Poco antes de la mesa para dos y la pizza de los jueves, todo esto era desierto. Desde los besos que robaba entre semana a punta de sonrisa hasta la resurrección por triplicado de los viernes; la vida no era más que un tintineo, un ponme otra, que a esta invita el destino. Entonces, el optimismo era salir cerca del ocaso con una botella de vino abrochada al cinturón del copiloto, las gafas de sol en la guantera y pensando: hoy no duermo en casa. La suerte, cómplice a veces, me permitía desayunar sin camiseta y preguntarme en qué momento se había confabulado la galaxia para que un agujero en Matrix me consintiera a mí despertar acompañado en una maraña de sábanas ajenas. Qué improbable conjunción universal me había posibilitado beberme el café dilucidando a partir de qué instante habrían sus labios bajado la defensa y asumido que esa noche nuestra ropa dormiría a la orilla de su cama.
Un día, sin embargo, la cosa cambió y las resurrecciones tres veces por semana dieron paso alborotado a carcajadas sonoras los sábados por la mañana. A café, tostadas con tomate y discos de Aznavour sonando en el imaginario tocadiscos del salón. Poco a poco, y casi sin saberlo, fuimos transitando de lo etéreo a algo más eterno, como si la eternidad fuera una opción para dos personas que no llevan reloj. Las gafas de sol, que otrora dormían en el coche, empezaron a hacer noche en el salón, junto a un manojo de llaves que, como nosotros, se acabó multiplicando. La exigua lista (mental) de conquistas acabó dando paso a la extensa lista (real) de la compra. Aquella botella de vino que me hacía compañía en la autopista terminó por no salir tanto de casa y pernoctar tumbada en el mueble bar. Y esa sensación fantástica de descubrir –muerto de incredulidad— un cuerpo nuevo, acabó, no sin derrotar antes mi firme resistencia, dando paso a otra mejor: ir descifrando a nuestro ritmo en qué demonios consistía eso del amor.