14 sept 2021

El extraño viaje.

Poco antes de la mesa para dos y la pizza de los jueves, todo esto era desierto. Desde los besos que robaba entre semana a punta de sonrisa hasta la resurrección por triplicado de los viernes; la vida no era más que un tintineo, un ponme otra, que a esta invita el destino. Entonces, el optimismo era salir cerca del ocaso con una botella de vino abrochada al cinturón del copiloto, las gafas de sol en la guantera y pensando: hoy no duermo en casa. La suerte, cómplice a veces, me permitía desayunar sin camiseta y preguntarme en qué momento se había confabulado la galaxia para que un agujero en Matrix me consintiera a mí despertar acompañado en una maraña de sábanas ajenas. Qué improbable conjunción universal me había posibilitado beberme el café dilucidando a partir de qué instante habrían sus labios bajado la defensa y asumido que esa noche nuestra ropa dormiría a la orilla de su cama.

Un día, sin embargo, la cosa cambió y las resurrecciones tres veces por semana dieron paso alborotado a carcajadas sonoras los sábados por la mañana. A café, tostadas con tomate y discos de Aznavour sonando en el imaginario tocadiscos del salón. Poco a poco, y casi sin saberlo, fuimos transitando de lo etéreo a algo más eterno, como si la eternidad fuera una opción para dos personas que no llevan reloj. Las gafas de sol, que otrora dormían en el coche, empezaron a hacer noche en el salón, junto a un manojo de llaves que, como nosotros, se acabó multiplicando. La exigua lista (mental) de conquistas acabó dando paso a la extensa lista (real) de la compra. Aquella botella de vino que me hacía compañía en la autopista terminó por no salir tanto de casa y pernoctar tumbada en el mueble bar. Y esa sensación fantástica de descubrir –muerto de incredulidad— un cuerpo nuevo, acabó, no sin derrotar antes mi firme resistencia, dando paso a otra mejor: ir descifrando a nuestro ritmo en qué demonios consistía eso del amor. 


8 sept 2021

La felicidad.

Últimamente me ha dado por pensar en la felicidad. En aquello que la define. Como si fuera posible reducirla, extraer su esencia y embotellarla para cuando los días amanecen grises. Y no. No he conseguido descifrar el algoritmo de esa sensación, pero sí he recordado momentos en los que la experimenté con plena consciencia. Instantes en los que el cóctel de la vida consiguió combinar, de forma improvisada, la proporción perfecta de elementos. Una mezcla de latidos enfriados con hielo y servidos en copa de Martini que ocurrió casi sin quererlo y que me dejó allí, consciente de mi dicha, robándole sorbos a la noche –o al día— con el miedo infundado de no volver a ser tan feliz como en ese preciso momento nunca más. 

No han sido muchos, pero han sido. Casi siempre acompañado. Recuerdo alguno, por ejemplo, como aquella vez en Nueva York. Estaba comiendo en un café, afuera. Hacía sol y la banda, contrabajo incluido, trasladaba la escena a un París años 20. A ella, que sonreía sin parar, le brillaban los ojos y a mí, por un momento me pareció estar siendo el protagonista de una película de Woody Allen. Un pringado con barba y sin talento que al final, fíjate tú, se acaba quedando con la chica. Como Chalamet en aquel día de lluvia.

El otro que me viene a la memoria fue en Madrid. Un diciembre de hace muchos años, borracho y radiante en la mesa de la ventana del Only You de la calle Barquillo. Primero me llamó cobarde, como para provocarme. Después me acerqué a sus labios y me quedé a medio centímetro de ellos cuando ella ya había cerrado los ojos para besarme. Y fue justo en ese besus interruptus, en esa retirada momentánea del objeto de deseo, que pensé: ni besándola ahora mismo sería más feliz. 

Y era mentira, porque a los tres segundos la besé. Y lo fui.