28 oct 2022

El mundo que ya fue.

Hay un mundo que ya fue. Una forma de vivir que se empezó a ir hace tiempo, una manera de existir diferente, donde las galletas se guardaban en una caja después de abierto el paquete y en las casas se reusaban los botes de Colacao para guardar la harina mucho antes de que se implantara la idea del reciclaje. Todavía había teles sin mando en las que para cambiar de canal había que apretar un botoncito que te llevaba, a veces con poca suerte, pues se veía bastante mal, hasta la siguiente cadena. El fútbol, por aquel entonces, aún se jugaba los domingos a las cinco. Todo era parte del principio, pero nada era lo suficientemente reciente como para no tener nombre y tener que señalar las cosas con el dedo, como le pasaba a Aureliano Buendía; aunque es cierto que tampoco andábamos tan lejos de aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Siempre he pensado que aquellos versos de Neruda donde decía que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, eran un cliché manido. Una frase para niños repipis que acaban de descubrir la poesía y el desamor. Sin embargo, hay algo de verdad en ellos. Tal vez habría que enmendarlos y hacer una adenda que diga que no sólo hemos nos hemos transformado nosotros, que somos hijos de nuestro tiempo, sino también lo que nos rodea. ¿Cambió el mundo porque lo cambiamos nosotros o cambiamos nosotros porque cambió el mundo? No lo sé.

Lo que sí sé, eso sí, es que echo de menos la caja de las galletas de casa de la Colasa, el sonido al abrirla y el olor de aquellas María Fontaneda que hace años que no pruebo. Que extraño las teles con culo donde Pablo y yo jugábamos a la Play uno en las noches de verano de hace ya casi dos décadas, a menudo hasta las tantas y a escondidas. Y reconozco, sobre todo, que fantaseo con frecuencia con volver a sentir Madrid como mi casa y escaparme los domingos a las cinco al Bernabéu. Como hacíamos en aquel mundo que ya fue.


16 oct 2022

Activismo de salón.

El otro día, en un clarísimo intento por salvar el planeta, dos activistas montaron una pajarraca de postín en la National Gallery y tiraron zumo de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh. La cosa estaba orquestada, claro, porque había más cámaras de periodistas que muchachas comprometidas con el medio ambiente pegándose al muro con una barra de pegamento Pritt. Aquello más que un acto de protesta parecía una rueda de prensa de presentación de la última de Haneke. Una performance bochornosa que en el fondo no sirvió más que para dar trabajo a los restauradores del museo. Al planeta, como era de esperar, le dio igual el numerito y siguió girando. Y Van Gogh, que a buen seguro se habría retorcido en su tumba de haber podido oír el suceso, ni se inmutó. 

Vivimos un momento en el que todo es repercusión en los medios y balas de fogueo. Actos vacíos que sirven, en el fondo, para que una serie de privilegiados se limpien la conciencia por su modo de vida. Un quid pro quo con la causa de turno que les ayuda a depurar sus responsabilidades para con lo que el manual del buen ciudadano nos dicta en estos días. Cada semana es una nueva. No comas carne porque la producción de vacas afecta a la capa de ozono. No cojas aviones porque tienes una huella de carbono que alucinas. Date a las bebidas vegetales en sustitución de la leche porque la abuela fuma. Usa el transporte público porque así ayudas a la investigación contra la ceguera en los colegios de una región limítrofe con el fin del mundo. 

No sé exactamente qué ha pasado, pero de un tiempo a esta parte el día está repleto de reproches de una gente que se ha convertido en la policía moral del siglo XXI. Activistas de salón que actúan como curas decimonónicos, diciendo al prójimo lo que debe hacer de puertas para afuera mientras, de puertas para dentro, hacen justo lo contrario. Una marabunta de maniqueos, todos muy comprometidos con el último grito en lo que sea. Un tumulto de aquellos tontos del recreo que han crecido, o están aún en ello, y su mayor obsesión es obligarte a confesar tus pecadillos en pro de una nueva religión que defiende, de boquilla, cualquier causa que les sirva para estar entretenidos.


12 oct 2022

La verdadera patria.

En la persistencia de los olores se esconde a veces una niñez que se resiste a salir corriendo. Me ocurre al cortar una naranja, que mi cabeza vuelve a aquel exprimidor manual de acero inoxidable que tenía mi abuela en la cocina y que hacía —será que me traiciona la memoria— los mejores zumos del mundo. Pasaba igual con aquel café que hacía mi tía en la cafetera italiana, que impregnaba con su aroma una casa donde nunca se apagaban los fogones, ni faltaban los platos de sopa para cenar entre semana. Nadie escalfaba los huevos como mi abuela, que empeñada en que tomaras calcio, te atiborraba de leche durante las comidas porque era bueno para los huesos. Y tenía razón, porque nunca nos rompimos uno. 

Algunas tardes bajábamos a su casa, tal vez a jugar al fútbol en la pista de la urba, o simplemente a incordiarla un rato una vez acabada la novela. Recuerdo con mucho cariño que a veces, cuando no había nocilla, sacaba el colacao, la leche y el azúcar, y preparaba un mejunje similar en consistencia que extendía con amor por una rebanada de pan bimbo para prepararnos un sándwich. Es posible que mi abuela no estudiase, pero es que hay gente que no lo necesita porque nace sabia. Quién quiere leer libros cuando puede dedicar su vida a cuidar a los demás. A asegurarse de que nunca les falte de nada. 

Somos lo que somos hoy en día porque quienes nos precedieron fueron con nosotros lo que fueron. Sólo así se explica que yo sea un cocinero intuitivo y que jamás en la vida siga una receta. Esto lo aprendí de ella, como casi todo lo que tiene que ver con los sabores. Un día mientras hacía el arroz de la bisabuela, al preguntarle cuánta agua necesitaba aquello, me dijo: “Lo vas viendo”. Y tenía razón, porque hay ciertas cosas que no se pueden medir en cantidades, son sensibilidades que se transmiten entre generaciones y que exigen plena atención de uno para no desperdiciarlas. 

Volviendo a los olores, con frecuencia me pasa que estoy haciendo algo, casi siempre en la cocina, y me viene una ráfaga de algo que me impregna el momento de recuerdos. Me pasa con sabores, bastante menos a menudo, claro, pues esos son irrepetibles. Pero siempre que sucede, por un instante me parece estar viviendo una regresión en el tiempo a una patria que ya no existe. A un lugar lejano del que por muy lejos que viaje nunca me despego. A casa.