Volver a casa significa tener que ponerle la sordina al
corazón, desterrar los fantasmas que aguardan en la almohada y vencer las
barreras que imponen los horarios. Regresar a esta cárcel de piedra es pisar de
nuevo los bares de siempre, perderse por Madrid con la esperanza de encontrar
una llave y hallar en su lugar otro cerrojo. Cruzar el charco es viajar en el
tiempo a un día de verano, tratar de nuevo de entender los sinsentidos del
destino y acabar rindiéndose a la resignación; aceptar con dignidad las reglas
del juego. Salir de mis cuatro paredes americanas implica, a buen seguro,
demoler los muros de una civilización mental ya derribada, reconstruir la casa
empezando por el tejado. Remendar con parches el pecado de estar vivos. Avivar
tímidamente las ausencias y los miedos. Mirarte en el espejo de las dudas.
Vencer de manera incontestable la feroz batalla del olvido.
30 dic 2018
19 nov 2018
Costumbres.
Que las personas pasan por la
vida, unas veces con mejor y otras con peor suerte, no es decir demasiado. Hay una
gente que aterriza en el hangar vital de uno para quedarse una temporada y hay
otra que apenas se para a repostar un minutito, a rellenar el depósito de
dudas. Algunas, efímeras, dejan un rastro que se puede seguir aún tras el paso
de los años, causando un impacto tal que olvidarlas se convierte en una empresa
cuanto menos difícil. Otras, sin embargo, dibujan una estela volátil en el
tiempo que se borra al más mínimo soplido del destino. Qué sé yo, ventajas y
desventajas de estar vivo.
El caso es que de aquellas que
pasan y de otras tantas de las que se quedan, sin darnos cuenta, vamos tomando
prestado algo: gestos, manías, costumbres y, por qué no decirlo, también
algunos miedos. Sólo así se explica que con los años haya desarrollado un
tremendo asco a las polillas, o que sienta una aversión tremebunda a tener el
menor contacto con pies ajenos, o que los domingos sean, desde hace ya, el día
oficial de pasar la mopa en mi casa. Lo mismo pasa con mis sábanas, que tienen
que ser radiantemente blancas o con el hecho de que prefiera el tren al autobús
aunque no siempre pueda hacer valer mi preferencia. E igual con las
hamburguesas, que no contemplo en modo alguno aliñarlas con un queso que no sea
el adecuado.
Con los años, de forma casi mimética,
he ido robando pequeñas partes de almas ajenas que han ido forjando mi
carácter, haciendo que prefiera el lado izquierdo de la cama, o que ya no añada
azúcar al café, o que elija el Rioja frente al Ribera, los Beatles por encima
de los Rolling, el sorbete de limón sobre el helado de chocolate, y la ginebra en
detrimento de todo lo demás. Costumbres tontas y por supuesto mutables al más
mínimo contacto con otras diferentes. Retales de suspiros que otras personas
que han ido pasando por mi vida fueron dejando sin saberlo, pequeños trazos de
uno mismo que me han regalado de forma sibilina, inoculándome un veneno
silencioso que alteró mi esencia—si es que algún día la hubo.
Y a veces pienso, ¿qué habré dejado
yo de mí en los demás? ¿Cuál de mis ridículas manías seguirá presente en las
vidas de aquellos que pasaron de largo? ¿Cuántas veces habrán tenido que hacer
la cama para poder tener en orden sus ideas y poder pensar? ¿Cuántas noches habrán pasado en vela por no haber hecho la maleta a tiempo? ¿Cuántos días
habrán dejado preparada la cafetera antes de irse a dormir para sólo tener que
apretar el botón al día siguiente? Pero sobre todo, ¿cuántas veces habrán pensado
en escribir ese mensaje y no lo habrán hecho? Y más aún, ¿a qué demonios
esperan para hacerlo?
22 oct 2018
La foto.
Y hoy de repente, casi sin querer, me encontré con una foto.
Y allí estaba ella tumbada con la luz de la mesilla encendida, con mi camiseta gris puesta y dormida en mi cama. Sonriendo como quien sabe el final de una espera.
Plácidamente despeinada. Tapada hasta la cintura y durmiendo boca arriba. Sosteniendo
en su mano el puño de mi camisa, junto a su cara, para notar mi olor y sentirme
presente.
Y por un instante me olvidé del olor de las casas vacías, de
la tristeza de las fotos solitarias que habitan las paredes y de la soga
simbólica que formaba su ropa colgada en el armario. Del regreso a Nashville en
verano a una vida que ya no entendía y las ganas de dejarlo todo. Del (no tan
eterno) sinsabor de la derrota.
Y sin saber muy bien por qué, miré la foto y sonreí. De
repente.
17 sept 2018
De butacas y batutas.
Hace un par de noches me volví a sentar en una de esas butacas
rojas desde las cuales se puede ver a un señor batuta en mano dirigiendo una pléyade de músicos. Llegué allí, tomé asiento y esperé a que el concertino afinase la
orquesta. Tras ello, salió el director y dio una explicación acerca de la
primera sinfonía de John Corigliano: el porqué de la pieza, el significado de
sus movimientos y la extravagancia de sus tiempos. Después se puso en su sitio,
se cuadró como de costumbre y aquello empezó a sonar. De repente, todo lo que
había dicho con anterioridad cobraba sentido: el recuerdo lejano de un piano en
el primer movimiento, la presencia de la tarantela y la descripción de la locura
humana en el segundo y la paz del tránsito a la muerte, representada por las
olas en el cuarto. Aquello era magia, y yo no entendía cómo había podido pasar
toda mi vida sin escuchar algo tan sencillamente estremecedor, que me hiciera
sentir tan feliz y tan insignificante al mismo tiempo.
Y entonces pensé en lo muy infravalorada que está a veces la
belleza, en la importancia de llenar de cuando en cuando el alma con algo que
nos conmueva y nos deje el espíritu temblando. Caí en lo difícil que es
expresar un sentimiento de una forma tan sumamente compleja y lo complicado que
es transmitirlo y que se entienda. Pensé en la intimidad que se desvela en cada
nota, en los matices que se pierden por no tener a mano la partitura original.
En lo disparatado que es tratar de escuchar el mundo mientras haces oídos
sordos.
Y de pronto recordé, claro, porque en el fondo uno está enfermo
de nostalgia, todas aquellas veces que me he sentado en esas butacas esperando
a que, de una vez por todas, se apagaran las luces del auditorio y el solo
afinar de la orquesta—al igual que hace dos noches—me reconciliase de nuevo con
la vida.
27 ago 2018
Vivir es fácil (con los ojos cerrados).
Lo fácil es vivir sin arriesgar. Viajar con la corriente de
un río que te arrastra y que te mece. Dejarte llevar por un golpe de viento
oportuno que te sitúe en la otra orilla, sin pararte a pensar si siquiera lo
mereces. Aprovechar el movimiento y subirte a la rueda del destino, confiando
en que la deriva te llevará en algún momento a avistar tierra, aunque no sepas
leer un mapa ni manejar un astrolabio. Ni nadar. Lo sencillo es esperar a que
sean las estrellas quienes te digan cuál es tu posición relativa en el mar de
las eternas dudas. El cielo quien te diga a cuánto asciende tu deuda con el
miedo. La sinrazón quien te asalte un día de repente.
Lo difícil es enfrentarte a tu reflejo, mirar a los ojos a
la vida. Creer. Hacer un esfuerzo por aquello en lo que crees y ser consecuente
con tus propias decisiones. Sobrevivir al otoño en una casa que apesta a soledad
por todas partes, surcar las avenidas sin pararte demasiado en las esquinas. Resucitar
y no morir en el intento. Ir de farol con las cartas que te tocan sin temer una
derrota. Pensar a largo plazo y tener la inteligencia suficiente como para
comprender que las urgencias no son buenas. Reprimir palabras para no espantar
a tu oponente por mucho que te guste. Echar el freno, aunque no sepas por qué.
Salvarte de la pira fatua de la distancia.
Lo fácil es eso, vivir con los ojos cerrados. Y lo difícil
es eso también, abrirlos y no desear de forma irrefrenable estar ahora paseando
por Madrid.
15 ago 2018
El suicidio de las flores.
Desde hace ya algunos años, cada
mes de mayo, cuando regreso de mi exilio estadounidense, se sucede en mi casa
el mismo ritual: acompaño a mi madre al vivero para que se surta de petunias—y
otras flores—y decore la terraza de mi casa como si de un patio cordobés se
tratara. La ceremonia es sencilla: ella elige las plantas, yo las cargo en el
coche, ella las trasplanta y, más tarde, cuando se va de vacaciones en agosto,
a mí se me olvida regalarlas y mueren. Ese es el ciclo de vida de una flor en
mi casa: es sembrada, nace, crece, es comprada por mi madre y finalmente, fruto
de la dejadez más absoluta, inducida al más brutal suicidio por mí.
Pues bien, esta sucesión de acontecimientos, que se viene
repitiendo desde tiempos casi inmemoriales, sigue teniendo lugar aun siendo
conscientes de que ineluctablemente sucederá; un poco como enamorarse, que a
veces es inevitable. El fracaso, sin embargo, no es que las plantas acaben en
la basura, sino que tras tantos años y tantas vidas condenadas a la sequía, ni
mi madre se haya dado cuenta aún de que comprar plantas es condenarlas a un “ingrato
futuro”, que diría Sabina; ni yo me haya decidido a poner fin, regadera
mediante, a un fenómeno que se da de forma sistemática cada verano: el suicidio
de las flores. Un desastre que podría resolverse de la forma más simple
posible: resignándonos ambos. La una a no perpetrar el sueño imposible del
jardín de la alegría, y el otro, a asumir que si quiere tener plantas, es necesario dedicar cinco minutos cada día no ya a revivirlas, sino a no
dejar que mueran.
Como la gran mayoría de cosas importantes en la vida, vamos.
Como la gran mayoría de cosas importantes en la vida, vamos.
8 ago 2018
Reescribir la Historia.
De vez en cuando y frente al mar,
la vida te sorprende retratando al siempre infalible Google y abriendo una
terraza que creías cerrada, te regala cervezas con etiquetas curiosas y difícilmente
despegables e incluso, si eres muy afortunado, te proporciona ratos que
guardar. Te descubre, porque tú no lo sabías, que la mano derecha es aquella
con que escribe los renglones torcidos el engranaje que hace girar los hilos
que dan cuerda a la casualidad y, cuando menos te lo esperas, casi te riega—teatralmente
hablando—unos pies destrozados en medio de una misión casi secreta. Te procura
despiadada lo inevitable aunque fracases en el involuntario intento de evitarlo
por falta de pericia y, no contenta con eso, te cierra una puerta—como en el
XIX—y te permite reescribir la Historia, haciendo que casi 213 años más tarde, por
fin ganemos la batalla de Trafalgar.
Ahí es nada, la vida.
4 ago 2018
Con suerte.
Hay sábados por la mañana que los
carga el diablo, te despiertas de repente sumido en una vorágine de nocturnidad
fatal, preguntándote por qué el último gintónic no fue una botella de agua, un
ibuprofeno y un beso en la frente de buenas noches. A tientas, tratas de
sobrevivir entre la neblina del naufragio, te reencuentras otra vez con El puente de Talese, que se te ha
quedado a medio regalar en la mesilla, y acabas alcanzando el lado derecho de
la cama—el más lejano a la ventana—como el que va de expedición al Annapurna. Entonces,
cuando estás a punto de poner un pie en el suelo, fruto del desvarío, te
planteas si lo que hay debajo no será el mar Caribe y tú serás un viejo llamado
Santiago que debe plantar cara a un tiburón. Así es que, te armas de coraje y
en un alarde de valentía, decides salir de la Isla en la que te encuentras en
busca de un oasis que te devuelva a la vida antes del domingo por la noche.
Y con suerte (que se busca), lo encuentras.
31 jul 2018
Cabrera Infante, el censor franquista y la casualidad.
Una de las cosas que más me gusta de la literatura es la
posibilidad de indagar en detalles que van más allá de las propias obras, cosas
como las circunstancias en que fueron escritas, las correcciones que hubieron
de hacerse o los porqués de su autor, forman parte del elenco de detalles que
suelen saciar mi generalmente insana curiosidad. Quizás sea por eso que con el
tiempo haya acabado encontrando en la autobiografía mi sitio. Porque en el
fondo hay un voyeur dentro de mí que no puede evitar fijar su ojo en la mirilla
de la vida del escritor. O a lo mejor no, a lo mejor es simplemente un idilio
pasajero con las vivencias ajenas. A saber.
Ya sea por uno u otro motivo, fruto de este irreprimible deseo
por conocer los entresijos que rodeaban a Tres
tristes tigres, acabé dando con una historia de las que merece la pena
contar, primero por lo literario del asunto y segundo, porque demuestra cómo a
veces, de las situaciones más aparentemente negativas, acaban inesperadamente
saliendo cosas maravillosas.
Cabrera Infante nació en Gibara (Cuba) en 1929 y no tardó
mucho en mudarse a La Habana, donde durante varios años hizo carrera como
escritor y crítico de cine. Como al principio de los tiempos tenía una relación
estrecha con la revolución, en 1959, tras el triunfo de Fidel Castro acabó
dirigiendo un suplemento cultural semanal que acompañaba al diario Revolución y
que se llamó Lunes. Tal era su vinculación con el régimen que fue incluso
nombrado Jefe del Consejo Nacional de Cultura. Vamos, que vivía absolutamente
obnubilado por las bondades que la Revolución
trajo a Cuba.
Dentro de esta tesitura en la que todavía estaba enamorado
de la Revolución, en el año 1961 escribió un librito llamado Ella cantaba boleros que con el tiempo
se acabaría convirtiendo en su archiconocido
Tres tristes tigres. Aquel fue premiado en el año 1964 con el premio
Biblioteca Breve de Seix Barral bajo el título Vista de amanecer en el trópico, obra que no sería publicada hasta
1974 debido a que sus constantes alabanzas al movimiento revolucionario cubano
le hicieron chocar con la censura franquista.
Paralelamente y en interés de la historia que aquí cuento, es
necesario apuntar que en 1961 su hermano Sabá produjo junto con Orlando Jiménez
Leal y Néstor Armenteros un corto llamado PM
(Pasado Meridiano) que desató una
gran polémica y acabó con el exilio no sólo de los anteriores, sino del propio
Cabrera Infante. Éste último acabaría de Agregado Cultural en la embajada de
Cuba en Bruselas y sólo pudo regresar a su patria natal en el año 1965 a despedirse
y asistir al funeral de su madre. Allí, como cuenta en Mapa dibujado por un espía pasó cuatro meses tratando de salir de
una isla a la que no pudo regresar jamás.
Tras estos desatinos, la opinión del escritor del régimen
castrista cambió, lógicamente. Así, tras regresar a Bélgica decidió pasar una
temporada en España (donde por culpa del franquismo no duró demasiado) como
paso previo a su mudanza definitiva a Londres, lugar donde moriría. Y en este
punto supongo que el lector se estará preguntando, ¿todo esto, para qué? Pues
para explicar que en 1967 salió publicada en Barcelona la maravillosa Tres tristes tigres, novela a la cual se
le habían realizado de forma forzosa los 22 cambios que el censor franquista
había señalado como necesarios al leer Vista
de amanecer en el trópico. Es decir, una obra desprovista de cualquier tipo
de loa al castrismo, mucho más afín a la entonces visión del régimen del
escritor cubano.
Casualidades de la vida, fue la censura franquista la que
hizo que la obra más importante que publicó Guillermo Cabrera Infante no
tuviera referencia positiva alguna al régimen que le había vetado regresar a su
patria de por vida. Este hecho no pasó desapercibido para el escritor, quien en
el año 1979 publicó un artículo en Espiral
llamado “El censor como obsexo” en el cual daba las gracias al censor español
por haberle permitido publicar una obra desprovista de alabanza alguna a un
movimiento revolucionario que le había condenado al exilio.
Y así es cómo una situación tan aparentemente negativa como
ser censurado por el franquismo, rocambolescamente acabó propiciando que
Cabrera Infante pudiera publicar el libro que, en ese momento, habría querido
escribir. La vida en estado puro, vamos.
25 jul 2018
Retrato de un banco y una señora.
Hay un banco frente al portal de mi casa, en la otra acera.
Es de madera y está un tanto desgastado por los años, corroído por las
inclemencias del paso del tiempo. Lleva ahí desde bastante antes de que yo
llegara aquí y sospecho que seguirá en su sitio cuando yo me vaya; desventajas
(o ventajas) de ser inerte, qué sé yo. No tiene nada, a excepción de una
estructura de forja y unos tablones que lo cruzan. Está ajado, casi con arrugas
en la frente, pero cumple su función. Soporta y acompaña silenciosamente a
quienes aguardan la venida de algún alguien o algún algo.
A veces, por las tardes, cuando el sol está dudando si caer
o levantarse, ella, vestida de punta en blanco con su pelo cardado de laca y
sus pendientes dorados, se sienta a esperar. Como el banco, ella ya sólo espera:
a que llegue la hora de jugar la partida con sus amigas, a que suene el único
teléfono fijo cuyo número yo recuerdo, a que la perra se canse de andar y
quiera subir a casa, o a que la vida pase y le devuelva inerme a la tierra.
Dice que está bien, porque lo dice siempre, pero se siente incompleta, como una
mesa de tres patas, acaso ausente sin la otra mitad que le falta. Aunque se sabe
afortunada y casi nunca está sola, desde hace ya algún tiempo ha entregado su
destino a la suerte de un calendario cuyas hojas pasan cada vez más despacio.
Ella, al igual que el banco, es testigo accidental de la
vida del resto y a pesar de los años, aún no está vacunada contra la inevitable
desilusión. Ella sigue hacia adelante, porque no puede parar. Como el banco,
que intuye con resignación que, por mucho que quiera, ya nada va a cambiar.
19 jul 2018
Pequeñeces.
Al principio de Pequeñeces,
de Luis Coloma, Paquito Luján, un niño del colegio Nuestra Señora del Recuerdo,
llora desconsolado el día de fin de curso porque, tras haber obtenido cinco
premios y dos excelencias, y haber declamado unos fantásticos versos en el acto
de clausura, nadie le espera. Paquito, que ha dado todo de sí para conseguir su
objetivo, no entiende que sus padres sean incapaces de ir siquiera a recogerle
a la escuela y le manden un birlocho y un cochero que le acerque a casa. Luján, Paquito,
no comprende cómo después de haber hecho todo lo que estaba en su mano para
triunfar, no obtenga la única recompensa que quería.
No recuerdo mucho del resto del libro, excepto algunos dimes
y diretes, algunos chismes y pequeñeces que marcan la vida de la alta sociedad
madrileña del XIX. Pero sí me acuerdo de Paquito y de lo pronto que tiene que
aprender una de las lecciones más desagradables de la vida: que a veces, por
mucho que uno haga, por mucho que se esfuerce y ponga de su parte para
conseguir algo, las cosas salen mal.
De vez en cuando es así. Uno puede pasarse tres años y medio
peleando por algo, tratando de hacer progresar—aunque sea despacio—una semilla
sembrada en el desierto y que a última hora, cuando tiene la planta a punto de
florecer, venga alguien y la pise. La vida es así, uno puede ir y venir tantas
veces como le es humanamente posible, de un lado y de otro, chuparse más de
cuatrocientos kilómetros a pie para tener algo más de solvencia en la nueva
etapa que le espera y a última hora irse todo al carajo sin siquiera tratar de
dar batalla; de luchar por un proyecto común.
Paquito Luján no lo sabía, pero a veces estas cosas pasan. Y
a veces la trascendencia de estas cosas es mayor de lo que puede aparentar, porque
no suponen el fin de una relación o de una idea, sino que suponen un destierro
vital, un confinamiento al exilio definitivo. Un miedo eterno a volver a
sembrar una semilla y tratar de regarla con un océano de por medio. Ver morir
esa flor es, aunque Paquito no lo intuyera entonces apenas, ver cómo mis
esperanzas de algún día regresar a España y establecerme aquí se mueren.
El niño de Pequeñeces,
que tanto impacto me causó, no sabe que el problema a veces no es que algo
salga mal, sino la reacción que ese final desencadena. Que la semilla del
desierto no vaya finalmente a florecer no supone que no vaya a haber una flor,
significa que si la hay, ya muy probablemente no podrá estar a mi lado favorito
del Atlántico. Con lo que eso duele.
Una huida. Otra más.
17 abr 2018
Experimentos.
Cuéntame, tú que aún no lo sabes, cuál es la quintaesencia
de los ratos que perdemos y a cuánto asciende la suma de facturas retornadas a
la vuelta del camino de las dudas. Pregúntame, tú que sólo lo sospechas, cuál
es la unidad de medida de la ausencia y a qué suena el silencio más atroz.
Dime, tú que me conoces, por qué somos y no somos y buscamos siempre un giro
más y un paso menos, por qué siempre y nunca, y nunca tal vez sí y quizás no ni
puede. Tú, atrévete a desenclavarme de este sueño. Encógeme los dedos y conviérteme
en pedazos de papel y prende fuego. Extíngueme, disuelto entre tus brazos como
una inútil solución. Y déjame, por esta vez, arder sin miedo.
5 abr 2018
Resulta que.
Resulta que la vida pasa. Y que
un día de repente ves aquella película que hace diez años te había dejado indiferente
y de repente te emociona. Y no entiendes el porqué de no reconocerte en aquella
persona que fuiste. Y no reniegas de ti mismo, claro, pero no comprendes que
aquel plano subjetivo entonces no te hiciera un nudo en la garganta, ni que
aquella canción del final con la cámara moviéndose al ritmo del ballet no se te
quedase en la cabeza y fueses tarareándola por las esquinas. Y así con todo.
Un día, de pronto abres un álbum,
ves una foto y no te reconoces. No asocias la imagen de aquel tipo que nada
tiene que ver contigo, y además no concibes haber sido algún día esa persona. Tu
cabeza no alcanza a comprender que en aquel preciso instante no fueras capaz de
observarte a ti mismo con los ojos de lo que serías en el futuro, con una
cierta vergüenza y un cierto desasosiego. Te ves en una foto y te sientes como
aquellas cantantes ochenteras de pelo rizado, flequillo y coderas. Como si no
fueses tú.
¿Y qué me dices de aquel libro?
Aquello tan impactante que habías leído, que en el momento te traspasó.
Subrayas una frase y la relees después de un lustro. Y al releer te preguntas
si sería aquel tu pulso, tu subrayado y hasta tu letra al margen. No tiene
sentido, desde tus ojos del presente, prostituir una página de esa manera sólo
por algo que ya no te remueve la conciencia. Pero sigues. Hojeas y descubres que
quien leyó aquello en ese momento ya no eres tú. Que ya nunca volverás a ser
aquella persona que dejó una marca para la posteridad sobre una frase a la que
ya no encuentras el sentido.
Resulta que la vida pasa, sí. Y
que dentro de algún tiempo mirarás hacia atrás y sentirás, quizás, un cierto sonrojo al
recordar la persona que ahora eres. Y volverás a dudar de ti y de tus gustos
pasados. Y con suerte, habrás mejorado lo suficiente como para darte cuenta de
que, después de todo, aquella película que entonces no te emocionó, a fin de
cuentas, tampoco era tan mala.
19 mar 2018
Afortunadamente.
El problema de la vida no es
vivir con lo que uno es, es tener que negociar constantemente con aquello que
uno ha sido. Es recordar de forma perpetua los ridículos y las perversiones de
un pasado que persigue con un hacha atroz por el pasillo, amargando a veces los
triunfos y contaminando aún más sí cabe las inevitables y eternas derrotas. La solución
no es resetear el contenido, ojalá fuera formatear el disco duro. Pasa por aprender
a dejar de lado tantos yos como
momentos se han vivido y centrarse en construir algo más serio, menos débil,
más domesticado. Por someter el otrora al escrutinio de un ahora prometedor y
tratar de arruinarle la vida a la memoria. Por robarles el reflejo a los
espejos y cifrar el cristal de los ojos que te miran. Vivir, al fin y al cabo,
con la esperanza de olvidar las miserias y los gozos, los extraños avatares de otro
tiempo en el que no te reconoces. Seguir adelante sin tratar de rendirle cuentas
al yo pretérito que a estas alturas ya parece un cuerpo ajeno, un ser
extranjero de uno mismo. Y aprender. Aprender, que por mucho que uno quiera, ni
fue, ni es, ni será jamás perfecto.
Afortunadamente.
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