Era sábado, y apenas debían pasar
veinte minutos de las ocho de la tarde. Ese fin de semana por fin había
conseguido que mi suegra se largara de mi casa. Después de seis meses luchando
contra los elementos, había conseguido que por fin decidiera irse a vivir a
casa de mi cuñado, quien muy probablemente me odiaría el resto de su vida.
Laura, mi mujer, estaba en casa jugando al Candy Crush en el sillón, y yo estaba
deleitándome con un vino de Navarra cuando sonó el teléfono. Me pasó el
inalámbrico y me dijo: es mi madre. Dice que ha encontrado una botella con un
mensaje tuyo en la bodega de mi hermano Javier, y que quiere hablar contigo
porque no entiende nada.
Lo que me faltaba –pensé-, ahora
resulta que a mi suegra le ha dado por beberse la bodega de mi cuñado, y en un
momento de lucidez se le ha ocurrido rellenar una botella con un anónimo
escrito a ordenador cuya autoría me atribuye. Bendita suerte la mía. Total, que
agarré el inalámbrico y me dijo: “Carlos, ya sé que nunca te he caído bien, y
que muchas veces te he sacado voluntariamente de tus casillas, pero necesito
que me ayudes. La mujer de mi hijo me ha amenazado con envenenarme si paso más
de una semana en su casa. Por favor, no le digas nada a nadie, y menos a Laura,
pero necesito volver a tu casa lo antes posible”. Y colgó dejándome con la
palabra en la boca.
Me quedé pensando diez y minutos
en lo que me acababa de decir mi suegra, y al final le dije a la Laura: “No te
lo vas a creer, pero echo de menos a tu madre, ¿qué tal si llamas a tu hermano
y le dices que al final no es necesario que se quede una temporada en su casa? No
sé, tengo el presentimiento de que ella estaba más a gusto con nosotros, ¿no te
parece?”.
Para la II Edición del Certamen de Relato Breve de turismodevino.com