29 jul 2016

La primera vez.

De cuando en cuando me asalta un sentimiento extraño, que no llega a ser exactamente de tristeza, pero si de una cierta pesadumbre. Me refiero a la sensación que me produce la imposibilidad de descubrir determinadas cosas de nuevo, de revivir la emoción que algunas circunstancias me provocan cuando las experimento por vez primera. A la angustia que me causa el hecho de saber que ya no volveré a advertir esa impresión de novedad cuando vuelva a participar de las mismas, cuando escuche de nuevo esa canción, relea ese fragmento de un libro, o bese aquellos labios que hasta entonces estuvieron prohibidos.

Lo cierto es que la primera vez que ocurre algo, el momento se desvanece de forma automática, se convierte en una sustancia volátil que no resiste al paso de los segundos. El instante se evapora, se escurre entre los dedos como si fuera viscoso y huidizo, desaparece entre la niebla al igual que hacían Rick y Renault al final de Casablanca. El primer ahora se torna en otrora casi sin quererlo, y la isocronía pasa a ser una palabra llana y poco más; el momento es inaprehensible y paradójico, pues su existencia sólo puede explicarse desde su aversión congénita a la durabilidad. El instante nace predestinado a morir, su acaecimiento es simultáneo a su desaparición. Se agota simplemente por el hecho de existir.

Y a mí esto me angustia. El hecho de estar haciendo algo por primera vez, y al mismo tiempo ser consciente de que ya nunca jamás podré volver a experimentar esa misma sensación con tintes primigenios, con una cierta vocación de novedad, me provoca un poco de ansiedad. La imposibilidad de reiniciar el sistema y volver a empezar, en algunas ocasiones, me genera un cierto desconsuelo. Una melancolía que, al contrario que el momento que se agota, perdura en el tiempo.

Me angustia saber que ya no podré volver a ilusionarme por primera vez cuando camine por Nueva York, ni sentiré la emoción de escuchar por vez primera el Intermezzo de la Cavalleria Rusticana. Que ya no podré ser ajeno a libros cuyos comienzos me encantaría poder redescubrir como si sus primeras páginas nunca hubieran caído entre mis manos. Que tampoco podré experimentar de nuevo la sensación de llegar a conocer a determinadas personas, ni saborear la novedad de aquellos labios bañados en gintónic. Que ni si quiera podré volver a escribir por vez primera sobre la angustia que me provoca el hecho de, no ya no poder revivir determinadas sensaciones, sino la imposibilidad de volver a experimentarlas desde cero.


O a lo mejor no, porque al fin y al cabo, ¿qué es una segunda vez sino una primera vez después de la primera vez?

25 jul 2016

B 612.

Esta tarde releí El Principito. No sé muy bien por qué, pero me apetecía subirme por un rato al Asteroide B 612 y recorrer el universo que Saint-Exupéry dibujó, adentrarme en las entrañas de la boa y tratar de desenmarañarlas para liberar al elefante que habitaba aquella silueta de sombrero. El caso es que a lo largo de las 92 páginas de mi edición, he estado tratando de leer con otros ojos lo que ya había leído; intentando encontrar algo de miga en lo que otrora fue corteza, diamantes entre el carbón.

El libro, que evidentemente no pretendo descubrir, esconde bajo la forma de un cuento algunas reflexiones que, en tardes como la de hoy, se me antojan, sino imprescindibles, al menos pertinentes. El Principito -el personaje- ve, a través de los ojos de un niño, un mundo de mayores, de gente que no alcanza a comprender. Conserva la imaginación suficiente como para ver, dentro de una caja, al cordero que ésta contiene. Y al mismo tiempo, el raciocinio suficiente para darse cuenta de que el mundo de los mayores, salvo contadas excepciones, es un mundo en el que reina el egoísmo.

El Principito es inocente, pero no es tonto. En uno de sus viajes coincide con un zorro del cual salen algunas de las palabras más inspiradoras de la obra. Éste, que es un animal astuto, aporta la parte de la experiencia que no se puede observar a tan temprana edad. Introduce el concepto de domesticar, mediante el que le explica el proceso a través del cual las personas se convierten en especiales. Cómo cuando alguien va conectando con otro alguien, tiene que tener en mente la idea de que a la larga, la desaparición de ese alguien puede significar un motivo de tristeza. Una especie de nostalgia a saldo, que inevitablemente empiezas a sentir en el mismo momento en el que te ocurre algo bueno en la vida. Ese saber que en algún momento futuro extrañarás ese momento que estás viviendo. Autoconsciente, añadiría yo.

La otra frase para el recuerdo, que probablemente sea una de las más populares, es aquella en la que el zorro dice “He aquí mi secreto: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”. Y es cierto. A veces nos afanamos en apreciar lo material, en aprehender cosas sin darnos cuenta de que lo realmente importante es lo que subyace bajo las mismas. Lo esencial está en el interior de las cosas, en la razón que las motiva, en las cualidades intrínsecas que éstas tienen. A menudo cometemos el error de observar determinadas actitudes con los ojos, sin darnos cuenta de nuestra tremenda ceguera. Ponderamos la importancia de las cosas bajo criterios erróneos, y acabamos tomando decisiones que a la larga se demuestran equivocadas. Vemos, en último término, un sombrero, cuando lo que en realidad había era una boa que ha engullido a un elefante.

19 jul 2016

New kid in town.

En la primera página de Opiniones de un payaso, en la que por cierto anida una tarjeta de El Botánico a modo de marca páginas, Heinrich Böhl, describe cómo el protagonista, cada vez que llega a la estación de Bonn, enciende lo que él denomina el piloto automático y lleva a cabo una serie de automatismos que van desde bajar las escaleras del andén hasta llamar un taxi, pasando -entre otras cosas- por comprar los periódicos de la tarde o sacar el billete del bolsillo del abrigo.

Ese proceso de movimientos reflejos, casi coreográficos, de alguna manera lo he llevado yo a cabo en cada uno de mis regresos desde Alabama durante el último año y medio. Aterrizar, encender el teléfono cuya tarjeta previamente había cambiado a mi número español tras despegar el vuelo, desembarcar lo más rápido posible del avión, y una vez pisado el suelo de Madrid, ponerme los auriculares y escuchar en bucle el New kid in town de Eagles en el interminable tiempo que transcurría hasta llegar a la sala de recogida de equipajes; esa era, groso modo, mi rutina.

De todo ese proceso casi automático, hay una parte que durante todo ese tiempo fue especialmente simbólica para mí: la canción. No tengo claro que sea un gran tema, ni me importa demasiado, sinceramente. Pero de alguna manera, con ella me ocurre lo que a los perros de Pavlov cuando escuchaban el metrónomo. Escucharla me pone alerta, me retrotrae a ese momento del regreso, y me hace de algún modo revivir esas sensaciones previas a la salida de la terminal, esa ilusión que me embriagaba cada vez que volvía a casa después de un tiempo fuera.


El New kid in town, que descubrí accidentalmente viendo un documental sobre Fernando Martín, representa para mí toda esa idea de reencuentro con la gente a la que a lo largo de algunos meses había estado echando de menos. Tiene ese sabor inconfundible del regreso, de volver a saborear el aire de Madrid, de no sentirme extranjero en aquellos lugares que algún día me fueron propios. Simboliza ese eterno retorno a aquella última estrofa de Noción de patria que escribía Benedetti. La vuelta, en último término al germen de la huida, el comienzo de la cuenta atrás para volver a ser, valga la redundancia si la hay, el new kid in town.  

15 jul 2016

Dicotomías.

La vida está llena de dicotomías que nos obligan a elegir, de opciones entre las cuales uno tiene que tomar partido, cosas que son -muchas veces- incompatibles entre sí, y que nos ponen en la tesitura de decantarnos por una u otra alternativa sin remedio de continuidad. Si la economía parte de la escasez, el dilema, en este caso, parte de una decisión basada en la abundancia, concretamente en la multitud de variables posibles entre las que escoger. Los Beatles o los Rolling, el vino o la cerveza, el Madrid o el Barça, o derechas o izquierdas, son sólo algunos ejemplos de esas cuestiones que, en cuestión de preferencias, no pueden coexistir.

Dentro de todas esas alternativas binarias y antagónicas, existen dos que, de alguna manera, se adaptan a los principios a través de los cuales trato de regir mi vida. Y digo bien, trato, porque a veces la tentación es tan grande, que los instintos acaban encontrando la manera de emerger de las profundidades de mi yo; hasta el punto de que coqueteo con opciones que ni de lejos son mis preferidas. En otras palabras, que a veces me sorprendo poniéndome los cuernos a mí mismo con preferencias que, por regla general, no suelo preferir. Mi cabeza, que a veces se torna laberinto.

Volviendo a esas que me definen, la primera de ellas es aquella que obliga a elegir entre hechos y palabras, y es curioso, porque pese a que son estas últimas las que sirven como vehículo de todo lo demás, lo cierto es que me decanto completamente por los hechos. Las acciones hablan por sí solas, dice un refrán que muy probablemente me acabo de inventar, pero es cierto. No existe mejor forma de decir que el propio acto de hacer -pleonasmos a parte-, no conozco mejor forma de hablar que el propio hecho de actuar. Y no sólo lo llevo a cabo, sino que además lo exijo. No quiero palabras, por mucho que me gusten, y por mucho que me aproveche de ellas. La retórica, sin hechos contrastables, es papel mojado.

La segunda de las dicotomías que habita de forma impune en mí es la que me constriñe a decidir entre la calidad y la cantidad. Aquí tampoco hay lugar para la duda, prefiero un gramo de algo que yo considere oro, a veinte toneladas de algo que me traspase. Si bien las palabras me interesan como medio, la cantidad la desdeño sin piedad. La calidad es algo innegociable, y es aplicable a casi todo: al tiempo, a las personas, o incluso a los propios hechos, constituyendo así la metadicotomía. Prefiero disfrutar de un segundo de divertimento sincero al mes, que de veinte días de abulia; de un pedazo de cielo, a una hectárea de mediocridad. Prefiero, en último término, una estrella brillante aunque sea fugaz, a una constelación que se apaga.  



11 jul 2016

Así prefiero vivir.

No nos engañemos, una de mis señas de identidad más particulares es el hecho de que tengo una cierta afición a películas de dudosa calidad. Tengo debilidad por esas comedias románticas con final feliz. No contento con ello, además, tengo una enorme tendencia a ver películas que ya he visto; o sea, que no sólo me gustan las películas de contenido trivial, sino que además abuso de ellas hasta la extenuación porque siempre termino viendo las mismas.

Podría citar seis o siete cintas que veo de forma recurrente en función del momento de mi vida en el que estoy, pero esta noche me apetece hablar exclusivamente de una escena de Along came Polly. En el corte en cuestión, el padre del protagonista da un discurso (en inglés, claro) en el que dice que “Cuando menos te lo esperas, pueden pasar cosas buenas; mejores incluso que las que tú habías planeado”.

Soy un optimista convencido, casi enfermizo, quizás un inconsciente en grado sumo. Y no puedo dejar de serlo. No puede pasar un día sin que piense que por muy mal que haya ido, mañana saldrá el sol. No concibo existir pensando en que algo saldrá mal, ni mucho menos. Es tan terrible lo que siento, que a veces pienso que la vida sólo tiene días buenos y días mejores; por mucho que la muy asquerosa a veces se empecine en desacreditarme. Por mucho que el barco se me hunda cuando menos me lo espero.

Lo reconozco: no sé ser de otra manera. Además, no quiero ser de otra manera. Al contrario, quiero pensar que, efectivamente, cuando menos te lo esperas, la vida te trae algo por lo que merece la pena morirte lentamente, algo que te llene y que te consuma al mismo tiempo. Que te agujeree el alma y te lo remiende al mismo tiempo como si fuera un calcetín. Que jamás te deje indiferente, por mucho que la indiferencia duela.

Si me dan a elegir, prefiero subir al cielo un minuto, aunque ello conlleve tener que bajar después al infierno porque no tengo experiencia suficiente en mi currículum vitae. Prefiero sentirme vivo aunque tenga que pagar el precio de mi entierro posterior. Y así pienso seguir viviendo, dispuesto a cruzarme en el camino con cosas de esas “mejores incluso de las que había planeado”, por mucho que dejen cicatrices. Prefiero vivir con los ojos abiertos, porque ya dijo Lennon que “living is easy with eyes closed”. Prefiero estar dispuesto a estrellarme mil veces contra el mismo muro si es lo que me hace feliz, con la esperanza de traspasarlo en algún momento. Optimista incombustible, con cicatrices invisibles, así prefiero a vivir.


7 jul 2016

La wish list.

Hoy siete de julio de dos mil diez y seis hace veintiocho años que a mi madre le dio por ponerse de parto a eso de las cinco de la tarde. Aparentemente me estaba ahogando con el cordón umbilical, o eso es lo que ella me ha contado, así que desde entonces -y a pesar de- tengo una querencia extraordinaria por esto de vivir. Qué cosas. 

Cualquiera que me conozca sabe que mi apego por lo material es casi inexistente, que valoro mucho más unas copas con amigos que un maletín de Loewe. Así pues, por si alguien se siente generoso hoy, voy a dejar una lista de las diez cosas que más me gustaría recibir, aun a sabiendas de que no me lee ningún jeque árabe que pueda dar rienda suelta a mis caprichos materiales e inmateriales confesables. Una especie de carta abierta a los Reyes Magos en pleno julio, vamos. Una wish list, que dirían los aficionados al uso de anglicismos como aplicar. Allá va:

1. Asistir a una representación de la Cavalleria Rusticana en el Teatro La Fenice de Venecia. 
2. Una primera edición, primera impresión A, de The catcher in the rye.
3. Una estilográfica Mont Blanc Meisterstück 149 platinado con mis iniciales grabadas. 
4. Ir al Pitti Uomo. 
5. Cenar en el Celler de Can Roca. También me vale comer, ojo. 
6. Ir a la Patagonia y visitar el Perito Moreno.
7. Asistir a un concierto de Frank Sinatra. Ya sé que es imposible, pero tampoco es que las demás sean demasiado realizables, así que…
8. Recorrer los Estados Unidos de América de este a oeste en un Mustang descapotable. 
9. Ser Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad de Stanford. Esto no puede comprarlo el dinero, pero lo cambiaría por todo lo demás. 
10. Correr la maratón de Nueva York. Para esto necesito una rodilla derecha nueva, pero oye, por pedir que no quede. 

Si por casualidad hubiera algún familiar de Carlos Slim entre mis lectores (o el propio Carlos incluso), por favor, que no dude en ponerse en contacto conmigo a la mayor brevedad. Y si este no fuese el caso, que por otra parte considero altamente probable, pues nada, me conformo con el vinilo de Cold Fact de Rodriguez. Que es mucho más barato y además queda muy hípster.

4 jul 2016

Huérfano de peluquero.

Hace algunos años se me ocurrió acuñar el término huérfano de peluquero para señalar el vacío que había dejado en mi vida el cierre de la que, hasta aquel entonces, había venido siendo mi peluquería. Curiosamente, resultó que la expresión en cuestión ya había sido empleada por Arturo Pérez Reverte para referir un fenómeno similar. Quizás fue casualidad o tal vez se trató de pura criptomnesia, pero desde entonces he tenido la tentación de relatar mis ideas y venidas peluqueriles; y qué mejor momento para hacerlo que este ciclo de artículos que nadan entre lo trivial y lo absurdo. Más aún si cabe que los demás, quiero decir.

La primera vez que experimenté los sinsabores de la orfandad peluqueril tuvo lugar después de que, tras años rebajándome la melena, el que por aquel entonces empuñaba la tijera, decidiera irse a trabajar a otro lugar más cercano a su casa. La peluquería, que estaba regentada por hermanos, decidió sustituir al traidor número uno por otro de ellos que más tarde resultaría ser el traidor número dos. Desaparecidos los dos primeros, quedó sólo el fundador, que finalmente decidió echar el cierre e ir a cortar pelos a domicilio a los dueños de los yates atracados en Puerto Portals. Es decir, que en una misma peluquería, no sólo me rompieron el corazón tres veces, sino que de la noche a la mañana me vi en la calle con una melena como la de Sansón y sin un tijerillas que moldease mi envidiable cabellera.

Tras ello, pasé un cierto tiempo dando bandazos de sitio en sitio, buscando la cuadratura del círculo. Necesitaba un profesional que fuera lo suficientemente bueno con la tijera y al mismo tiempo lo suficientemente discreto como para no tener que cobrarle yo a él cada vez que me cortaba el pelo por ejercer de psicólogo. Probé aquí y allá, pero nadie llenaba el vacío que habían dejado aquellos tres hermanos de la desbrozadora. Llegué incluso a irme a vivir fuera, a tratar de encontrar a esa persona que me hiciese sentir especial sentado en el sillón, pero fue una labor completamente inútil. Primero di con una señorita que pareció ser la primera vez que empuñaba una maquinilla, y luego di con Richard -insistía en que le llamaba Ricardo- que lo más parecido que había visto a una tijera era un tractor.

Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga. En uno de mis regresos a la madre patria decidí probar en el lugar que otrora había ocupado una papelería y cuál fue mi sorpresa, se produjo el flechazo. Tijerazo va, tijerazo viene, mi nueva aliada no sólo me corta el pelo, sino que me recorta la barba mientras hablamos de cosas absolutamente triviales. Tal es el punto de mi conexión con el negocio que, si llegado el punto fuese necesario, estoy dispuesto a comprar la peluquería con un único objetivo: no volver, jamás, a quedarme huérfano de peluquero.