26 feb 2014

A propósito de Alabama.



Esta noche me apetecía dejar de lado lo obvio (por reiterativo) y escribir sobre algo que, si no es trivial, al menos me permita no ganarle de forma involuntaria la batalla al despertador durante un par de mañanas seguidas, que es la actividad a la que dedico mi vida últimamente. Quería tratar de pintar con palabras la sensación que me produce el hecho –nada trivial, por otra parte- de que ayer por la tarde remití el último requisito que me quedaba para cumplimentar mi solicitud de acceso al Máster de Literatura Española de la Universidad de Alabama. Y de paso, explicar por qué me quiero ir allí, que no es lo mismo que por qué me quiero ir de aquí. Matices.

La razón no es que no me guste Madrid, que me encanta, sino que me gusta Alabama. He tenido la suerte de pasar dos semanas en Tuscaloosa, en un campus universitario de película, comprobando lo diferente que es esto de aquello, y viceversa. Más allá del vínculo sentimental que me une a esa Universidad, en cuyo programa de verano llevo tres años seguidos participando (camino del cuarto), y el cual me ha hecho vivir algunos de los mejores momentos de mi vida, hay otra serie de factores que, aunque difícilmente se pueden explicar con palabras, voy a tratar de describir. Al fin y al cabo, a escribir se debería aprender escribiendo; aunque en realidad se aprenda leyendo a los mejores.

Tengo la suerte de haber comido el mejor pollo frito del mundo en Guthrie’s y fried okra en el City Café. He jugado los lunes al bingo en el Moe’s Original, y aunque nunca he cantado una línea, sí que lo he hecho en su karaoke. He bebido Blue Moon, y Bud Light. Y he comido pizza del Hungry Howie’s. No he intentado, todavía, el reto de Mugshots, pero he probado la carta de cervezas y ales del Mellow Mushroom. He comido un sándwich en el Chicken fil a del Ferg. Y por hacer, incluso he llegado a comerme una hamburguesa en el Waffle House a las dos de la mañana, y a beberme (que no comerme) una Modelo en El Rincón.

También recuerdo haber estado en el Little Hall tratando de explicar por qué una frase en español se dice de esta o aquella manera. Por estar, hasta  he estado dentro de la casa de Alpha Tau Omega, que es la más grande de todas las fraternidades. He pasado por el B.B. Comer Hall y me he reencontrado con viejos amigos que no esperaba volver a ver en la vida en mitad de algún pasillo. Yo, que nunca antes había visto entero un partido, he estado en el Bryant Denny Stadium celebrando más de un touch down y fumándome un Partagaz porque los Crimson Tide habían ganado a Tennessee. Y si de ganar se trata, hasta he ganado un cuatro para cuatro de baloncesto a unos chinos, jugando con Manolo y dos californianos en el Rec.

Sin embargo, mentiría si dijera que son éstos los únicos motivos que me han llevado a querer volver allí. Hay más.

Quiero estudiar ese máster porque me gusta escribir. Me gusta mucho. Y creo de veras que, al igual que leer nos ayuda a vivir otras vidas, escribir nos ayuda a ser un poco más libres. Nos libera de ese yugo de la estrechez de miras, y nos permite desplegar de forma flamante la imaginación. Por eso quiero estudiar ese máster. Porque quiero ser un poco más libre de lo que soy. Y porque estoy convencido de que para escribir muy bien, hay que leer mucho y muy variado. Y yo quiero. Quiero leer a los que nunca he leído, y releer a los que ya conozco. Para escribir mejor.

Quiero estudiar ese máster porque me gusta leer, y por ende la literatura. Porque aunque no tenga ningún título que lo acredite, he pasado más de una noche y más de dos recorriendo Macondo de la mano de Aureliano Buendía, y me he tomado más de una copa con Martín Marco en el café de Doña Rosa mientras ésta daba voces y decía eso de “¡Nos ha merengao!”. Quiero estudiarlo, como decía, porque aunque lo intente, no puedo pasar por la Mancha y ver un molino sin recordar cómo Alonso Quijano, montado sobre Rocinante luchó contra aquellos ‘gigantes’ de la mano de Sancho Panza. Del mismo modo, tampoco he conseguido volver a encontrar aquella página en aquel libro que encontré en un apartamento de un cuarto piso de la calle Belgrano; al igual que San Manuel Bueno perdió su fe en Dios.

Así es. La literatura me ha permitido experimentar sensaciones, viajar en el tiempo hacia atrás o hacia delante, e incluso cambiar de país, sin ni siquiera moverme del sillón.

Y todo esto os lo cuento aquí esta noche para decir que, no sé si seré un buen o mal candidato, ni sé si encajaré en lo que ellos (quienes deciden) esperan encontrar. Soy consciente de que es posible que la moneda salga cruz. Quizás no tenga una gran nota en el GRE, ni haya sacado una nota descomunal en el TOEFL. Debido a que soy abogado, no tengo una formación académica sobre cuestiones literarias, aunque he leído algo.  Pero aun así, existe algo a lo que ningún otro candidato me podrá ganar jamás: la ilusión de conseguir el sueño americano.

20 feb 2014

Hoy he vuelto a Madrid.



Dice Manuel Jabois –a quien por cierto, algún día explicaré que desde que me hice una foto con él, todo ha ido a peor en mi vida- que “una de las cosas más curiosas que siempre se le dice a la gente que escribe es que se vaya a Madrid”, y cuenta de hecho, como ejemplo de dicha teoría, que un amigo de un familiar suyo una vez le dijo que para ser escritor había que irse a Madrid. O eso dice él que dijo.

Yo hoy no me he ido, pero he vuelto a Madrid. Lo había hecho otras veces desde entonces, pero ninguna de ellas tan decidido a tropezarme –contigo- en mitad de alguna calle. He cogido el metro en Argüelles, como solía hacer otrora, y he comprobado una estación tras otra cómo el tren sigue tardando entre ocho y nueve minutos en llegar hasta Velázquez; aunque en realidad me haya bajado en Serrano, por esa costumbre tan mía de llegar pronto a todas partes con tal de no llegar tarde.

He vuelto a Madrid para refrescar mi memoria con un poco de café y otro poco de conversación con alguien con quien me identifico desde hace algún tiempo. Y lo he hecho para recordarme a mí mismo por qué pasado mañana hace un año que tuvieron lugar dos de los hechos más importantes de mi vida: dejar de forma definitiva el despacho en el que trabajaba, y fundar otra empresa personal que, aunque hace meses se encuentra liquidada, todavía a veces mantengo la esperanza de reflotar.

Hoy en Madrid no había nubes, o al menos no las suficientes como para hacerme cejar en mi idea de recorrer una tras otra sus calles a pie. Después de todo, cuando uno no tiene nada que hacer más allá de escribir cosas que no puede publicar, el tiempo se convierte en algo completamente relativo. Así que he decidido perderme –metafóricamente hablando, claro- desde Núñez de Balboa hasta la calle Princesa caminando siempre por la acera de los impares mientras sonaba Nacho Vegas; y mientras paraba de vez en cuando en algún que otro semáforo en rojo, por aquello de que lo importante es volver. Y porque lo cívico no debía estar reñido –al menos no esta mañana- con lo simbólico del momento.

Así, he bajado por la calle Goya, y he cruzado por Velázquez, Lagasca, Claudio Coello, y Serrano para llegar hasta la Plaza de Colón, desde la cual he cruzado la Castellana, para subir por Génova hasta la plaza de Alonso Martínez. Una vez allí, he cruzado la bendita calle Almagro, y la calle Santa Engracia (en la que tantos buenos ratos he pasado) para seguir por Sagasta, Carranza, y finalmente Alberto Aguilera, en la cual he cogido el metro.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque esos veinte y cinco minutos que he tardado en recorrer de un punto a otro la ciudad han sido el mejor momento del día. Porque mientras recorría esa distancia he comprobado lo bien que sienta a veces el anonimato de una gran ciudad. Y porque hoy jueves día veinte de febrero, esta mañana a eso de las once, aun a riesgo de dejar de ser anónimo al doblar alguna esquina, he vuelto a Madrid.

17 feb 2014

Déjame.

Estaba esta noche escuchando música y releyendo no-me-olvides de gente que -evidentemente- incumplió su promesa, cuando de repente me he encontrado con una de esas cosas que se escriben en días grises. Y no he podido evitar compartirlo, claro.


"Déjame que te cuente esta noche que la vida le ha dado la vuelta a la tortilla, y que aquella canción que siempre ponía, se me ha vuelto en contra –por malvado- y me las está devolviendo una tras otra, de madrugada siempre, y en forma de desvelo. Que acecha el recuerdo de noche, cuando más dormido estoy, y viene a verme intempestivo para recordarme todas esas veces en las que prometí “no ponerte nunca a Julio Iglesias”.

Déjame que te diga que por mucho que lo intente, aunque quiera olvidarme de todo, cierro los ojos y sigues apareciendo como un resquicio de luz intermitente que no acaba de irse; como si mi memoria no acabase nunca de hacer el ajuste de blancos. Quién tuviera un botón de Reset en el pecho, que acabase de golpe con este dolor, tan molesto como injustificado.

Déjame que te robe un beso una vez más con mis sobornos de saliva. Que te encuentre de improviso una mañana mientras ando por la calle y me dé un vuelco el corazón; o te pierda de vista en un andén mientras me arrepiento de no haber saltado del vagón.

Déjame que te explique una noche por última vez cómo no me contrataron en aquel despacho con sede en la calle Almagro, o que te lleve conmigo a conocer una capital de provincia con murallas. Que te encuentre una mañana de domingo hecha un despojo mientras recuerdas las copas de más, al tiempo que te juras a ti misma que no volverás a beber. Déjame, que te deje comerte el que te gusta de la caja de seis, sin compartirlo, porque ya tenemos confianza. Que me afeite porque estoy más suave, para que estés más pegajosa.

Déjame que te diga una vez más -aunque nunca vayas a leerlo- que Julio Iglesias se equivocaba. Que la vida -sin ti- no sigue igual."