Tú llamas a tu madre para pedirle que te pase una receta, y ella, que está a miles de kilómetros, te da los ingredientes, el paso a paso y unos cuantos trucos básicos para no quemarte las pestañas en el intento. Compras todo y te dispones, cual Elena Santonja, con tu delantal, a seguir una por una las instrucciones para reproducir el plato. Te esmeras, porque echas de menos el sabor y probablemente tu casa. Pones atención en cada detalle del proceso porque lo que buscas en el fondo no es la comida en sí, sino la sensación, el comer algo que te teletransporte a la cocina con tu madre mientras ella farfulla que dejes de picar que si no luego no comes. Y entonces, después de un rato poniendo en boga tus propias destrezas culinarias, lo pruebas y… le falta algo.
Quizás sea que los ingredientes de aquí no son como los de allá, o que esta vitro no calienta como la otra. Tal vez ocurra que la sal de este lado venga de la otra punta del mundo y no conozca Santa Pola ni en los mapas. Es posible que te saltes algún paso importante, que tuestes de más el pan —algo que en mi caso es imposible, pues en mi casa es tradición carbonizarlo por olvido—, o simplemente que no tengas el talento suficiente para freír un huevo sin librar una batalla a vida o muerte con el aceite caliente. Qué sé yo. Sea como sea, por muy comestible que esté el plato, no es igual. Le falta algo que no aparece en la receta y que ni tu madre misma —o tu abuela, que también se da maña, como le decía Manolo a Fernando en Belle époque— sabe describir.
Son gestos, destrezas adquiridas con los años. Saber oler que algo está soso, como me decía Rocío ayer. Reconocer que al arroz le falta agua sólo porque no suena como debería. Es como una especie de instinto que nada tiene que ver con la cocina y que viaja malamente, que no se transfiere de manera inmediata entre generaciones. Algunos dirán que es cosa de experiencia, que cortar algo en brunoise no es algo que se aprenda de la noche a la mañana. Pero yo creo que no. Creo que se trata de un ingrediente que no viene en los libros de cocina ni se aprende en la escuela Cordon Bleu. Es el puntito de amor que uno le pone a las cosas cuando las hace para la gente que quiere. El toque de madre, al fin y al cabo.