Hay un mundo que ya fue. Una forma de vivir que se empezó a ir hace tiempo, una manera de existir diferente, donde las galletas se guardaban en una caja después de abierto el paquete y en las casas se reusaban los botes de Colacao para guardar la harina mucho antes de que se implantara la idea del reciclaje. Todavía había teles sin mando en las que para cambiar de canal había que apretar un botoncito que te llevaba, a veces con poca suerte, pues se veía bastante mal, hasta la siguiente cadena. El fútbol, por aquel entonces, aún se jugaba los domingos a las cinco. Todo era parte del principio, pero nada era lo suficientemente reciente como para no tener nombre y tener que señalar las cosas con el dedo, como le pasaba a Aureliano Buendía; aunque es cierto que tampoco andábamos tan lejos de aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Siempre he pensado que aquellos versos de Neruda donde decía que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, eran un cliché manido. Una frase para niños repipis que acaban de descubrir la poesía y el desamor. Sin embargo, hay algo de verdad en ellos. Tal vez habría que enmendarlos y hacer una adenda que diga que no sólo hemos nos hemos transformado nosotros, que somos hijos de nuestro tiempo, sino también lo que nos rodea. ¿Cambió el mundo porque lo cambiamos nosotros o cambiamos nosotros porque cambió el mundo? No lo sé.
Lo que sí sé, eso sí, es que echo de menos la caja de las galletas de casa de la Colasa, el sonido al abrirla y el olor de aquellas María Fontaneda que hace años que no pruebo. Que extraño las teles con culo donde Pablo y yo jugábamos a la Play uno en las noches de verano de hace ya casi dos décadas, a menudo hasta las tantas y a escondidas. Y reconozco, sobre todo, que fantaseo con frecuencia con volver a sentir Madrid como mi casa y escaparme los domingos a las cinco al Bernabéu. Como hacíamos en aquel mundo que ya fue.