganas de comprender, es ridículo explicarse. Quien no quiere entender, jamás entenderá; por mucho que se engañe a sí mismo dándoselas de abierto de mente. He aprendido, además, que a veces es mejor dejar ir aunque eso suponga morirse un poco por dentro, y que nunca, bajo ningún concepto, se debe decir de esta agua no beberé, pues al final el grifo siempre se acaba abriendo. Espérate unos años y no tardarás en volver a ver tu reflejo en aquel espejo al que otrora juraste que no te arrimarías. No eres tú, ojo, es la vida, que a veces es muy puta.

 

En estos meses varado en Nashville quizás no haya aprendido todavía del todo el arte de la disculpa, pero sin duda he acabado por interiorizar que cuando la cago la cago, sin más. Eso sí, me he dado cuenta de que ya no sirvo para darle la vuelta a la tortilla, que no tengo ganas de hacer creer a los demás que se han equivocado cuando en el fondo todo es culpa mía. Esto lo aprendí antes, creo, a fuerza de que alguien me lo hiciese a mí constantemente. No, no estaba loco. Y sí, mandar mensajes a veces también son cuernos. Más aún cuando se hace con nocturnidad y alevosía. Y no, no es que me haya vuelto más honesto, es que de sentir que se hace daño a quien se quiere, aunque no sea de forma voluntaria, también se cansa uno. La tristeza sólo genera más tristeza, no importa si eres quien la inflige o la recibe.

 

Otra cosa que he descubierto es que la deslealtad merece ser siempre pagada con indiferencia, que es el mayor de los castigos. No el odio ni el rencor, ojo, sino la indiferencia, que es lo que más jode. Y esto tiene también su lado opuesto: la lealtad. A veces se presenta ante ti de forma sorprendente, y se debe retribuir con confianza. Y si no puedo confiar en ti, siento decirte que igual no eres tú, que lo mismo soy yo, pero que no. Esta es una lección que ya tenía aprendida y que, sin duda, la pandemia ha amplificado. Mis amigos siguen siendo los que eran, sin importar que nos separe un océano. Y lo son porque los tíos no te juzgan nunca, ni siquiera cuando les hablas de la decisión más difícil que has tomado en tu vida y ésta contradice sus propios principios y creencias. Los amigos son amigos, aunque a veces quieras matarlos. Y ser amigo no es algo que suceda de la noche a la mañana. Que no te engañen.

 

Algo que ya sabía, y que sin embargo en estos meses he vuelto a comprobar es que cada uno vive el amor a su manera, y que su manera a veces no es la tuya. Y no por eso está mal, ni bien, sino que simplemente lo mejor es que te guardes tus opiniones para ti, sobre todo cuando nadie te las pide. Esto vale para el amor, pero también sirve para todo lo demás. La frivolidad no casa bien conmigo. Y permitirte el lujo de opinar sobre lo que uno hace y no, pues tampoco. A pesar de que alguno no se lo crea, es posible querer de muchas formas diferentes, a veces de maneras simultáneas, quizás a distintas personas, ¿y sabes qué? Que el hecho de no comprenderlo no te da derecho a juzgarlo, que para poder entender la complejidad de un sentimiento hay que sentirlo. No vale con convertirse en un analista externo. El amor no es un algoritmo desarrollado por Deloitte.